Narrativa completa. H.P. Lovecraft
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—¡Auxilio! ¡Aléjate, pelirrojo maldito... demonio… aparta esa maldita aguja!
Reanimador 5: El horror de las sombras
Muchos hombres han narrado cosas espantosas, no referidas en letra impresa, que ocurrieron en los campos de batalla durante la Gran Guerra. Muchas de estas cosas me han hecho palidecer, otras me han producido unas incontenibles angustias, mientras que otras me han hecho temblar y regresar la mirada hacia atrás en la oscuridad. Sin embargo, creo que puedo contar la peor de todas: el aterrador, pavoroso e increíble horror de las sombras.
En 1915 yo estaba de médico con el grado de teniente en un destacamento canadiense en Flandes, siendo uno de los tantos norteamericanos que se adelantaron al gobierno mismo en la gran contienda. No había entrado en el ejército por decisión propia, sino más bien como consecuencia natural de haberse alistado el hombre de quien yo era un ayudante indispensable: el célebre cirujano de Bolton, doctor Herbert West. El doctor West siempre se había mostrado deseoso de poder prestar servicio como médico en una gran guerra y cuando se presentó la posibilidad, me arrastró con él en contra de mi voluntad. Había razones por los que yo me hubiera complacido de que la guerra nos separase, razones por las que encontraba la compañía de West y la práctica de la medicina cada vez más irritante, pero cuando se fue a Ottawa y logró por medio de la autoridad de un colega una plaza de comandante médico, no pude resistirme a la imperiosa insistencia de aquel hombre resuelto a que lo acompañase en mi aptitud habitual.
Cuando digo que el doctor West siempre estuvo deseoso de poder servir en el campo de batalla, no me refiero a que fuese guerrero por naturaleza ni a que desease salvar la civilización. Siempre había sido una calculadora máquina intelectual. Flaco, rubio, de ojos azules y con lentes. Imagino que se reía en secreto de mis ocasionales entusiasmos castrenses y de mis críticas a la apática neutralidad. Sin embargo, había algo en la arruinada Flandes que él quería, y a fin de conseguirlo, tuvo que adoptar semblante militar. Lo que él pretendía no era lo que procuran muchas personas, sino algo concerniente con la rama particular de la ciencia médica que él había logrado ejercer de forma completamente secreta y en la cual había logrado resultados asombrosos y, eventualmente, espantosos. En realidad lo que él quería no era otra cosa que una copiosa provisión de muertos frescos, en cualquier estado de desmembramiento.
Herbert West requería cadáveres frescos porque la investigación de su vida era la reanimación de los muertos. Este trabajo no era sabido por la distinguida clientela que había hecho crecer su fama rápidamente, cuando llegó a Boston. En cambio, yo lo conocía muy bien ya que era su amigo más íntimo y su ayudante desde nuestra época en la Facultad de Medicina, en la Universidad Miskatonic de Arkham. Fue en aquellos tiempos de la Universidad cuando comenzó sus horribles experimentos, primero con animales pequeños y luego, con cadáveres humanos obtenidos de forma horrenda. Había logrado una solución que inyectaba en las venas de los muertos y si eran bastante frescos, estos reaccionaban de maneras extrañas. Había tenido infinidad de problemas para descubrir la fórmula adecuada, pues cada tipo de organismo requería un estímulo particularmente apto para él. El pánico lo dominaba cada vez que repasaba los fracasos parciales: seres feroces, resultado de soluciones imperfectas o de cuerpos insuficientemente frescos. Un número de estos fracasos habían seguido con vida (uno de ellos se encontraba en un manicomio, mientras que los otros habían desaparecido) y como él pensaba en las casualidades imaginables aunque prácticamente imposibles, se alteraba a menudo, debajo de su aparente y habitual inmutabilidad. West se había dado cuenta muy rápido de que el requisito esencial para que los ejemplares sirviesen era su frescura, así que había acudido a la espantosa y abominable táctica de hurtar cadáveres. En la Universidad y cuando empezamos a ejercer en el pueblo industrial de Bolton, mi actitud en relación a él había sido de hechizada admiración, pero a medida que sus técnicas se hacían más osadas, un cauteloso pavor se fue apoderando de mí. No me agradaba la manera en que miraba a las personas vivas de semblante saludable, luego, aconteció aquella escena de pesadilla en el laboratorio del sótano cuando supe que cierto ejemplar aún estaba con vida cuando West se había apoderado de él. Fue la primera vez que había logrado reavivar la función del pensamiento racional en un cadáver y este éxito, logrado a costa de tal abominación, lo había endurecido totalmente.
No me atrevo a mencionar sus métodos durante los siguientes cinco años. Me mantuve a su lado por puro miedo y observé escenas que el habla humana no podría repetir. Gradualmente, alcancé a darme cuenta de que el propio Herbert West era más espantoso que todo lo que hacía… fue entonces cuando entendí rotundamente que su interés científico, en otro tiempo normal, por prolongar la vida había degenerado agudamente en una curiosidad totalmente morbosa y sombría, y en una secreta satisfacción en la visión de los cadáveres. Su interés se transformó en siniestra afición por lo repugnante y lo diabólicamente anormal. Se recreaba con serenidad en aberraciones artificiales ante las que cualquier persona en su sano juicio caería palidecida de asco y de horror. Detrás de su frío intelectualismo, se transformó en un exigente Baudelaire de los experimentos físicos, en un fatigado Heliogábalo de las tumbas. Desafiaba inalterable los peligros y ejecutaba crímenes con impasibilidad. Creo que el momento crítico llegó cuando demostró que podía restituir la vida racional y buscó nuevos espacios que conquistar experimentando en la reanimación de partes amputadas de los cuerpos. Tenía pensamientos extravagantes y originales sobre las características vitales independientes de las células orgánicas y los tejidos nerviosos apartados de sus sistemas psíquicos naturales, y obtuvo algunos resultados preliminares aterradores, en forma de tejidos perpetuos, nutridos artificialmente a partir de huevos semiincubados de un lagarto tropical indescriptible. Había dos planteamientos biológicos que deseaba terriblemente establecer: primero, si podía existir algún tipo de conciencia o acción racional sin cerebro, en la médula espinal y en los diversos centros nerviosos, y segundo, si había alguna clase de relación impalpable, inmaterial, distinta de las células físicas, que articulase las partes quirúrgicamente separadas que anteriormente habían formado un solo organismo vivo. Toda esta labor científica demandaba una pasmosa provisión de carne humana recién muerta… y esa fue el motivo por el que Herbert West participó en la Gran Guerra.
El espantoso y abominable hecho ocurrió una medianoche, a finales de marzo de 1915, en un hospital de campaña detrás de las líneas de St. Eloi. Aún hoy me pregunto si no fue solamente la diabólica ficción de una alucinación. West había levantado un laboratorio particular en el lado este de la residencia que se le había asignado provisionalmente, justificando que deseaba poner en práctica nuevos y substanciales métodos para tratar los casos de mutilación hasta ahora sin solución. Allí trabajaba como un carnicero, en medio de su sangrienta mercadería. Jamás pude acostumbrarme a la indiferencia con que él manejaba y clasificaba cierto material. A veces lograba asombrosas maravillas de cirugía en los soldados, pero sus principales complacencias eran de carácter menos público y humanitario y se vio obligado a dar muchas justificaciones sobre los extraños ruidos, aún en medio de aquel revoltijo de condenados, entre los que se escuchaban frecuentes disparos de revólver… cosa común en un campo de batalla, pero completamente anormal en un hospital. Los seres reanimados