Narrativa completa. H.P. Lovecraft

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Narrativa completa - H.P. Lovecraft Colección Oro

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Miskatonic y mi amigo había adquirido gran reputación debido a sus experimentos orientados a la revivificación de los muertos. Tras la científica carnicería de incontable bestezuelas, la bestial labor quedó aparentemente prohibida por orden de nuestro desconfiado decano, el doctor Allan Halsey, pero West había continuado haciendo ciertas pruebas secretas en la lúgubre pensión donde vivía, y en una espantosa y terrible ocasión se había apoderado de un cuerpo humano de la fosa común, llevándolo a una granja situada al lado opuesto de Meadow Hill. En aquella ocasión, yo estuve con él y lo vi inyectar en las venas exangües la sustancia que según él, devolvería en cierta manera los procesos químicos y físicos. El experimento había finalizado terriblemente en un delirio de terror que poco a poco llegamos a imputar a nuestros sobreexcitados nervios. Después de eso, West no fue capaz de liberarse de la angustiosa sensación de que lo seguían y perseguían. El cadáver no estaba lo bastante fresco. Estaba claro que para restablecer las condiciones mentales normales, el cadáver debía ser verdaderamente fresco. Por otra parte, el incendio de la vieja casona nos había imposibilitado enterrar el ejemplar. Habría sido deseable tener la seguridad de que estaba sepultado bajo tierra.

      Después de esa experiencia, West dejó sus investigaciones durante cierto tiempo, pero lentamente recobró su inquietud de científico nato y volvió a molestar a los profesores de la Facultad pidiéndoles permiso para hacer uso de la sala de taxidermia y ejemplares humanos frescos para un trabajo que él consideraba tan enormemente importante. Pero sus ruegos fueron totalmente inútiles, ya que la decisión del doctor Halsey fue rigurosa y los demás profesores reafirmaron el veredicto de su superior. En la teoría base de la reanimación solo veían incongruencias inmaduras de un joven fanático cuyo cuerpo delgado, cabello amarillo, ojos azules y miopes, y suave voz no hacían imaginar el poder supranomal “casi diabólico” del cerebro que hospedaba en su interior. Aún lo veo como era en ese momento y me estremezco. Su rostro se volvió más severo, aunque no más viejo. Y ahora Sefton es responsable de la desgracia y West ha desaparecido.

      West se enfrentó desagradablemente con el Doctor Halsey casi al final de nuestro último año de carrera, en una discusión que le trajo menos prestigio a él que al compasivo decano en lo que a caballerosidad se refiere. West afirmaba que este hombre se mostraba infundada y desatinadamente grande y que deseaba comenzar su obra mientras tenía la oportunidad de usar las excepcionales instalaciones de la facultad. Era terriblemente indignante e incomprensible para un joven con el temperamento lógico de West, que los profesores apegados a la tradición, desconociesen los singulares resultados obtenidos en animales e insistieran en negar la posibilidad de la reanimación. Solo una mayor madurez podía ayudarlo a comprender las restricciones mentales crónicas del tipo “doctor-profesor”, resultado de generaciones de puritanos mediocres, a veces bondadosos, conscientes, afables y corteses, pero siempre rígidos, intolerantes, esclavos de las costumbres y carentes de perspectivas. El tiempo es más misericordioso con estas personas rudimentarias aunque de alma grande, cuyo defecto esencial es en realidad la timidez, y las cuales reciben, definitivamente, el castigo del escarnio general por sus pecados intelectuales, su ptolemismo, su calvinismo, su antidarwinismo, su antinietzahísmo, y por toda clase de sabbatarianismo y leyes aparatosas que practican. El joven West, a pesar de sus maravillosos conocimientos científicos, tenía muy poca paciencia con el buen doctor Halsey y sus colegas eruditos y alimentaba una aversión cada vez más grande, acompañada de su deseo de demostrar la autenticidad de sus teorías a estas lerdas dignidades de alguna manera impresionante y dramática. Y, como la mayoría de los jóvenes, se entregaba a enredados sueños de venganza, triunfo y espléndida indulgencia final. Y entonces surgió el azote, cáustico y mortal de las grutas pesadillescas del Tártaro. West y yo nos habíamos graduado cuando comenzó, aunque continuamos en la Facultad haciendo un trabajo adicional del curso de verano, de manera que aún estábamos en Arkham cuando se desató con furia diabólica en toda la ciudad. Aunque todavía no estábamos facultados para ejercer, teníamos nuestro título, y nos vimos furiosamente requeridos a incorporarnos al servicio público, cuando aumentó el número de los afectados.

      La situación se hizo casi incontrolable y las muertes se producían con demasiada frecuencia para que los comercios funerarios de la localidad pudieran ocuparse satisfactoriamente de todas ellas. Los entierros se realizaban en rápida sucesión, sin ninguna preparación y hasta el cementerio de la Iglesia de Cristo estaba repleto de ataúdes de muertos sin embalsamar. Este hecho no dejó de tener su efecto en West, que con frecuencia pensaba en la ironía de la situación, tantísimos ejemplares frescos y sin embargo ¡ninguno servía para sus investigaciones! Estábamos desesperadamente abrumados de trabajo y la terrible tensión mental y nerviosa hundía a mi amigo en nocivas reflexiones. Pero los afables enemigos de West no estaban sumergidos en agobiantes deberes. La facultad había sido cerrada y todos los doctores adscritos a ella auxiliaban en la lucha contra la epidemia de tifus. El doctor Halsey, se distinguía sobre todo por su abnegación, dedicando todo su gran conocimiento, con sincera energía, a los casos que muchos otros evitaban por el peligro que representaban o por juzgarlos perdidos. Antes de finalizar el mes, el valiente decano se había convertido en héroe popular, aunque él no parecía tener conocimiento de su fama y luchaba para evitar su derrumbe por agotamiento físico y nervioso. West no podía menos que admirar la fortaleza de su enemigo, pero precisamente por esto estaba más resuelto aún a demostrarle la autenticidad de sus extrañas teorías. Una noche, aprovechando el desorden que reinaba en el trabajo de la Facultad y en las normas sanitarias del municipio, se las ingenió para introducir disimuladamente el cuerpo de un recién fallecido en la sala de disección, y en mi presencia le inyectó una nueva variante de su solución. El cadáver efectivamente abrió los ojos, aunque se limitó a fijarlos en el techo con expresión de concentrado horror, antes de caer en una inercia de la que nada fue capaz de arrancarlo. West mencionó que no era suficientemente fresco, el aire caliente del verano no beneficia los cadáveres. Esta vez estuvieron a punto de sorprendernos antes de quemar los despojos y West no consideró recomendable repetir esta utilización ilícita del laboratorio de la facultad.

      El auge de la epidemia tuvo lugar en agosto. West y yo estuvimos a punto de perecer, en cuanto al doctor Halsey, murió el día catorce. Todos los estudiantes concurrieron a su precipitado funeral el día quince y compraron una impresionante corona, aunque casi la ahogaban las demostraciones enviadas por los ciudadanos nobles de Arkham y las propias autoridades del municipio. Fue casi un acto público, puesto que el decano había sido un verdadero benefactor para la ciudad. Después del entierro, nos quedamos bastantes deprimidos y pasamos la tarde en el bar de la Casa Comercial, donde West, aunque afectado por la muerte de su principal contrincante, nos hizo estremecer a todos hablándonos de sus trascendentes teorías. Al oscurecer, la mayoría de los estudiantes volvieron a sus casas o se incorporaron a sus diversas ocupaciones, pero West me persuadió para que lo ayudase a “sacar provecho de la noche”. La casera de West nos vio entrar en la habitación cerca de las dos de la madrugada, acompañados por un tercer hombre y le dijo a su marido que se notaba que habíamos cenado y bebido bastante bien. Aparentemente, la amargada patrona tenía razón, pues hacia las tres, la casa entera se despertó con los gritos oriundos de la habitación de West, cuya puerta tuvieron que derribar para hallarnos a los dos inconscientes, tendidos en la alfombra manchada de sangre, golpeados, arañados y magullados, con trozos de frascos e instrumentos regados a nuestro alrededor. Solo la ventana abierta indicaba qué había sido de nuestro agresor y muchos se preguntaron qué le habría ocurrido después del gran salto que tuvo que dar desde el segundo piso al césped. Encontraron algunas ropas extrañas en la habitación, pero cuando West volvió en sí, explicó que no pertenecían al desconocido, sino que eran muestras acumuladas para su análisis bacteriológico, lo cual formaba parte de sus indagaciones sobre la transmisión de enfermedades infecciosas. Ordenó que las quemasen de inmediato en la amplia chimenea. En la policía, declaramos desconocer por completo la identidad del hombre que había estado con nosotros. West explicó con cierto nerviosismo que se trataba de un simpático extranjero al que habíamos conocido en un bar de la ciudad que no recordábamos. Habíamos pasado un rato algo alegres y, West y yo, no deseábamos que detuviesen a nuestro conflictivo compañero.

      Esa misma noche fuimos testigos del comienzo del segundo horror de Arkham. Horror que para mí, iba a empequeñecer

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