Narrativa completa. H.P. Lovecraft

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Narrativa completa - H.P. Lovecraft Colección Oro

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el resto del mundo? ¿Quién, sabiendo lo que yo sé, puede pensar en las cuevas desconocidas de la tierra sin sufrir terribles pesadillas ante las futuras posibilidades? No puedo asomarme a un pozo ni a una entrada de metro sin temblar. ¿Por qué el doctor no me da algo que me permita dormir o me calme, de verdad, el cerebro cuando truena?

      Lo que vi bajo el brillo de los relámpagos, tras dispararle al ser indescriptible, fue tan simple que casi transcurrió un minuto antes de tener conciencia y caer en un estado de delirio. Era un ser repugnante, un gorila blancuzco y mugriento, de colmillos afilados y amarillentos, y pelo enmarañado, el último resultado de una degeneración mamífera. El espantoso resultado del aislamiento, la multiplicación y la alimentación caníbal en la superficie y en el subsuelo. La encarnación de todo lo que gruñe, de todo lo caótico que, pavoroso, vigila detrás de la vida. Me había visto al morir, y vi en sus ojos la misma extraña expresión de aquellos otros ojos que me habían visto en el subsuelo, agitando en mi interior nublados recuerdos. Uno de los ojos era azul y el otro castaño. Eran los ojos disimiles que la vieja leyenda atribuía a los Martense. Y en una asfixiante tragedia de indecible horror, alcancé a comprender qué había ocurrido con la terrible casa de los Martense y la desaparecida familia... enloquecida por las tormentas.

       The Lurking Fear: escrito en 1922 y publicado en 1923.

      En mis atormentados oídos resuenan continuamente un chirrido y un aleteo de pesadilla, también un corto y lejano ladrido como el de un gigantesco sabueso. No es un sueño… y estoy seguro que tampoco es locura, ya que son muchas las cosas que me han ocurrido para que pueda permitirme esas compasivas dudas.

      St. John es un cadáver despedazado, solo yo sé por qué, y la naturaleza de mi conocimiento es tal que estoy a punto de volarme la tapa de los sesos por temor a ser destrozado del mismo modo. En los oscuros e infinitos pasillos de la terrible fantasía vaga Némesis, la diosa de la negra y amorfa venganza que me lleva a aniquilarme a mí mismo.

      ¡Que perdone el cielo la demencia y la morbosidad que atrajeron sobre nosotros tan terrible suerte! Cansados ya de los tópicos de un mundo prosaico, donde incluso los encantos del romance y de la aventura pierden apresuradamente su atractivo, St. John y yo habíamos seguido con entusiasmo todas las tendencias estéticas e intelectuales que ofrecían terminar con nuestro insufrible aburrimiento. Los enigmas de los simbolistas y los éxtasis de los prerrafaelistas, en su época, también fueron nuestros, pero cada moda nueva perdía demasiado pronto su seductora novedad.

      Nos apoyamos en la oscura filosofía de los decadentes, y a ella nos dedicamos aumentando gradualmente la profundidad y el fatalismo de nuestras investigaciones. Baudelaire y Huysmans no tardaron en hacerse insoportables, hasta que al final no hubo más camino ante nosotros que el de los estímulos directos inducidos por experiencias anormales y aventuras “personales”. Aquella terrible necesidad de emociones nos llevó eventualmente por el infame sendero que, incluso en mi actual estado de desesperación, señalo con vergüenza y timidez: el infame camino de los saqueadores de tumbas.

      No puedo dar los detalles de nuestras sorprendentes expediciones, ni tampoco catalogar —en parte— el valor de los botines que engalanaban el anónimo museo que dispusimos en la enorme casa donde vivíamos St. John y yo, solos y sin servidumbre. Nuestro museo era un lugar profano, increíble, donde con el depravado gusto de neuróticos dilettanti habíamos agrupado un universo de horror y putrefacción para estimular nuestras depravadas sensibilidades. Era un lugar secreto, subterráneo, donde unos grandes demonios alados, esculpidos en basalto y ónice, vomitaban por sus abiertas bocas una peculiar luz verdosa y anaranjada, en tanto que unas tuberías escondidas hacían llegar hasta nosotros los aromas que nuestro estado de ánimo apetecía. A veces, el aroma de empalidecidos lirios fúnebres, a veces el hipnótico incienso de unos funerales en un supuesto templo oriental, y a veces —¡cómo me altero al recordarlo!— la asquerosa fetidez de un féretro descubierto.

      Alrededor de los muros de aquella repelente estancia había tumbas de viejas momias alternando con hermosos cadáveres que tenían apariencia de vida —magníficamente embalsamados por el arte del nuevo taxidermista— y con lápidas mortuorias extraídas de los cementerios más antiguos del mundo. Aquí y allá, unas celdillas guardaban cráneos de todas las formas y conservadas cabezas en diferentes fases de descomposición. Allí, podían encontrarse las descompuestas y calvas coronillas de famosos nobles y las delicadas cabecitas doradas de niños recién enterrados.

      Allí, había estatuas y cuadros, todos de temas perversos y muchos realizados por St. John y por mí mismo. Una carpeta cerrada, encuadernada con piel humana curtida, guardaba algunos dibujos atribuidos a Goya y que el artista no había osado publicar. También había asquerosos instrumentos musicales, de cuerda, de metal y de viento, en los que St. John y yo a veces producíamos disonancias de exquisita anormalidad y perversa lividez, y en una gran cantidad de armarios de caoba reposaba la más extraordinaria compilación de objetos sepulcrales nunca antes reunidos por la locura y perversión humanas. Sobre esa colección debo guardar un particular silencio. Afortunadamente, tuve el coraje de destruirla mucho antes de pensar en eliminarme a mí mismo.

      Las expediciones, durante las cuales acumulábamos nuestros indignos tesoros, eran siempre gloriosos acontecimientos desde el punto de vista artístico. No éramos vulgares monstruos, sino que trabajábamos exclusivamente bajo determinadas condiciones de ánimo, paisaje, medio ambiente, tiempo, estación del año y claridad lunar. Aquellos entretenimientos eran para nosotros la forma más elevada de expresión estética y dábamos a sus detalles un escrupuloso cuidado técnico. Una hora inoportuna, un efecto pobre de luz o un manejo torpe del húmedo pasto, dañaban para nosotros la sensación de éxtasis que acompañaba a la exhumación de algún siniestro secreto de la tierra. Nuestra búsqueda de escenarios desconocidos y condiciones excitantes era ardiente e insaciable. St. John comenzaba siempre la marcha, y fue él quien encontró el lugar maldito que arrojó sobre nosotros un pavoroso e inevitable destino.

      ¿Qué terrible destino nos llevó hasta aquel espantoso cementerio holandés? Creo que fue el tenebroso rumor, la leyenda sobre alguien que llevaba cinco siglos enterrado allí, alguien que en su momento fue un saqueador de tumbas y había hurtado un inestimable objeto de la sepultura de un poderoso. Recuerdo la circunstancia en aquellos momentos finales, la leve luna otoñal sobre las tumbas, proyectando largas y horribles sombras, los grotescos árboles, cuyas ramas caían tristemente hasta unirse con el abandonado césped y las arruinadas losas, las oleadas de murciélagos volando contra la luna, la vieja capilla cubierta de hiedra y apuntando con un sombrío dedo al pálido cielo, los centelleantes insectos que bailaban como fuegos fatuos bajo el techo de un retirado rincón, el olor a moho, a vegetación y a cosas menos reconocibles que se mezclaban débilmente con la brisa nocturna nativa de lejanos mares y pantanos, y lo peor de todo, el triste ladrido de algún inmenso sabueso al que no lográbamos ver ni ubicar de un modo preciso. Al escucharlo nos estremecimos, evocando las leyendas de los campesinos, ya que el hombre que tratábamos de encontrar hacía siglos que había sido hallado en aquel mismo sitio, despedazado por las garras y los colmillos de un abominable animal.

      Recuerdo cómo excavamos la tumba del monstruo con nuestras palas y cómo nos impresionamos ante la imagen de nosotros mismos, el sepulcro, la pálida luna vigilante, las espantosas sombras, los grotescos árboles, los murciélagos, la vieja capilla, los curiosos fuegos fatuos, los repugnantes olores, la acongojada brisa nocturna y el curioso aullido de cuya verdadera existencia apenas podíamos estar seguros.

      Después de un rato, nuestras palas chocaron contra un objeto duro y no tardamos en descubrir una enmohecida caja de forma alargada. Era increíblemente fuerte, pero tan vieja que finalmente logramos abrirla y regalar nuestros ojos con su contenido.

      Mucho —sorprendentemente— era lo que permanecía de aquel cadáver a pesar de los quinientos años transcurridos. La osamenta, aunque aplastada

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