Narrativa completa. H.P. Lovecraft
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He calificado de idiota mi extenso cavar, y así era efectivamente, por su objeto y por su método. No tardé en desenterrar el ataúd de Jan Martense —que ahora solo contenía polvo y salitre—, pero en mis furiosos deseos de exhumar su fantasma, seguí cavando terca y desatinadamente más abajo de donde había reposado. Sabe Dios qué era lo que yo esperaba descubrir... Yo solo tenía conocimiento de que cavaba en la sepultura de un hombre cuyo espanto acechaba por la noche. No me es posible decir qué bestial profundidad había alcanzado cuando mi pala y mis pies se hundieron en el suelo que tenía debajo. Dadas las circunstancias, mi alteración fue espantosa, porque la existencia de un espacio subterráneo aquí suponía la espantosa validación de mis perturbadas teorías. Mi ligera caída me apagó el farol, pero saqué una linterna de bolsillo y descubrí un pequeño túnel horizontal que se introducía profundamente en ambas direcciones. Era lo bastante amplio como para que un hombre se pudiera arrastrar por él y, aunque nadie en su sano juicio habría tratado de entrar por allí en ese momento, me olvidé del peligro, la prudencia y la limpieza en mi afán por desenterrar el horror oculto. Escogiendo la dirección hacia la casa, me introduje osadamente a rastras por la angosta madriguera, serpenteando a ciegas, con prisa y alumbrándome de rato en rato con la linterna que iluminaba delante de mí.
¿Qué palabras podrían narrar el espectáculo de un hombre perdido en el interior de la tierra abismalmente profundo, gesticulando y revolcándose sin aliento, avanzando descabelladamente por profundos laberintos de negrura inmemorial, sin una noción precisa de tiempo, seguridad, dirección ni objetivo? Hay algo aterrador en todo ello, pero eso fue lo que hice. Me arrastré de esa forma durante tanto tiempo que la vida llegó a parecerme un recuerdo muy lejano, y me identifiqué con los topos y larvas de las tétricas profundidades. En efecto, fue una eventualidad que tras interminables contorsiones, se prendiese mi olvidada linterna al sacudirla, iluminando vagamente la larga madriguera de barro endurecido que dibujaba una curva delante de mí. Había seguido avanzando de este modo durante un largo rato y la pila de la linterna estaba casi agotada cuando el túnel inició una súbita y pronunciada cuesta arriba que me obligó a cambiar mis movimientos para avanzar. Al levantar la vista, sin previo aviso, vi resplandecer a lo lejos dos reflejos diabólicos de mi agónica luz, dos reflejos candentes de aciago e inequívoco resplandor que excitaron en mi memoria recuerdos velados y enloquecedores. Me detuve automáticamente, pero sin voluntad para retroceder. Los ojos se acercaban, aunque solo pude distinguir una garra del ser al que pertenecían. ¡Pero qué garra! Luego, muy arriba, sonó vagamente un estruendo que reconocí. Era el violento trueno de la montaña que estallaba con agitada furia. Sin duda, llevaba un rato reptando hacia arriba, ya que ahora percibía la superficie bastante cerca. Y mientras estallaban los amortiguados truenos, aquellos ojos seguían mirándome fijamente con perversidad.
Gracias a Dios, no supe entonces lo que era, de lo contrario, no habría sobrevivido. Pero me salvó el mismo trueno que había invocado, porque tras una angustiosa espera, rompió en el cielo uno de esos frecuentes estruendos de la montaña cuyas señales yo había observado aquí y allá en forma de lesiones de tierra removida y fulguritas de diferentes dimensiones. Con furia titánica se enterró, revolcándose en la tierra por encima de aquel horrible pozo, cegándome y ensordeciéndome, aunque no logró hacerme perder el conocimiento. Seguí escarbando y avanzando desesperadamente en el caos de tierra que caía y se resbalaba, hasta que la lluvia que me mojaba la cabeza me serenó y vi que había llegado a la superficie de un lugar familiar, una zona inclinada y sin árboles, en la vertiente sur de la montaña. Los constantes relámpagos alumbraban y agitaban el terreno revuelto y los restos del curioso montículo que provenía de la parte superior y boscosa de la ladera, sin embargo, no había nada en todo aquel caos que mostrase por donde había salido yo de la fatal catacumba. Mi cerebro era un caos tan grande como la tierra y cuando a lo lejos, un rojo resplandor alumbró el paisaje por el sur, apenas tuve conciencia del horror que acababa de experimentar. Pero, dos días después cuando los colonos me dijeron qué significaba aquel resplandor rojo, mi horror fue más grande que el que me había producido la pezuña y los ojos de la embarrada madriguera. En una aldea a veinte kilómetros de distancia, había tenido lugar una profusión de terror después del rayo que me había permitido a mí salir de la tierra, y un ser indescriptible había saltado desde un árbol a una choza de débil tejado. Había cometido una atrocidad, pero los colonos habían prendido fuego a la choza furiosamente antes de que aquel ser pudiese escapar. Había cometido el estrago en el mismo instante en que la tierra cayó sobre la entidad de la garra y los ojos.
IV. El horror en los ojos
Nada puede ser normal en la mente de quien, sabiendo lo que yo sabía sobre los horrores de la Montaña de las Tempestades, va solo a buscar el terror que se escondía en dicho lugar. En este Aqueronte de satanismo multiforme, el hecho de que al menos dos de estas personificaciones del terror hubiesen fallecido era una garantía muy débil de seguridad física y mental, sin embargo, continué mi búsqueda cada vez con mayor entusiasmo a medida que los hechos y las explicaciones se hacían más monstruosos. Dos días después de mi aterradora exploración de la cripta de los ojos y la garra, cuando me enteré de que un ser maligno había cruzado la aldea a veinte kilómetros de distancia, en el mismo instante en que aquellos ojos se posaban en mí, advertí una auténtica agitación de terror. Pero este terror estaba tan combinado con una sensación grotesca y alucinada, que casi me resultó agradable. A veces, en las mortificaciones de esas pesadillas en las que fuerzas incorpóreas se lo llevan a uno por encima de los techos de raras ciudades muertas hacia el precipicio burlesco de Nis, es un consuelo, incluso un placer, gritar salvajemente y lanzarse voluntariamente, en medio de la terrible vorágine de onírico tormento, al primer abismo sin fondo que tropieza. Y eso es lo que sucedió, con la pesadilla errante de la Montaña de las Tempestades. El descubrimiento de que los engendros habían estado ocultos en aquel lugar me causaron finalmente unas locas ansias de sumergirme en la tierra de esa maldita región, excavar con las manos desnudas y sacar a la muerte que amenazaba en cada centímetro del maléfico suelo.
En cuanto pude, regresé a la tumba de Jan Martense y cavé en vano donde había excavado antes. Un desprendimiento de tierra había borrado sin duda toda señal del pasadizo subterráneo y la lluvia había cegado de tal modo la excavación que me fue imposible averiguar hasta dónde había cavado el día anterior. Inicié también una ardua caminata hacia la aldea donde había ardido la espantosa criatura, pero encontré poca recompensa a mi esfuerzo. En las cenizas de la desdichada choza descubrí varios huesos, pero evidentemente ninguno correspondía al monstruo. Los colonos mencionaron que solo había habido una víctima, pero esto me pareció una imprecisión, ya que aparte de un cráneo humano completo, hallé un fragmento óseo que parecía ser de otro cráneo en algún momento humano. Y