Narrativa completa. H.P. Lovecraft
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En medio de estos pensamientos, como para acentuarlos dramáticamente, cayó un tremendo rayo cerca de nosotros al que siguió un sonido de deslizamiento de tierra. Al mismo tiempo, se levantó un furioso viento cuyo rugido fue creciendo de forma demoníaca. Tuvimos la seguridad de que otro árbol de Maple Hill había caído fulminado y Munroe se levantó del cajón donde estaba sentado y se acercó a la ventanilla para verificar el destrozo. Al quitar el postigo, el viento y la lluvia entraron aullando de forma atronadora y no pude escuchar lo que decía, pero esperé, mientras él se asomaba intentando abarcar el pandemónium. Gradualmente, la calma, el viento y la difusión de la insólita oscuridad nos hicieron percibir que se alejaba la tormenta. Yo había esperado que durase hasta el anochecer, cosa que nos ayudaría en nuestra búsqueda, pero un clandestino rayo de sol que, detrás de mí, penetró por un boquete de la madera, borró mis esperanzas. Le dije a Munroe que era mejor dejar entrar un poco de luz aunque cayesen más aguaceros, así que desatasqué la puerta y la abrí. Afuera, el terreno era una rara extensión de barrizales, charcos y pequeños montículos producidos por el reciente corrimiento de tierra, pero no observé nada que justificase el interés que mantenía a mi compañero asomado a la ventana sin decir nada. Me aproximé a él y lo toqué en el hombro, pero no se movió. Luego, al sacudirlo en broma y girarlo hacia mí, sentí los estranguladores aros de un horror canceroso cuyas raíces alcanzaban pasados perpetuos y abismos inescrutables de la noche que palpita más allá del tiempo.
Arthur Munroe estaba muerto. Y en lo que quedaba de su masticada y agujereada cabeza ya no había cara.
III. Qué significaba el resplandor rojo
Una tormentosa noche del 8 de noviembre de 1921, iluminado por una linterna que proyectaba lúgubres sombras, cavaba yo solo, como un idiota, en el mausoleo de Jan Martense. Había comenzado a excavar en la tarde porque se estaba formando una tormenta, y ahora que había oscurecido y la tormenta había estallado sobre la lujuriosa floresta, me sentía satisfecho. Creo que mi cabeza estaba un poco desquiciada a causa de los sucesos del 5 de agosto, la sombra diabólica de la casa, la tensión y el desencanto generales y lo acontecido en la aldea durante la tormenta del mes de octubre. Después de todo aquello, tuve que cavar una fosa para una persona cuya muerte no acababa de comprender. Sabía que los demás no la comprenderían tampoco, de manera que los dejé creer que Arthur Munroe se había perdido. Lo buscaron pero no encontraron nada. Los colonos sí podían haberlo entendido, pero no me atreví a atemorizarlos aun más. Me sentía inexplicablemente insensible. La alteración sufrida en la mansión me había afectado sin duda el cerebro y no podía pensar más que en la búsqueda del horror que ahora había sobrepasado gigantescas proporciones en mi imaginación. Búsqueda que el final de Arthur Munroe me hacía recomenzar ahora, a solas y en secreto.
Solo el ambiente de mis excavaciones habría bastado para destrozar los nervios de un hombre común. Unos primitivos y terroríficos árboles de horribles proporciones y formas desagradables acechaban sobre de mí como columnas de algún diabólico templo druida, al tiempo que aminoraban los truenos, aplacaban los aullidos del viento y detenían la lluvia. Detrás de los lacerados troncos del fondo, alumbrados por los frágiles resplandores de los filtrados relámpagos, se levantaban las piedras húmedas y cubiertas de hiedra de la abandonada mansión, mientras que un poco más cerca estaba el desatendido jardín holandés, con sus paseos y calzadas invadidos por una vegetación blancuzca, fungosa, pestilente y abultada que yo jamás había visto a la luz del día. Aun más cerca estaba el cementerio, donde unos árboles desfigurados agitaban sus ramas deformes, mientras sus raíces desplazaban las sacrílegas losas y aspiraban el veneno de lo que reposaba debajo. Aquí y allá, bajo una capa de hojas marrones que se podrían y manaban en las oscuridades del bosque inexplorado, podía distinguir el funesto perfil de esos pequeños montículos que caracterizaban aquella región taladrada por los rayos. La historia me había llevado a esta antigua sepultura. Porque, efectivamente, era la historia el único recurso que me quedaba tras haber concluido todo lo demás en cínico satanismo. Ahora estaba convencido de que el horror oculto no era un ser material, sino un espanto con voracidad de lobo que avanzaba sobre los relámpagos de la medianoche. Y por los cientos de tradiciones locales que Arthur Munroe y yo habíamos desenterrado en nuestras exploraciones, creía además, que era el espectro de Jan Martense, muerto en 1762. Por esa razón yo cavaba como un idiota en su sepultura, ahora.
La mansión Martense había sido edificada en 1670 por Gerrit Martense, rico mercader de Nueva Ámsterdam a quien molestaba el cambio del orden bajo el gobierno británico y había erigido esta magnífica mansión en la cima de una boscosa colina cuyo paisaje solitario y singular era de su agrado. La única decepción importante con que tropezó en este lugar fueron las recurrentes tormentas de verano. Cuando eligió este monte para edificar su mansión, Gerrit Martense atribuyó los numerosos disturbios naturales a las particularidades de aquel año, pero con el tiempo, se dio cuenta de que la región era esencialmente propensa a tales fenómenos. Finalmente, notando que estas tormentas le afectaban la cabeza, preparó un sótano donde poder resguardarse de los más violentos desórdenes. De los descendientes de Gerrit Martense se sabe aún menos que de él mismo, ya que todos fueron educados odiando la civilización inglesa y se les enseñó a no relacionarse con los colonialistas que la aceptaban. Sus vidas fueron extraordinariamente retiradas y la gente afirmaba que este aislamiento los hizo torpes de palabra y comprensión. Al parecer, todos estaban marcados por una rara y hereditaria condición en los ojos: tenían uno azul y el otro castaño. Sus relaciones sociales se fueron haciendo cada vez más escasas hasta que finalmente terminaron casándose con la extensa clase servil que habitaba en sus tierras. Muchas de las familias profusas degeneraron, cruzaron el valle, y fueron a mezclarse con la población mestiza que luego daría origen a los desdichados colonos. Los demás siguieron unidos tenazmente a la ancestral mansión, volviéndose cada vez más exclusivistas y consternados, aunque ganando una especial sensibilidad con relación a las frecuentes tormentas.
Casi toda esta información salió al mundo exterior a través del joven Jan Martense, que impulsado por una especie de inquietud, se alistó en el ejército colonial cuando llegó a la Montaña de las Tempestades la noticia de la Convención de Albany. Él fue el primero de los descendientes de Gerrit que vio mundo, y al regresar en 1760, después de seis años de campaña, su padre, tíos y hermanos le rechazaron como a un intruso, a pesar de sus ojos desiguales de Martense. Ya no podía compartir los prejuicios y rarezas de los Martense, ni lo agitaron las tormentas de la montaña como antes. En cambio, el entornó lo deprimía y a menudo le escribía a su amigo de Albany sobre sus intenciones de abandonar el techo paterno. En la primavera de 1763, Jonathan Gifford, el amigo de Jan Martense que vivía en Albany, se sintió inquieto por su silencio, especialmente por la situación y las discusiones que sabía que sucedían en la mansión Martense. Dispuesto a visitar a Jan, personalmente, penetró las montañas a caballo. Su diario relata que llegó a la Montaña de las Tempestades el 20 de septiembre, hallando la mansión en avanzado estado de decadencia. Los sombríos Martense, de extraños ojos, cuyo aspecto impuro y primitivo lo impresionó sobremanera, le dijeron con acento torpe y gutural que Jan había fallecido. Insistieron en que lo había matado un rayo el otoño anterior, y que ahora estaba sepultado detrás de los hundidos y abandonados jardines. Le mostraron el lugar de la sepultura al visitante, unos palmos de tierra pelada y sin señales. Algo en la actitud de los Martense despertó en Gifford un sentimiento de repugnancia y desconfianza, y una semana más tarde volvió con una pala y un pico dispuesto a abrir la fosa de nuevo. Halló aquello que había temido, un cráneo ferozmente aplastado como por unos golpes salvajes, de modo que volvió a Albany y denunció