Novelas completas. Jane Austen

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Novelas completas - Jane Austen Colección Oro

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parecía el más idóneo para ello. Pero muy pronto la señora Dashwood renunció a toda esperanza al respecto y comenzó a convencerse, por el sentido general de su conversación, de que su ayuda no iría más allá de haberlas mantenido durante seis meses en Norland. Con tanta frecuencia se refería él a los crecientes gastos del hogar y a las permanentes e incalculables peticiones monetarias a que estaba expuesto cualquier caballero de alguna prestancia, que más parecía estar necesitado de dinero que dispuesto a concederlo.

      Muy pocas semanas después del día que trajo la primera carta de sir John Middleton a Norland, todos los arreglos estaban tan adelantados en su futuro alojamiento que la señora Dashwood y sus hijas pudieron ponerse en marcha.

      Muchas fueron las lágrimas que derramaron en su última despedida a un lugar que tanto habían amado.

      —¡Querido, querido Norland! —repetía Marianne mientras iba arriba y abajo sola ante la casa la última tarde que estuvieron allí—. ¿Cuándo dejaré de recordarte?; ¿cuándo aprenderé a sentir como un hogar cualquier otro sitio? ¡Ah, dichosa casa! ¡Cómo podrías saber lo que sufro al verte ahora desde este lugar, desde donde puede que no vuelva más! ¡Y ustedes, árboles que me son tan familiares! Pero ustedes, ustedes continuarán igual. Ninguna hoja se marchitará porque nosotras nos vayamos, ninguna rama dejará de agitarse aunque ya no podamos contemplarlas. No, seguirán iguales, insensibles del placer o la pena que ocasionan e insensibles a cualquier innovación en aquellos que caminan bajo sus sombras. Y, ¿quién quedará para gozarlos?

      Capítulo VI

      La primera parte del viaje transcurrió en medio de un ánimo tan deprimente que no pudo resultar sino aburrido y desagradable. Pero a medida que se aproximaban a su destino, el interés en la apariencia de la región donde habrían de vivir se sobrepuso a su depresión, y la vista del Valle Barton a medida que entraban en él las fue llenando de alegría. Era una comarca acogedora, fértil, con grandes bosques y rica en pastizales. Tras un recorrido de más de una milla, llegaron a su propia casa. En el frente, un pequeño jardín verde constituía la totalidad de sus dominios, al que una coqueta portezuela de rejas les permitió la entrada.

      Como vivienda, la casita de Barton, si bien pequeña, era acogedora y sólida; pero como casa de campo era defectuosa, porque la construcción era regular, el techo poseía tejas, las celosías de las ventanas no estaban pintadas de verde ni los muros estaban cubiertos de madreselva. Un corredor angosto llevaba directamente a través de la casa al jardín del fondo. A ambos lados de la entrada se abría una salita de estar de cerca de dieciséis pies cuadrados; y después estaban las dependencias de servicio y las escaleras. Cuatro dormitorios y dos buhardillas componían el resto de la casa. No había sido levantada hacía muchos años y estaba en buenas condiciones. En comparación con Norland, ¡ciertamente era pequeña y pobre! Pero las lágrimas que hicieron brotar los recuerdos al entrar a la casa muy pronto desaparecieron. Las alegró el gozo de los sirvientes a su llegada y cada una, pensando en las otras, decidió parecer alegre. Era principios de septiembre, el tiempo estaba hermoso, y desde la primera visión que tuvieron del lugar bajo las ventajas de un buen clima, la impresión favorable que recibieron fue de gran importancia para que se hiciera acreedor de su más firme aprobación.

      El emplazamiento de la casa era bueno. Tras ella, y no muy lejos a ambos lados, se levantaban altas colinas, algunas de las cuales eran lomas abiertas, las otras cultivadas y boscosas. La aldea de Barton estaba situada casi en su totalidad en una de estas colinas, y ofrecía una hermosa vista desde las ventanas de la casita. La perspectiva por el frente era más amplia; se dominaba todo el valle, e incluso los campos en que este desembocaba. Las colinas que rodeaban la cabaña cerraban el valle en esa dirección; pero bajo otro nombre, y con otro curso, se abría otra vez entre dos de los montes más en cuesta.

      La señora Dashwood se sentía contenta en términos generales con el tamaño y mobiliario de la casa, pues aunque su antiguo estilo de vida hacía necesario mejorarla en muchos aspectos, siempre era un placer para ella ampliar y perfeccionar las cosas; y en ese momento contaba con bastante dinero para infundir a los aposentos todo lo que necesitaban de mayor prestancia.

      —En cuanto a la casa misma —dijo—, por cierto es demasiado pequeña para nuestra familia; pero estaremos relativamente cómodas por el momento, ya que se encuentra muy avanzado el año para realizar reformas. Quizás en la primavera, si tengo bastante dinero, como me atrevo a señalar que tendré, podremos pensar en construir. Estos vestíbulos son los dos demasiado pequeños para los grupos de amigos que espero ver frecuentemente reunidos aquí; y tengo la idea de llevar el corredor dentro de uno de ellos, con quizás una parte del otro, y así dejar lo restante de ese otro como vestíbulo; esto, junto con una nueva sala, que puede ser agregada sin problemas, y un dormitorio y una buhardilla arriba, harán de ella una casita muy resguardada. Podría desear que las escaleras fueran más atractivas. Pero no se puede esperar todo, aunque creo que no sería difícil ampliarlas. Ya veré cuánto le deberé al mundo cuando llegue la primavera, y planificaremos nuestras mejoras de acuerdo con ello.

      Entre tanto, hasta cuando una mujer que nunca había economizado en su vida pudiera llevar a cabo todos estos cambios con los ahorros de un ingreso de quinientas libras al año, sabiamente se contentaron con la casa tal como estaba; y cada una de ellas se preocupó y empeñó en organizar sus propios asuntos, distribuyendo sus libros y otras posesiones para hacer de la casa un hogar. Instalaron el piano de Marianne y lo emplazaron en el lugar más adecuado, y colgaron los dibujos de Elinor en los muros de la sala.

      Al día siguiente, apenas finalizado el desayuno, se vieron interrumpidas en sus ocupaciones por la entrada del propietario de la cabaña, que llegó a darles la bienvenida a Barton y a ofrecerles todo aquello de su propia casa y jardín que les pudiera hacer falta en el momento. Sir John Middleton era un hombre bien parecido de unos cuarenta años. Antes había estado de visita en Stanhill, pero hacía de ello demasiado tiempo para que sus jóvenes primas lo recordaran. Su cara revelaba buen humor y sus modales eran tan amables como el estilo de su carta. Parecía que la llegada de sus parientes lo llenaba de auténtica satisfacción y que su comodidad era objeto de preocupación para él. Se explayó en su profundo deseo de que ambas familias vivieran en los términos más amistosos y las exhortó tan cortésmente a que cenaran en Barton Park todos los días hasta que estuvieran mejor instaladas en su hogar, que aunque insistía en sus peticiones hasta un punto que sobrepasaba los buenos modales, era imposible sentirse molesto por ello. Su bondad no se limitaba a las palabras, porque antes de una hora de su partida, un gran cesto de hortalizas y frutas llegó desde la finca, seguido antes de terminar el día por un obsequio de animales de caza. Más aún, insistió en llevar todas sus cartas al correo y traer las que les llegaran, y rehusó lo privaran de la buena voluntad de enviarles a diario su periódico.

      Lady Middleton les había mandado con él un mensaje muy cariñoso, en que revelaba su intención de visitar a la señora Dashwood tan pronto como pudiera estar segura de que su llegada no le significaría un trastorno; y como este mensaje recibió una respuesta igualmente favorable, al día siguiente les presentaron a su señoría.

      Ciertamente, estaban con ganas de ver a la persona de quien debía depender tanto su comodidad en Barton, y la elegancia de su apariencia las impresionó favorablemente. Lady Middleton no tenía más de veintiséis o veintisiete años, era de bello rostro, figura alta y atractiva y trato gracioso. Sus modales tenían todo el refinamiento de que carecía su esposo. Pero le habría venido bien algo de su liberalidad y calor. Y su visita se prolongó lo suficiente para hacer disminuir en algo la admiración inicial que había provocado, al mostrar que, aunque perfectamente educada, era reservada, fría, y no tenía nada que decir por sí misma más allá de las más tópicas preguntas u observaciones.

      No faltó, sin embargo, la conversación, porque sir John era muy charlatán y lady Middleton había tenido la sabia precaución de llevar con ella a su hijo mayor, un gentil muchachito de alrededor de seis años cuya presencia ofreció en todo momento un tema al que recurrir en

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