Cuentos completos. Эдгар Аллан По

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Cuentos completos - Эдгар Аллан По Colección Oro

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de los labios de una infante lecciones de experiencia, o cuando veía el saber o la pasión de la madurez brillar en sus grandes y pensativos ojos, hora tras hora? Fue como digo, cuando todo aquello fue evidente ante mis atemorizados sentidos, cuando ya no le fue posible a mi alma esconderlo más, ni a mis sacudidas facultades rechazar aquella certeza, ¿cómo puede resultar extraño que espantosas y emocionantes sospechas de cierta naturaleza se establecieran en mi espíritu, o que mis pensamientos recordaran, horrorizados, los extraños cuentos y las impresionantes teorías de la difunta Morella?

      Aislé de la curiosidad del mundo al ser a quien el destino me obligaba a adorar y en el severo aislamiento del hogar, cuidé con una mortal ansiedad todo aquello relacionado con la amada criatura.

      Mientras pasaban los años y mientras día tras día yo contemplaba su calmado, santo y expresivo rostro, y mientras observaba sus formas que maduraban, encontraba día tras día más puntos de igualdad de la hija con su melancólica y fallecida madre. Cada hora crecían aquellos rasgos de semejanza, más saturados, más definidos, más inquietantes y más cruelmente terribles en su apariencia. Yo podía sufrir que su sonrisa fuera igual a la de su madre, aunque después me hiciera temblar aquel parecido demasiado perfecto. Podía aguantar que sus ojos se pareciesen a los de Morella, aunque a menudo penetraran en lo más profundo de mi alma con el agudo e impresionante pensamiento de la misma Morella. Y en la forma de su alta frente, en los rizos de su sedosa cabellera, en sus pálidos dedos que se escondían dentro de ella, en el melancólico tono bajo y musical de su voz y sobre todo —¡oh, por encima de todo!— en aquellas expresiones y frases de la difunta expresadas por los labios de la amada, de la viva, yo hallaba el motivo para un espantoso pensamiento devorador, para un gusano que se negaba a morir.

      Así transcurrieron dos lustros de su vida y, hasta el momento, mi hija vivía sin nombre sobre la tierra. ¡Hija mía! y ¡amor mío! eran las nominaciones utilizadas por mí, bajo el cobijo de la adoración paterna y el rígido aislamiento de sus días imposibilitaba cualquier otra relación. El nombre de Morella había muerto con ella y nunca le hablé a la hija de su madre. Para mí era imposible hacerlo.

      La verdad es que durante el corto tiempo de su vida, la joven no había obtenido ninguna visión del mundo exterior, salvo aquellas que le proporcionaban los ajustados límites de su forzado retiro. Pero, finalmente, en medio de aquel estado de desaliento y de fanatismo, surgió en mi mente la ceremonia del bautismo como la actual liberación de los horrores de mi destino. Y en la pila bautismal vacilé con relación al nombre. Y vinieron a mis labios infinitos nombres de tiempos antiguos y modernos, de mi país y de países extranjeros, de sabiduría y de belleza, junto a muchos otros nombres llenos de nobleza, de felicidad y de bondad. ¿Qué me llevó entonces a sacudir el recuerdo de la difunta enterrada? ¿Qué demonio me llevó a pronunciar aquel sonido cuya profunda memoria hacía fluir mi sangre a chorros desde mi cerebro al corazón? ¿Qué siniestro espíritu surgió desde los rincones de mi alma, cuando entre aquellos sombríos corredores y en el sigilo de la noche, le susurré al oído al sacerdote las sílabas Morella? ¿Qué ser más diabólico deformó las facciones de mi hija y los envolvió con los colores de la muerte cuando vibrando ante aquel nombre apenas audible, elevó sus inmaculados ojos desde el suelo hacia el cielo, y cayendo de rodillas sobre las losas negras de nuestra cripta familiar, dijo: ¡Aquí estoy!?

      Estas simples y cortas palabras llegaron claras, impasiblemente claras hasta mis oídos, y después de eso, igual que el plomo fundido, continuaron silbando en mi mente. Podrán pasar años y más años, pero el recuerdo de esa época, ¡nunca! Y por cierto, para mí no eran desconocidas ni las flores de mirto ni la vid, pero el abeto y el ciprés posaron sus sombras sobre mí día y noche. No guardé ninguna conciencia del tiempo ni del lugar y en el firmamento las estrellas de mi destino se esfumaron y desde entonces se oscureció la tierra, y las imágenes desfilaron a mi lado como sombras efímeras y entre ellas solo pude distinguir una: Morella. En el firmamento, los vientos susurraban una única palabra en mis oídos y en el mar, las olas murmuraban perpetuamente: Morella. Pero ella murió y con mis propias manos la trasladé hasta su tumba y, entonces, me reí larga y amargamente cuando no encontré los restos de la primera Morella en la misma cripta donde enterré a la segunda.

      Los leones

      ... Todas las personas fueron

      avanzando sobre sus diez dedos, salvajemente sorprendidas.

      Sátiras del obispo Hall

      Yo soy —aunque mejor es decir— yo fui un gran hombre. Aunque, no soy ni el autor de Junius, ni el hombre de la máscara de hierro. Se me puede creer que mi nombre es Robert Jones y que nací en algún lugar de la ciudad de Fum-Fudge.

      La primera maniobra de mi vida consistió en agarrar mi nariz con ambas manos. Mi madre observó eso y me llamó genio y mi padre derramó lágrimas de alegría regalándome más tarde un tratado de Nasología. Lo aprendí de memoria antes de llevar los primeros pantalones.

      Comencé a hacerme un camino en esta ciencia y no tardé en comprender que si un hombre poseía una nariz lo suficientemente notable le bastaría ir detrás de ella para convertirse en un “león” social. Pero no estaba limitado a respetar solo la teoría. Todas las mañanas le daba a mi probóscide un par de tirones y me lanzaba al saco media docena de tragos.

      Cuando alcancé la mayoría de edad, cierto día mi padre me invitó a entrar en su despacho.

      —Hijo mío —me dijo después de sentarnos—. ¿Cuál es el objetivo esencial de tu vida?

      —Padre —respondí—, es el estudio de la Nasología.

      —Robert, ¿y qué es eso?

      —La ciencia de las narices, señor —contesté, algo irritado.

      —¿Y podrías decirme qué significa una nariz?

      —Querido padre —respondí, considerablemente calmado—, una nariz ha sido definida por unos mil autores diferentes de mil diversas maneras (entonces extraje mi reloj para consultarlo). Como es casi mediodía, tendremos tiempo de nombrarlos a todos antes de la medianoche. Podemos comenzar, pues. Según Bartolinus la nariz es esa protuberancia, ese saliente, esa carnosidad, esa...

      —Robert, ¡ya basta! —dijo interrumpiéndome aquel sorprendente caballero—. Me quedo boquiabierto ante la grandeza de tus conocimientos. Me impresionas, palabra de honor (entonces cerró los ojos y se puso la mano en el corazón). ¡Acércate! (y me agarró del brazo). Ya puede considerarse terminada tu educación y es el momento de que te acomodes por tu cuenta. No podrías hacer nada mejor que seguir a tu nariz... así... así... y así... (entonces me lanzó escaleras abajo a patadas). ¡Largo de mi casa, pues, y que Dios te dé su bendición!

      Como sentía en mi interior el divino afflatus, supuse este accidente más afortunado que otra cosa y decidí seguir la recomendación paterna. Resolví seguir a mi nariz. Le di un par de tirones y escribí al momento un tratado sobre Nasología.

      En toda Fum-Fudge se armó un revuelo.

      —¡Magnífico genio! —dijo el Quarterly.

      —¡Estupendo fisiólogo! —dijo el New Monthly.

      —¡Grandioso escritor! —dijo el Edinburgh.

      —¡Gran hombre! —dijo el Blackwood.

      —¿Quién podrá ser? —dijo la gran señora Marisabidilla.

      —¿Qué podrá ser? —dijo la señora Marisabidilla.

      —¿Dónde podrá estar? —dijo

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