Cuentos completos. Эдгар Аллан По
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Читать онлайн книгу Cuentos completos - Эдгар Аллан По страница 21
el pasado se cierne (¡negro abismo!) mi alma
temerosa, callada, inmóvil.
¡Ay, la luz de mi existencia
ya no está conmigo!
“Ya jamás... jamás... jamás”
(de esa manera murmura el solemne mar
a las arenas de la playa),
ya jamás el águila muriente volará
ni el árbol roto dará flores.
Mis días hoy son fútiles
y mis sueños nocturnos
caminan allá donde tus ojos grises
miran, donde tus plantas pisan,
¡oh, en qué bailes etéreos, a la orilla
de arroyos itálicos!
¡Ay, en qué funesto día
te llevaron por el mar
robándote al amor, para entregarte
a caducos blasones mancillados!
¡Robándote a mi amor, a nuestra tierra
donde en la niebla lloran los sauces!
Que esos versos estuvieran escritos en inglés, idioma que no pensaba yo que mi amigo conociera, me produjo un asombro enorme. Conocía a la perfección la extensión de sus conocimientos y del singular placer que él tomaba en esconderlos de la observación, para que me sorprendiera ante cualquier descubrimiento parecido, pero el lugar donde estaban fechados me ocasionó, tengo que confesarlo, un poco de sorpresa. Originariamente había sido escrito Londres y después borrado con sumo cuidado, aunque no lo suficiente como para que se pudiera esconder a unos ojos observadores. Vuelvo a decir que este nombre me produjo no poca sorpresa, ya que recordaba muy bien que en una charla anterior con mi amigo le había preguntado especialmente si se había encontrado en alguna ocasión en Londres con la marquesa de Mentoni, quien había residido unos años de su matrimonio en esa ciudad, y que su respuesta, si no estoy errado, me dio a entender que él jamás había ido a la capital de la Gran Bretaña. También puedo mencionar que en más de una oportunidad había llegado a mis oídos que (sin dar, por supuesto, crédito a una información que parecía tan poco creíble) la persona de quien hablo era inglés no solamente por nacimiento, sino por educación también.
—Hay una pintura —dijo él sin notar que yo había advertido la tragedia—, hay una pintura que usted no ha visto aun.
Y al descorrer un tapiz, dejó al descubierto una pintura de cuerpo entero de la marquesa Afrodita.
En la pintura de su belleza sobrehumana el arte humano no podía haber llegado a más. La misma silueta incorpórea que yo había visto de pie en las escaleras del Palacio Ducal la noche anterior, estaba frente a mí una vez más. Sin embargo, en la expresión de aquella cara, que resplandecía de sonrisa por todos lados, se ocultaba (enigmática rareza) ese tinte dudoso de melancolía que será siempre inseparable de la perfección de la hermosura. Con su brazo izquierdo señalaba a un vaso curiosamente adornado y el derecho se doblaba sobre su pecho. Solamente uno de sus pies de hada era visible; apenas tocando la tierra, y un par de alas delicadamente imaginadas flotaban apenas discernible en la resplandeciente atmósfera que parecía rodear y enmarcar su belleza. Mis ojos se posaron en la pintura de la figura de mi amigo y en mis labios temblaron inconscientemente las potentes palabras del Bussy d’Ambois de Champan:
Como una estatua romana
Está erguido.
¡Y así se mantendrá
hasta que la muerte haya transformado en mármol!
—¡Vamos! —dijo él al final, volviéndose hacia una mesa de plata maciza bellamente labrada, sobre la que se podía ver varias copas de cristal magníficamente talladas, al lado de dos enormes vasos decorados con el mismo y maravilloso modelo que el del fondo de la pintura y llenos de lo que suponía ser vino de Johannisberger—. ¡Vamos! —dijo él con brusquedad—. ¡Vamos a beber! Sí, es demasiado pronto, pero bebamos. Realmente aun es muy temprano —siguió pensativo, al tiempo que un angelito daba la hora con un martillo de oro muy pesado y hacía sonar en la habitación la hora primera después de amanecer—. Aun es muy temprano. ¡Bebamos, bebamos en homenaje a ese maravilloso sol que estos incensarios y estas resplandecientes lámparas se obstinan en someter!
Y después de brindar conmigo se bebió varias copas de vino rápida y sucesivamente.
—Soñar —siguió, adoptando nuevamente el tono de su charla confusa, al tiempo que alzaba uno de los maravillosos vasos a la luz de un incensario— soñar ha sido la finalidad de mi existencia y para soñar he mandado a construir este retiro. ¿En el corazón de Venecia podía haber levantado uno mejor? Mire usted en torno suyo: es cierto que parece una mezcolanza de decoraciones arquitectónicas. Las esfinges de Egipto se tienden sobre tapices de oro y los designios antediluvianos ofenden la pureza jónica. Pero la apariencia que esto ofrece solamente puede resultar incongruente para los apocados. Los espantajos que aterrorizan a los hombres en la contemplación de la magnificencia son la unidad de lugar y, fundamentalmente, la de tiempo. Yo mismo fui un decorador en un tiempo: sin embargo, aquella sublimación de la tontería terminó por agotar mi espíritu. Todo esto que está a mi alrededor es lo apropiado para llenar mis planes. Mi espíritu se retuerce en el fuego como esos incensarios árabes y el temperamento delirante de todo este escenario está diseñado para las más raras visiones de esta tierra de genuinos sueños, hacia la cual yo me voy a dirigir velozmente en este momento.
Después, se detuvo de repente, inclinó la cabeza sobre su pecho y pareció escuchar un sonido que yo no podía oír. Finalmente se enderezó, miró hacia arriba y declamó las estrofas del obispo de Chichester:
Yo te iré a encontrar. ¡Espérame allá!
En el valle profundo.
Un instante después, el poder del vino confesó, arrojándose sobre una otomana, todo lo largo que era.
Se escucharon entonces, seguidos de un fuerte golpe en la puerta, algunos pasos rápidos en la escalera.
De inmediato me dirigí hacia allí para impedir una segunda repetición, cuando un paje de la casa de Mentoni se precipitó en el cuarto y, con voz agotada por la emoción, balbuceó algunas palabras incoherentes:
—¡Oh bella Afrodita! ¡Mi señora, mi señora! ¡Está envenenada! ¡Está envenenada!
Volé, aturdido, hacia la otomana y traté de alzar al durmiente para darle la asombrosa noticia, pero sus extremidades estaban rígidas, sus labios estaban pálidos, sus ojos, hasta hacía unos instantes brillantes, daban la impresión de que estaban sellados por la muerte. Retrocedí hasta la mesa, tambaleándome; mi mano se deslizó sobre una copa ennegrecida y rajada, y mi alma se sobrecogió súbitamente por la conciencia de la total y aterradora verdad.
Berenice
Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem,
curas meas aliquan tulum fore levatas.
Ebn