Cuentos completos. Эдгар Аллан По

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Cuentos completos - Эдгар Аллан По Colección Oro

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en el puerto de Batavia, en la rica y populosa isla de Java, en un crucero por el archipiélago de las islas Sonda. Iba en calidad de pasajero, únicamente inducido por una especie de nerviosa desazón que me fustigaba como un espíritu demoníaco.

      Nuestro majestuoso navío, de unas cuatrocientas toneladas, había sido fletado en Bombay en madera de teca de Malabar con remaches de cobre. Transportaba una carga de algodón en rama y aceite, de las islas Laquedivas. También llevábamos a bordo fibra de corteza de coco, azúcar moreno de las Islas Orientales, manteca clarificada de leche de búfalo, granos de cacao y algunos cajones de opio. La carga había sido mal estibada y el barco casi se hundía.

      Levamos anclas apenas impulsados por una tenue brisa, y a lo largo de muchos días permanecimos cerca de la costa oriental de Java, sin otro percance que quebrara la monotonía de nuestro curso que el ocasional encuentro con los pequeños barquitos de dos mástiles del archipiélago al que habíamos puesto rumbo.

      La furiosa violencia de la ráfaga fue, en gran medida, la salvación del barco. Aunque totalmente cubierto por el agua, como sus mástiles habían volado por la borda, después de un minuto se enderezó pesadamente, salió a la superficie, y tras vacilar algunos instantes bajo la presión de la tempestad, se enderezó por fin.

      Me sería imposible explicar qué milagro me salvó de la destrucción. Aturdido por el choque del agua, al volver en mí me encontré emparedado entre el mástil de popa y el timón. Me puse de pie con gran dificultad y, al mirar, mareado, a mi alrededor, mi primera impresión fue que navegábamos entre arrecifes, tan tremendo e inimaginable era el remolino de olas enormes y llenas de espuma en que estábamos inmersos. Instantes después percibí la voz de un anciano sueco que había embarcado poco antes de que el barco se hiciera a la mar. Lo llamé con todas mis fuerzas y al rato se me acercó vacilante. No tardamos en descubrir que éramos los únicos sobrevivientes. Con excepción de nosotros, las olas acababan de barrer todo lo que se hallaba en cubierta; el capitán y los oficiales debían haber muerto mientras dormían, porque los camarotes estaban totalmente anegados. Sin ayuda era poco lo que podíamos hacer por la seguridad del barco y nos paralizó la convicción de que no tardaríamos en irnos a pique. Por cierto que el primer embate del huracán destrozó el cable del ancla, porque de no ser así nos habríamos hundido al momento. Navegábamos a una velocidad extraordinaria, y las olas rompían sobre nosotros. El maderamen de popa estaba hecho trizas y todo el barco había sufrido gravísimos daños; pero comprobamos con alegría que las bombas no estaban atascadas y que el lastre no parecía haberse descentrado. La primera ráfaga había amainado, y la violencia del viento ya no entrañaba gran peligro; pero la posibilidad de que cesara por completo nos llenaba de espanto, convencidos de que, en medio del oleaje siguiente, sin duda, sería nuestro fin. Pero no parecía probable que el justificado temor se convirtiera en una pronta realidad. Durante cinco días y noches completos —en los cuales nuestro único alimento consistió en una pequeña cantidad de melaza que con esfuerzo conseguimos procurarnos en el castillo de proa— el armazón del barco avanzó a una velocidad inaudita, impulsada por sucesivas ráfagas que, sin igualar la violencia del primitivo simún, eran más espantosas que cualquier otra tempestad vivida por mí en el pasado. Con pequeñas variantes, durante los primeros cuatro días nuestro curso fue sudeste, y debimos haber costeado Nueva Holanda. Al quinto día el frío era tremendo, pese a que el viento había girado un punto hacia el norte. El sol nacía con una enfermiza coloración amarillenta y subía unos pocos grados sobre el horizonte, sin irradiar una decidida luminosidad. No había nubes en el horizonte, y sin embargo el viento arreciaba y soplaba con furia despareja e irregular. Alrededor de mediodía —poco más o menos, porque solo podíamos adivinar la hora— volvió a llamarnos la atención la apariencia del sol. No irradiaba lo que con propiedad podríamos llamar luz, sino un resplandor opaco y funesto, sin reflejos, como si todos sus rayos estuvieran polarizados. Justo antes de hundirse en el mar turgente su fuego central se apagó de modo sorpresivo, como por arte de un poder inexplicable. Quedó reducido a un aro plateado y pálido que se sumergía de prisa en el mar infinito.

      Nos hallábamos en lo más profundo de uno de esos abismos, cuando un repentino grito de mi compañero resonó espantosamente en la noche. “¡Mire, mire!” exclamó, chillando junto a mi oído, “¡Dios Todopoderoso! ¡Mire! ¡Mire!”. Mientras hablaba descubrí

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