Cuentos completos. Эдгар Аллан По

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Cuentos completos - Эдгар Аллан По Colección Oro

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acuerdo, por lo que no dejé de obtener prerrogativas de cada uno de sus consentimientos.

      Puestos en orden los detalles preliminares, mi interlocutor procedió a devolverme mi respiración y luego de inspeccionarla detalladamente, le di un recibo.

      Entiendo que muchos me harán reclamos por relatar tan brevemente un negocio de tanta importancia. También dirán que bien podía haber revelado nimios detalles de la operación gracias a la que se podría proyectar nuevas luces sobre una curiosísima rama de las ciencias naturales (lo cual es totalmente cierto).

      Siento mucho no poder declarar sobre esto. Solo me está permitido hacer una ligera mención. Había situaciones —aunque después de pensarlo bien, pienso que lo más seguro es hablar lo menos posible sobre tan delicado tema—, repito, había situaciones muy delicadas que involucran al mismo tiempo a otra persona cuya antipatía no tengo el menor deseo de padecer en este tiempo.

      No demoramos mucho, después de aquel arreglo, en huir de las mazmorras del sepulcro. Las fuerzas conjuntas de nuestras renacidas voces fueron escuchadas muy pronto desde afuera. El señor Tijeras, director de un periódico centralista, se interesó en publicar de nuevo su tratado sobre La naturaleza y origen de los sonidos subterráneos. Una respuesta-réplica-justificación-refutación no tardó en ser publicada en las páginas de un diario democrático. Se abrieron las puertas de la bóveda para finalizar la controversia y mi aparición junto a la del señor Alientolargo comprobó que ambas partes estaban igualmente equivocadas.

      No puedo establecer los detalles de algunos pasajes únicos de una vida bastante notable sin llamar, de nuevo, la atención del lector sobre los méritos de esa filosofía sin distinciones que funciona como innegable escudo en contra de las flechas de la desgracia que no logran observarse, sentirse ni entenderse. Está en el espíritu de este conocimiento la creencia de que las puertas del cielo se abrirán ineludiblemente para aquel ser santo o pecador que, con buenos pulmones y lleno de seguridad, vocifere la palabra ¡Amén!. Y se encuentra, asimismo, dentro del espíritu de ese conocimiento el que, durante la gran plaga que arrasó Atenas y después que se agotaron todos los recursos para alejarla, Epiménides —como narra Laercio en su segundo libro acerca del filósofo— propusiera el levantamiento de un oratorio y un templo “al Dios apropiado”.

      Bon-Bon

      Quand un bon vin meuble mon estomac

      Je suis plus savant que Balzac,

      Plus sage que Pibrac;

      Mon seul bras faisant l’attaque

      De la nation Cossaque

      La mettroit au sac;

      De Charon je passerois le lac

      En dormant dans son bac;

      J’irois au fier Eac,

      Sans que mon cœur fit tic ni tac,

      Présenter du tabac.

      Vodevil francés

      Pierre Bon-Bon era un restaurador de considerable capacidad y no creo que algún parroquiano que frecuentara el pequeño café en el cul-de-sac Le Febre, en Rúan, durante el reino de…, esté dispuesto a negarlo. Me parece aún más difícil negar que Pierre Bon-Bon era así mismo bien instruido en la filosofía de su tiempo. Sus pâtés de foies eran impecables, pero, ¿qué escritor podría hacer justicia a sus estudios sur la nature, a sus meditaciones sur l’âme, a sus reflexiones sur l’esprit? Si sus omelettes, si sus fricandeaux eran inapreciables, ¿qué literato de ese momento no hubiera dado mucho más por una idée de Bon-Bon, que una pequeña suma de todas las idées de los científicos? Bon-Bon había recorrido bibliotecas que para otros individuos eran inexploradas; había leído más de lo que otros podían llegar a considerar una lectura, había entendido más de lo que otros hubieran creído posible entender, y si bien en la época de su progreso no faltaban algunos escritores de Rúan para quienes “su dicta no muestra ni la integridad de la Academia, ni la profundidad del Liceo”, y obsérvese, a pesar de que, en general, sus doctrinas no eran muy comprendidas, tampoco se pensaba que fuesen muy difíciles de entender. Creo que su propia certeza hacía que muchas personas las tomaran por impenetrables. El mismo Kant —pero no llevemos las cosas tan lejos— debe especialmente a Bon-Bon su metafísica. Este no era platónico ni, estrictamente hablando, aristotélico. Tampoco, tal como Leibniz, malgastaba valiosas horas que podían ocuparse de mejor manera imaginando una fricassée o, facili gradú, examinando una sensación en triviales intentos de reconciliar todo lo que hay de irreconciliable en las disputas éticas. De ningún modo. Bon-Bon era jónico. Bon-Bon era del mismo modo itálico. Pensaba a priori. Pensaba a posteriori. Sus ideas eran innatas… o de cualquier otra manera. Creía en Jorge de Trebizonda. Creía en Bessarion. Bon-Bon era, enfáticamente… Bon-Bonista.

      He hablado del filósofo en su calidad de restaurateur. Sin embargo, no quisiera, que alguno de mis amigos creyera que al desempeñar sus atávicos deberes en este último oficio, nuestro héroe dejaba de valorar su decoro y su importancia. ¡Muy lejos de ello! Era imposible señalar cuál de las dos ramas de su trabajo le infundía mayor orgullo. Consideraba que las facultades intelectuales estaban profundamente vinculadas con la capacidad gástrica. Inclusive, creo que no estaba muy en desacuerdo con los chinos, para quienes el alma habita en el estómago. Como quiera que fuese, creía que los griegos tenían razón al utilizar la misma palabra para mente y diafragma. Y con esto no intento insinuar una revelación de glotonería o cualquier otro embarazoso reproche en menoscabo del metafísico. Si Pierre Bon-Bon tenía sus debilidades —¿y qué ser humano no las tiene por millares?—, eran debilidades de poca consideración, faltas que en otros hombres, con frecuencia, suelen calificarse bajo la luz de sus virtudes. Con relación a una de tales debilidades, ni siquiera la traería a colación en este relato si no fuera por su trascendente relevancia, por el sumo alto rilievo que la hace notoria en el plano de sus rasgos generales. Es esta: jamás dejaba escapar la oportunidad de hacer un trato.

      No es que fuera avaricioso… para nada. No era necesario que fuese un trato ventajoso para él para agradar al filósofo. Con tal de lograr un convenio —de cualquier tipo, término o escenario—, durante muchos días se podía ver una sonrisa triunfante en su rostro y un guiñar de ojos llenos de picardía que daban pruebas de su agudeza.

      Un sentido del humor tan distintivo como el que acabo de señalar hubiera llamado la atención en cualquier momento, sin que tuviera nada de sorprendente. Pero en la época de mi relato, si esta singularidad no hubiese llamado la atención, ciertamente, eso sí habría sido motivo de sorpresa. Pronto se llegó a asegurar que, en todas las oportunidades de este tipo, la sonrisa de Bon-Bon era muy distinta a la generosa sonrisa irónica con la que solía reírse de sus propias bromas o recibía a un conocido. Circularon chismes de naturaleza alarmante, se repetían historias sobre tratos oscuros, acordados en un segundo y deplorados por más tiempo, y se mencionaban ejemplos de misteriosas facultades, vagos deseos y tendencias anormales, que el creador de todos los males suele sembrar en los hombres para lograr sus intenciones.

      El filósofo tenía otras debilidades, pero esas apenas merecen que las mencionemos en detalle. Por ejemplo, se sabe que pocos hombres de sorprendente profundidad de espíritu dejan de sentirse atraídos por la bebida. Si esta atracción es motivo o más bien prueba de tal profundidad, es algo más fácil de exponer que de demostrar. Hasta donde yo tengo conocimiento, Bon-Bon no creía que eso mereciera una investigación en detalle, y tampoco yo. Sin embargo, al ceder a una inclinación tan clásica, no debe creerse que el restaurateur perdía de vista esa inconsciente distinción que caracterizaba al mismo tiempo sus ensayos y sus tortillas. Cuando se recluía para beber, el vino de Borgoña tenía su hora, y había momentos designados para el Côte du Rhône. Para él, el Sauternes era al Medoc lo que Catulo

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