Cuentos completos. Эдгар Аллан По
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Habiendo proporcionado suficiente diversión, se consideró prudente descolgar mi cuerpo del patíbulo —sobre todo, porque durante ese tiempo había sido encontrado y capturado el verdadero culpable, situación de la que, desgraciadamente, no llegué a enterarme.
Por supuesto, lo sucedido me hizo ganar simpatías generales, y como nadie reclamó mi cuerpo se ordenó que fuera sepultado en una bóveda pública.
Transcurrido un tiempo conveniente, fui depositado allí. Luego, se marchó el sepulturero y me quedé solo. En aquel instante el verso del Malcontento de Marston,
“La muerte es un buen muchacho
y tiene casa abierta...”
me pareció una total falsedad.
Sin embargo, arranqué la tapa del féretro y salí de él. El lugar era terriblemente húmedo y muy tenebroso, al punto que me sentí asaltado por el tedio absoluto. Para divertirme, avancé entre los numerosos féretros allí ubicados. Los bajé al suelo uno a uno y, arrancándoles la tapa, me perdí en reflexiones sobre la mortalidad que confinaban.
—Este —monologué, topándome con un cadáver inflamado y abotagado— ha sido, sin duda poco feliz, un hombre desventurado en toda la amplitud de la palabra. En vida, tuvo la terrible suerte de contonearse en vez de caminar, de avanzar como un elefante y no como un hombre, o como un rinoceronte y no como un ser humano.
Sus intentos para avanzar resultaban infructuosos y sus movimientos rotatorios terminaban en concluyentes fracasos. Al dar un paso adelante, su desdicha residía en dar dos a la derecha y tres a la izquierda. Sus estudios se vieron confinados a la poesía de Crabbe. No tuvo idea del prodigio de una pirouette. Para él, un pas de papillon era solo un nombre abstracto. Nunca trepó a lo alto de una colina. Jamás contempló la grandeza de una ciudad desde un campanario. El calor fue su enemigo mortal. Durante la canícula sus días eran días de perro. Soñaba con llamas y asfixias, con una montaña sobre otra, con el Pelión sobre el Osa. Para decirlo en una palabra, le faltaba el aliento. Sí, le faltaba el aliento. Pensaba que era una extravagancia tocar instrumentos de viento. Inventó los abanicos automáticos, las mangas de viento y los ventiladores. Patrocinó a Du Pont, el fabricante de fuelles, y murió de manera miserable cuando intentaba fumar un cigarro. Siento profundo interés por su historia, pues francamente simpatizo con su suerte.
—Pero aquí —sacando despectivamente de su cajón un cuerpo alto, delgado y extraño, cuya notable apariencia me causó una sensación de desagradable compañerismo—, aquí hay un miserable sin derecho a compasión en esta tierra.
Y diciendo esto, para obtener una mejor visión de mi sujeto, lo sostuve por la nariz con el pulgar y el índice forzándolo a estar sentado en el suelo, y lo mantuve en esa posición mientras seguía con mi monólogo.
—Sin derecho a compasión en esta tierra —repetí—. ¿A quién se le ocurriría apiadarse de una sombra? Además, ¿no ha disfrutado ya el pleno goce de las dichas que corresponden a los mortales? Fue el artista de los elevados monumentos, de las altas torres donde se elabora la metralla, de los pararrayos, de los álamos de Lombardía. Su texto sobre Sombras y penumbras lo hizo inmortal. Fue ilustre y diestro editor de la obra de South sobre “los huesos”. Asistió al colegio a temprana edad y aprendió la ciencia neumática. Al regresar a casa, no hacía otra cosa que hablar y tocar el corno francés. Resguardó las gaitas. El capitán Barclay, que marchaba en contra del tiempo, no pudo marchar contra él. Sus autores favoritos fueron Windham y Allbreath, y Phiz fue su artista predilecto. Murió brillantemente, mientras inhalaba gas; levique flatu corrupitur [[corrumpitur]], como la fama pudicitiæ en San Jerónimo. Indudablemente él era un...
—¿Cómo puede...? pero… ¿cómo puede...? —objetó el sujeto de mi hostilidad, luchando por respirar y quitándose el vendaje de la mandíbula con un desesperado esfuerzo—. ¿Cómo puede usted Sr. Faltaliento, ser tan endemoniadamente cruel para apretarme la nariz de esa manera? ¿No se dio cuenta de que me taparon la boca? ¡Debería darse cuenta, si es que lo hace, que debo exhalar una sorprendente abundancia de aliento! Pero si no lo ha notado, póngase cómodo y lo verá. En mi posición constituye un grandísimo alivio poder abrir la boca, explayarme y conversar con una persona como usted que no es de los que se creen con derecho a interrumpir a cada instante el hilo y la palabra de su interlocutor. Las interrupciones son incómodas y deberían prohibirse. ¿Usted, no lo cree? ¡Oh por favor, no diga nada! Basta con que hable uno solo a la vez. Pronto he de terminar y entonces usted podrá comenzar. ¿Cómo rayos llegó hasta aquí, señor? ¡Ni una palabra, le pido! Llevo aquí cierto tiempo... ¡Un terrible accidente! ¿Supongo que usted se enteró? ¡Espantosa desgracia! Mientras transitaba bajo sus ventanas, hace algún tiempo... justo en la época en que a usted se interesó por el teatro... ¡cosa terrible!... ¿Escuchó alguna vez la expresión “retener el aliento”? ¡Cállese, le digo! ¡Pues sí... yo retuve el aliento de alguien más! Y eso que siempre había tenido suficiente con el mío propio... Al suceder aquello me tropecé con Blab en la esquina... pero no me dejó decir ni una palabra... imposible pronunciar una sola sílaba... Por supuesto, fui víctima de una crisis epiléptica... Blab escapó... ¡Los muy estúpidos! Pensaron que había muerto y me enterraron aquí... ¡Vaya manojo de imbéciles! En cuanto a usted, he escuchado todo lo que ha mencionado... y cada palabra es una ficción... ¡Horrible, pavorosa, humillante, atroz, impenetrable...! Etcétera, etcétera, etcétera...
Imposible concebir mi estupor ante tan imprevisible discurso y la alegría que experimenté poco a poco al irme persuadiendo de que el aliento tan favorablemente capturado por aquel señor —que no era otro que mi vecino Alientolargo— era justamente el que yo había perdido mientras conversaba con mi mujer. El tiempo, el lugar y el escenario lo ratificaban sin lugar a dudas. Pero de todos modos no solté de mi mano la nariz del señor Alientolargo, al menos durante el prolongado período mientras el cual el creador de los álamos de Lombardía continuó beneficiándome con sus explicaciones.
Actuaba en este sentido con la usual sensatez que siempre constituyó mi rasgo dominante. Recapacité sobre qué grandes dificultades se acumulaban en el camino de mi salvación, y que solo con enormes dificultades podría vencerlos. Muchas personas, bien lo sabía, aprecian las cosas que poseen —por más intrascendentes que estas sean para ellas e incluso molestas o incómodas— en relación directa a las ventajas que conseguirían otras personas si las obtuvieran. ¿No sería esta la situación con el señor Alientolargo? Si me descubría ansioso por ese aliento que tan fácilmente manifestaba que abandonaría, ¿no me convertiría en una víctima de las trampas de su codicia? Hay infames en este mundo, como le hice recordar mientras suspiraba, que no poseen escrúpulos para beneficiarse del vecino y además (esta observación surge de Epicteto), en el instante en que las personas están más deseosas de arrojar el peso de sus adversidades, es cuando están menos orientados a ayudar a sus semejantes en el mismo sentido.
De cara a razonamientos de este género y sosteniendo siempre a mi víctima por la punta de la nariz, consideré pertinente expresarle la réplica siguiente:
—¡Monstruo! —comencé, con un tono de honda irritación—. ¡Monstruo e imbécil de doble aliento! Tú, a quien los dioses han castigado por tus perversidades concediéndote una doble respiración, ¿osas dirigirte a mí con el idioma familiar de la amistad? “¡Mientes!”. Dices que “me calle la boca”, ¡por supuesto, vaya diálogo con un hombre que solo tiene un aliento! ¡Y todo esto cuando depende de mí calmar el infortunio que sufres, y eliminar todas las trivialidades de tu desventurada respiración!
Igual que Bruto,