Cuentos completos. Эдгар Аллан По

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Cuentos completos - Эдгар Аллан По Colección Oro

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es, mi señor, y creo que para su noble apellido no es una noticia desagradable.

      Una rápida sonrisita se dibujó en el rostro del barón.

      —¿Cómo murió?

      —Haciendo un precipitado esfuerzo por salvar una parte de sus caballos de caza favoritos, quedó atrapado entre las llamas.

      —¡Cier...ta...men...te! —exclamó el barón, mencionando cada sílaba como si en ese momento una emocionante idea surgiera en su mente.

      —¡Ciertamente! —repitió el vasallo.

      —¡Terrible! —replicó el joven serenamente y regresó callado al palacio.

      A partir de aquel día, se observó un cambio notable en la conducta habitual del licencioso barón Frederick de Metzengerstein. Su comportamiento contrarió todas las expectativas y fue por el camino opuesto a las esperanzas de muchas damas, madres de hijas casaderas. Al mismo tiempo, sus costumbres y manera de ser continuaron diferenciándose —más que nunca— de aquellos que manifestaba la aristocracia circundante. Ya nunca se le observaba fuera de los límites de sus dominios y parecía recorrer aquellos inmensos terrenos sin un solo amigo —salvo que aquel impetuoso y raro corcel de color encendido que montaba permanentemente, tuviera algún especial derecho para ser considerado su amigo.

      No obstante, durante mucho tiempo llegaron al palacio muchas invitaciones de aquellos nobles relacionados con la casa. “¿Querrá el barón honrar nuestras fiestas con su presencia? ¿Asistirá el barón a cazar el jabalí con nosotros?” Las breves y groseras respuestas eran siempre las mismas: “Metzengerstein no asistirá a la caza”, o “Metzengerstein no ira de caza”. Aquellas repetidas descortesías no eran bien toleradas por una aristocracia igualmente engreída. Las invitaciones se fueron haciendo menos cordiales y frecuentes, hasta que dejaron de llegar. Incluso se escuchó a la viuda del infortunado conde Berlifitzing expresar su deseo de “que el barón tenga que quedarse en su casa cuando ya no quiera estar en ella, puesto que desprecia la compañía de sus pares, y que cabalgue cuando no quiera cabalgar, ya que prefiere la compañía de un caballo”.

      Esa frase no era más que la muestra de un rencor hereditario, y apenas lograban demostrar el poco sentido que tienen nuestras palabras cuando queremos que sean particularmente enérgicas.

      Sin embargo, los más benévolos atribuían aquella transformación en el comportamiento del joven noble a la normal tristeza que siente un hijo por la precoz pérdida de sus padres, olvidando, por supuesto, su detestable y ominosa conducta en el corto período inmediato a sus muertes. Tampoco faltaban aquellos que suponían en el barón un concepto equivocadamente orgulloso de la dignidad. Y otros —entre los cuales vale señalar al médico de la familia— no dudaban en mencionar una melancolía patológica y una mala salud ancestral. Pero la gran mayoría hacía circular oscuros rumores de naturaleza aun más dudosa.

      Cabe señalar que el tenaz afecto del barón hacia aquel caballo recientemente adquirido —afecto que parecía aumentar con cada nueva demostración de las propensiones feroces y demoníacas del animal— terminó por lucir tan desagradable como anormal ante la vista de las personas razonables. Con buen tiempo o en plena tempestad, sano o enfermo, bajo el brillante sol del mediodía o en la oscuridad de la noche, el joven Metzengerstein parecía estar atornillado a la montura del grandioso caballo, cuya desmedida ferocidad pactaba tan bien con su propio carácter. Además, a esto se sumaban ciertas situaciones que, junto a los últimos acontecimientos, le daban a la fijación del jinete y a las posibilidades del caballo una naturaleza portentosa y ultraterrena.

      La longitud de alguno de sus saltos fueron medidos de manera meticulosa y estos sobrepasaban sorprendentemente las más exageradas suposiciones y, a pesar de que todos los caballos de su propiedad tenían nombre, el barón aun no le había asignado ninguno a este caballo. Además, su caballeriza fue colocada alejada de las demás, y únicamente el barón se atrevía a entrar y acercarse al animal para alimentarlo y ocuparse de su atención. Hay que mencionar que, a pesar de que los tres escuderos que rescataron el caballo cuando escapaba del incendio en el castillo de los Berlifitzing, lo habían dominado mediante una cadena y un lazo, ninguno de ellos podía decir con seguridad que hubieran tocado con la mano el cuerpo de aquel animal, ni durante aquella peligrosa lucha, ni en otro momento después de ello.

      Por otra parte, aunque no suelen ser extraordinarias las muestras de inteligencia de un caballo brioso, ni estas tienen que llamar excesivamente la atención, había ciertos hechos que a la fuerza se imponían sobre las personas más incrédulas e imperturbables. Inclusive llegó a decirse que hubo momentos en que la boquiabierta multitud que observaba al animal había retrocedido espantada ante la profunda y chocante impresión que causaba la terrible apariencia del corcel, momentos en que hasta el joven Metzengerstein palidecía y retrocedía para evitar la enérgica e interrogante mirada de aquellos ojos que parecían los de un ser humano.

      A pesar de ello, en el séquito del barón nadie dudaba del profundo y poderoso efecto que las encendidas características de su caballo provocaban en el joven aristócrata. Nadie, salvo un contrahecho e insignificante pajecillo, que imponía su fealdad en todas partes y cuyas opiniones carecían por completo de importancia. Este paje —si es que vale la pena repetir lo que decía— tenía la insolencia de afirmar que su amo jamás se subía a la montura sin un temblor tan poco perceptible como inexplicable, y que al regresar de sus largas y acostumbradas cabalgatas, la expresión de su rostro lucía desfigurada por un semblante de triunfante perversidad.

      Una noche de tormenta, Metzengerstein despertó de un pesado sueño, bajó como un demente de su habitación y con sorprendente prisa, penetró en las profundidades del bosque cabalgando en su caballo. Este comportamiento, algo habitual en él, no fue particularmente llamativo, pero su servidumbre esperó su regreso con creciente ansiedad cuando, después de muchas horas de ausencia, las paredes del majestuoso y ostentoso palacio de los Metzengerstein comenzaron a quebrarse y a temblar desde sus cimientos, envueltas, además, en la incontrolable furia de un incendio.

      Aquellas pálidas y espesas llamaradas fueron descubiertas excesivamente tarde. Su avance era tan temible que, dándose cuenta de la imposibilidad de salvar la menor parte del edificio, la multitud se reunió cerca del mismo, rodeada de un callado y trágico asombro. Pero, repentinamente, un nuevo y espantoso hecho llamó la atención del grupo, demostrando que la emoción que causa contemplar el sufrimiento humano, es mucho más intensa que los más horrendos espectáculos que pueda generar un elemento sin vida.

      Por la extensa avenida de viejos robles que llegaba desde el bosque hasta la entrada principal del palacio se vio avanzar un caballo, parecido al auténtico Demonio de la Tempestad, dando enormes saltos y sobre el cual venía un caballero sin sombrero y con el vestuario revuelto. Era evidente que aquella carrera no obedecía a la voluntad del jinete. La agonía que mostraba en su rostro, la agitada lucha de todo su cuerpo, daban señales de sus sobrehumanos esfuerzos, pero ningún sonido, salvo un fuerte grito, brotó de sus lastimados labios, los cuales había mordido una y otra vez con la fuerza de su pánico. Pasó un instante y se escuchó clara y vivamente el resonar de los cascos sobre el crepitar de las llamas y el aullido del viento. Pasó otro instante y con un solo salto que atravesó el portón y el foso, el corcel penetró en la escalera del palacio llevándose para siempre a su jinete y desapareciendo en el remolino de aquel espantoso fuego.

      La furiosa tempestad se calmó de inmediato, siguiendo después una intensa y silenciosa calma. El palacio seguía envuelto en llamas blancas igual que una mortaja, mientras que en la despejada atmósfera resplandecía un brillo sobrenatural que alcanzaba una muy lejana distancia, entonces, una nube de humo vino a depositarse pesadamente sobre las murallas, dibujando la colosal figura de... un caballo.

      El Duque de l’Omelette

      Y

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