Cuentos completos. Эдгар Аллан По

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Cuentos completos - Эдгар Аллан По Colección Oro

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a cuyos peligros ni sus achaques corporales ni su incapacidad mental lo frenaban de ejecutar a diario. En cambio, Frederick, barón de Metzengerstein, aun no había alcanzado su mayoría de edad. Su padre, el ministro G..., falleció joven, y su madre, lady Mary, lo siguió muy pronto.

      En aquellos días, Frederick tenía apenas dieciocho años. Esta no es mucha edad en una ciudad, pero en la soledad —en la magnífica soledad de aquel viejo principado— el péndulo vibra con un significado más profundo.

      El joven barón heredó sus innumerables posesiones inmediatamente después de morir su padre. Debido a ciertas y particulares circunstancias que caracterizaban la administración de este último, pocas veces se había visto a un húngaro dueño de tales bienes. Sus castillos eran incontables. El más resplandeciente y extenso era el palacio Metzengerstein. La línea que limitaba sus dominios nunca había sido trazada claramente, pero su parque principal abarcaba un circuito de quince kilómetros. Tan inmensa herencia permitía imaginar con gran facilidad el futuro comportamiento de un hombre tan joven cuyo carácter ya era conocido de sobra.

      Ciertamente, la conducta del heredero excedió todo lo imaginable y sobrepasó las esperanzas de sus más fanáticos admiradores. En un periodo de tres días, orgías vergonzosas, traiciones evidentes y extravagantes crueldades, hicieron vislumbrar rápidamente a sus aterrados servidores que ninguna servil obediencia de su parte y, tampoco, ningún asomo de conciencia por parte del amo, les ofrecería en adelante ninguna garantía en contra de las atroces garras de aquel pequeño Calígula. El cuarto día comenzó durante la noche un incendio en las caballerizas del castillo de Berlifitzing y la opinión unánime de quienes conocían al barón agregó la acusación de incendiario a la ya espantosa lista de sus delitos y atrocidades.

      Sin embargo, durante el disturbio provocado por tal acontecimiento, el joven aristócrata se hallaba —supuestamente— inmerso en la meditación dentro de un amplio y solitario espacio del aristocrático palacio de Metzengerstein. El rico aunque ya descolorido cortinaje, que cubría tristemente las paredes, eran sombrías y solemnes representaciones de las imágenes de miles de antepasados ilustres. En este lugar, sacerdotes de manto de armiño y representantes pontificios, sentados familiarmente junto al déspota y al soberano, impugnaban su veto frente a los deseos de un rey temporal o dominaban, con el consentimiento de la supremacía papal, el cetro insurrecto del archienemigo.

      Aquí, las gigantescas y oscurecidas figuras de los soberanos de Metzengerstein, que montados en sus robustos corceles de guerra pisoteaban al enemigo caído, con su potente expresión lograban intimidar al más sereno observador. También aquí, las voluptuosas imágenes de las damas de la época flotaban como cisnes en la encrucijada de una danza irreal, al ritmo de una melodía imaginaria.

      Pero mientras el joven barón percibía o fingía percibir el creciente disturbio en las caballerizas de Berlifitzing —o tal vez pensaba en alguna nueva acción, aun más atroz—, sus ojos giraban distraídamente hacia la visión de un inmenso caballo pintado en un color que no era habitual y que aparecía en aquellos tapices como perteneciente a un moro, antepasado de la familia de su rival. En el fondo de la escena, el caballo estaba inmóvil como una estatua, mientras más allá, su caído jinete fallecía bajo el puñal de un Metzengerstein.

      Al percibir lo que sus ojos habían estado observando de manera inconsciente se dibujó una perversa sonrisa en los labios de Frederick. Sin embargo, no logró apartarlos de allí a pesar de la abrumadora ansiedad que parecía caer como un manto sobre sus sentidos. Fue con cierta dificultad que logró conciliar sus sentimientos soñadores e incoherentes con la certeza de estar despierto. Cuanto más miraba el tapiz, el encantamiento se hacía más profundo y parecía menos posible que lograra alejar su vista del hechizo de aquella tapicería. Pero, finalmente, como afuera el alboroto era cada vez más violento, logró penosamente poner su atención sobre los rojos resplandores que las caballerizas en llamas proyectaban, sobre las ventanas de aquel aposento.

      Pero esta distracción no duró mucho y sus ojos volvieron a posarse automáticamente en el tapiz. Mientras tanto, para su inexpresable asombro y espanto, la cabeza del gigantesco animal parecía haber cambiado de posición. El cuello del caballo, antes estaba inclinado como si la devoción lo hiciera inclinarse sobre el caído cuerpo de su amo, y ahora se extendía en dirección al barón. Los ojos, antes invisibles, revelaban una expresión poderosa y humana, resplandeciendo con un extraño brillo rojizo como de fuego y el hocico abierto de aquel corcel, que lucía enfurecido, dejaba ver sus impresionantes y sucios dientes.

      Casi paralizado de terror, el joven barón se dirigió vacilante hacia la puerta. Y al abrirla, un resplandor de luz roja que cubrió todo el espacio proyectó su sombra muy definidamente contra el tembloroso tapiz y Frederick tembló al darse cuenta de que —mientras él continuaba dudando en el umbral— aquella sombra adoptaba la posición exacta y colmaba totalmente la forma del exitoso asesino del moro Berlifitzing. Para serenar la angustia de su espíritu, el joven corrió al aire libre y en la puerta principal del palacio halló a tres escuderos que con extrema dificultad, y poniendo en riesgo sus vidas, trataban de dominar los encabritados saltos de un inmenso caballo de color de fuego.

      —¿Dónde encontraron ese caballo? ¿De quién es? —preguntó el barón, con una voz tan furiosa como sombría, al reconocer que el furioso animal que estaba observando era una réplica exacta del misterioso corcel de la tapicería.

      —Es suyo o al menos no sabemos que nadie lo reclame —contestó uno de los escuderos—. Lo atrapamos mientras escapaba, echando humo y espuma de rabia, de las incendiadas caballerizas del conde de Berlifitzing. Imaginamos que era uno de los caballos extranjeros del conde y fuimos a devolverlo a sus hombres. Pero estos dijeron que no habían visto nunca este corcel, lo cual es raro, pues se nota que estuvo muy cerca de morir en las llamas.

      —En su frente están claramente marcadas las letras W.V.B —agregó el otro escudero—. Naturalmente, creímos que eran las iniciales de Wilhelm Von Berlifitzing, pero en el castillo insisten en decir que el caballo no les pertenece.

      —¡Es muy, muy extraño! —dijo el joven barón con aire meditabundo y sin mucha consciencia del significado de sus palabras—. Ciertamente, es un caballo notable, prodigioso... pero como pueden observar es tan peligroso como intratable. —Y después de una pausa agregó—: Está bien, entréguenmelo. Tal vez un jinete como Frederick de Metzengerstein pueda domar hasta el demonio de las caballerizas de Berlifitzing.

      —Señor, está equivocado. Creo haberle mencionado que este caballo no pertenece a los establos del conde. Si así hubiese sido, nosotros conocemos muy bien nuestro deber para traerlo en presencia de alguien de su familia.

      —¡Cierto! —contestó secamente el barón.

      En ese preciso momento, uno de los pajes de su antecámara llegó corriendo desde el palacio con el rostro enrojecido. Este habló al oído de su amo y le notificó la repentina desaparición de una parte de los tapices en determinado aposento y le mencionó una cantidad de detalles tan precisos como completos, pero como hablaba en voz muy baja, no se escapó nada que lograra satisfacer la excitada curiosidad de los escuderos. Mientras duró la narración del paje, el joven Frederick parecía sacudido por emociones encontradas.

      Sin embargo, muy pronto recobró la compostura, y mientras en su rostro se dibujaba una expresión de resuelta crueldad, dio órdenes tajantes para que el aposento en cuestión fuera clausurado de inmediato y le fuera entregada la llave al momento.

      —¿Ya escuchó la noticia de la lamentable muerte del anciano cazador Berlifitzing? —le comentó uno de sus vasallos al barón, quien después de la partida del paje seguía viendo los brincos y las arremetidas del inmenso caballo que acababa de adoptar como suyo, el que a su vez duplicaba su furia mientras lo llevaban por la extensa avenida que unía el palacio con las caballerizas de los Metzengerstein.

      —¡No!

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