Cuentos completos. Эдгар Аллан По

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Cuentos completos - Эдгар Аллан По Colección Oro

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y más, sentado, adivinaba,

      con la cabeza reclinada

      en el aterciopelado forro del cojín

      acariciado por la luz de la lámpara;

      en el forro de terciopelo violeta

      acariciado por la luz de la lámpara

      ¡que ella no oprimiría, ¡ay!, nunca más!

      Entonces me pareció que el aire

      se tornaba más denso, perfumado

      por invisible incensario mecido por serafines

      cuyas pisadas tintineaban en el piso alfombrado.

      “¡Miserable —dije—, tu Dios te ha concedido,

      por estos ángeles te ha otorgado una tregua,

      tregua de nepente de tus recuerdos de Leonora!

      ¡Apura, oh, apura este dulce nepente

      y olvida a tu ausente Leonora!”

      Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

      “¡Profeta! —exclamé—, ¡cosa diabólica!

      ¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio

      enviado por el Tentador, o arrojado

      por la tempestad a este refugio desolado e impávido,

      a esta desértica tierra encantada,

      a este hogar hechizado por el horror!

      Profeta, dime, en verdad te lo imploro,

      ¿hay, dime, hay bálsamo en Galaad?

      ¡Dime, dime, te imploro!”

      Y el cuervo dijo: “Nunca más.”

      “¡Profeta! —exclamé—, ¡cosa diabólica!

      ¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio!

      ¡Por ese cielo que se curva sobre nuestras cabezas,

      ese Dios que adoramos tú y yo,

      dile a esta alma abrumada de penas si en el remoto Edén

      tendrá en sus brazos a una santa doncella

      llamada por los ángeles Leonora,

      tendrá en sus brazos a una rara y radiante virgen

      llamada por los ángeles Leonora!”

      Y el cuervo dijo: “Nunca más.”

      “¡Sea esa palabra nuestra señal de partida

      pájaro o espíritu maligno! —le grité presuntuoso—.

      ¡Vuelve a la tempestad, a la ribera de la Noche Plutónica.

      No dejes pluma negra alguna, prenda de la mentira

      que profirió tu espíritu!

      Deja mi soledad intacta.

      Abandona el busto del dintel de mi puerta.

      Aparta tu pico de mi corazón

      y tu figura del dintel de mi puerta.

      Y el Cuervo dijo: Nunca más.”

      Y el Cuervo nunca emprendió el vuelo.

      Aún sigue posado, aún sigue posado

      en el pálido busto de Palas.

      en el dintel de la puerta de mi cuarto.

      Y sus ojos tienen la apariencia

      de los de un demonio que está soñando.

      Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama

      tiende en el suelo su sombra. Y mi alma,

      del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo,

      no podrá liberarse. ¡Nunca más!

      Metzengerstein

      Pestis eram vivus, moriens tua mor ero.

      (Vivo he sido tu plaga, muerto seré tu muerte)

      Martín Lutero

      A lo largo de la historia, el horror y la fatalidad han estado al acecho. ¿Qué sentido tiene entonces, darle una fecha a la historia que voy a narrar? Será suficiente decir que en la época de la que hablo existía en el interior de Hungría, la firme aunque escondida creencia en los principios de la Metempsícosis. De la doctrina misma, es decir, de su falsedad o de su probabilidad, no diré nada. Sin embargo, me atrevo a afirmar que gran parte de nuestra incredulidad, así como dice La Bruyère sobre nuestra infelicidad, “vient de ne pouvoir être seuls”.

      Pero había algunos puntos de la superstición húngara que limitan en lo absurdo. Ellos, los húngaros, difieren esencialmente de sus autoridades orientales. Por ejemplo, “el alma”, dijo el primero —y tomo aquí las palabras de un agudo e inteligente parisino— “ne demeure qu’une seule fois dans un corps sensible: au reste - un cheval, un chien, un homme même, n ‘es que la resemblace peu tangible de ces animaux”.

      Hacía siglos que las familias de Berlifitzing y Metzengerstein se hallaban profundamente enemistadas. Nunca existieron dos casas tan ilustres distanciadas por un antagonismo tan mortal. El nacimiento de aquel odio parecía encontrarse en las palabras de un antiguo oráculo:

      “Un elevado nombre sufrirá una temible caída cuando, igual que un jinete sobre su caballo, la mortalidad de Metzengerstein triunfe sobre la inmortalidad de Berlifitzing”.

      Poco o nada significaban aquellas palabras. Pero existen cosas aun más insignificantes que han tenido —y tienen— consecuencias memorables. Al mismo tiempo, los poderíos de estas familias rivales eran contiguos y desde hacía mucho tiempo ambos ejercían una influencia opositora en los negocios gubernamentales. Muy pocas veces, los vecinos inmediatos son buenos amigos y, desde sus altos contrafuertes, los moradores del castillo de Berlifitzing podían observar los ventanales del palacio de Metzengerstein. La suntuosidad, más que ancestral de este último, era muy poco favorable para mitigar los quisquillosos sentimientos de los Berlifitzing, menos antiguos y menos poderosos.

      Entonces, ¿cómo despreciar que las simples palabras de una profecía pudieran inflamar y mantener activa la rivalidad entre dos familias ya predispuestas a pelearse por razones de una vanidad hereditaria?

      La profecía parecía sugerir —si es que sugería algo— el triunfo definitivo de la familia más poderosa, y aquellos que eran más débiles y menos influyentes la evocaban con una desagradable animosidad. Wilhelm, conde de Berlifitzing, era de ascendencia noble,

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