Cuentos completos. Эдгар Аллан По
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Cuento de Jerusalén
Intensos rigidam in frontem ascendere canos passus erat...
Lucano
Un grosero aburrido
—Vamos rápido hacia las murallas —dijo Abel-Phittim a Buzi-Ben-Levi y a Simeón el Fariseo, el día diez del mes de Taammuz del año tres mil novecientos cuarenta y uno del mundo—; vamos rápido hacia las murallas que están cerca de la puerta de Benjamín en la ciudad de David, que dominan el campamento de los no circuncisos, porque es la cuarta hora de la cuarta vigilia y el sol ha salido, y los idólatras, cumpliendo la promesa de Pompeyo, deben estar aguardando por nosotros con los corderos para el sacrificio. Simeón, Abel-Phittim y Buzi-Ben-Levi eran los Gizbarims o subrecaudadores de las ofrendas en la ciudad santa de Jerusalén.
—Tienes razón —respondió el fariseo—, vamos rápido; porque esta esplendidez es asombrosa en los gentiles, y la falta de constancia siempre ha sido un atributo de los devotos de Baal.
—Que son inconstantes y que son intrigantes es tan verdadero como el Pentateuco —dijo Buzi-Ben-Levi—, pero eso describe únicamente al pueblo de Adonai.
¿Se vio alguna vez que los amonitas lucharan en contra de sus propios intereses? Me parece que no son tan generosos al darnos corderos para el altar del Señor a cambio de treinta siclos de plata por cada uno.
—Pero te olvidas, Ben-Levi —respondió Abel-Phittim— que Pompeyo, que es el romano impío que acorrala ahora la ciudad del Altísimo, no está seguro de que usemos los corderos comprados para ofrendar el altar y de que los usemos, en cambio, para el sustento del cuerpo más que para sustento del espíritu.
—Pero ¡por los cinco pelos de mi barba! —exclamó el fariseo, que pertenecía a la hermandad de los Dashers (un pequeño grupo de santos cuya manera de magullarse y lacerar sus pies contra el suelo era desde tiempo atrás una espina y un reproche para los practicantes menos celosos, un inconveniente para los caminantes menos iluminados)—, ¡por los cinco pelos de mi barba que, como sacerdote, no puedo cortar!, ¿hemos subsistido para ver el día en que un fanático y sacrílego romano nos va a acusar de satisfacer los apetitos de la carne con las cosas más santas y ofrendadas? ¿Hemos subsistido para ver el día en que...?
—Dejemos de pensar en las razones del filisteo —interrumpió Abel-Phittim—, porque ahora, por primera vez, sacaremos provecho de su avaricia o de su generosidad, pero vayamos pronto hacia las murallas, no sea que nos falten las ofrendas para el altar, cuyo fuego no podrá extinguir jamás la lluvia del cielo, y cuyas columnas de humo no podrá derribar ninguna tempestad.
El lugar de la ciudad hacia el que se dirigían nuestros dignos gizbarims, y que llevaba el nombre de su arquitecto, el rey David, era tenido como el barrio mejor fortificado de Jerusalén; estaba ubicado sobre la pendiente y elevada colina de Sión. En ese lugar un foso ancho, profundo y circular, tallado en la roca sólida, era guarnecido por una muralla de gran fortaleza, levantada sobre su borde interior. Esta muralla estaba engalanada, a espacios regulares, por cuadradas torres de mármol blanco. La más baja medía sesenta codos y la más alta ciento veinte. Sin embargo, muy cerca de la puerta de Benjamín, la muralla se interrumpía al borde del foso y entre la base de la puerta y el nivel de la zanja, perpendicularmente, se alzaba una roca de doscientos cincuenta codos de altura, que formaba parte del inclinado monte Moriah. Por ello, cuando Simeón y sus compañeros alcanzaron la cima de la torre Adoni-Bezek —la más alta de todas las que circundan Jerusalén y lugar indicado para deliberar con el ejército agresor—, vieron abajo el campamento del enemigo desde una altura mayor, por muchos pies, a la Gran Pirámide de Guiza y, solo en pocos, al templo de Bel.
—Ciertamente, los no circuncisos son como la arena a la orilla del mar o como las langostas en el desierto —dijo el fariseo, mientras experimentaba vértigo al mirar hacia abajo—. El valle del Rey se ha convertido en el valle de Adommin.
—Y sin embargo —señalo Ben-Levi—, no te será posible señalarme un filisteo… no, ni uno solo, desde Aleph hasta Tau, desde el desierto hasta las murallas, que parezca ser más grande que la letra Jod.
—¡Bajen la cesta con los siclos de plata! —gritó entonces un soldado romano con una voz ruda y áspera que parecía brotar de las regiones de Plutón—. Bajen la cesta con esa moneda maldita que daña la boca de un noble romano cuando la enuncia. ¿Así le muestran su gratitud a nuestro supremo Pompeyo, quien, gentilmente, ha consentido en oír sus caprichos idólatras? El dios Febo, que sí es un verdadero dios, ha iniciado su marcha en el carro hace una hora, y ¿no tenían que estar sobre las murallas a la salida del sol? ¡Aedepol! ¿Piensan ustedes que nosotros, los conquistadores del mundo, no tenemos nada más que hacer que negociar en cada muralla con los perros de la tierra? ¡Bajen esa cesta! Se los repito, y fíjense bien que su oropel tenga el brillo y el peso exactos.
—¡El Elohim! —vociferó el fariseo, mientras los rudos acentos del centurión resonaban por el precipicio e iban a morir contra el templo—. ¡El Elohim! ¿A quién invoca el blasfemo? ¿Quién es ese dios Febo? Buzi-Ben-Levi, tú que eres conocedor de las leyes de los gentiles y que has permanecido entre los que se manchan con los Teraphims, ¿será Nergal de quién habla el idólatra, o de Ashimah, o de Nibhaz, o de Tartak, o de Adramalech, o de Anamalech, o de Succoth-benith, o de Dagón, o de Belial, o de Baal-Perith, o de Baal-Peor, o de Baal-Zebub?
—Ciertamente, no es ninguno de ellos, pero ve con cuidado y no dejes que la cuerda se deslice muy velozmente entre tus dedos, porque podría enredarse en aquella roca prominente que está allá abajo y, desafortunadamente, tirarías las cosas santas del templo.
Mediante un tosco mecanismo, la pesada cesta fue bajada cuidadosamente entre la multitud y desde el alto pináculo podía verse a los romanos agruparse alrededor de ella, pero debido a la gran altura y a la niebla dominante no se podían distinguir con claridad sus maniobras.
Había transcurrido media hora.
—Llegaremos tarde —dijo el fariseo, mirando hacia el abismo— llegaremos muy tarde. Seremos arrojados de nuestro empleo por los Katholim.
—No más —respondió Abel-Phittim—, nunca más volveremos a deleitarnos con la grasa de la tierra, nunca más perfumaremos nuestras barbas con incienso; nunca más el delicado lino del templo apretará nuestros riñones.
—¡Raca! —juró Ben-Levi—. ¡Raca! ¿Pretenden engañarnos con el dinero de la compra? ¡Oh, santo Moisés!, ¿están pesando los siclos del tabernáculo?
—¡Por fin hicieron la señal! —gritó el fariseo—. ¡Al fin hicieron la señal! ¡Abel-Phittim, tira fuerte! ¡Y tú, Buzi-Ben-Levi, ayuda también, ya que los filisteos aún retienen la cesta, o por el contrario, el Señor ha suavizado sus corazones y les ha hecho colocar en ella un cordero de buen peso!
Y los gizbarims tiraban de la cesta, mientras se balanceaba pesadamente entre la niebla que continuaba haciéndose más espesa.
—¡Maldición! —dijo después de una hora Ben-Levi, cuando observó confusamente un objeto en el extremo de la cuerda—. ¡Maldición! Es un carnero de los prados de Enjedí, tan arrugado como el Valle de Josafat.
—Es el primer nacido del rebaño —respondió Abel-Phittim—, lo sé por el balido y la inocencia de sus extremidades. Sus ojos son más hermosos que las joyas del pectoral y su carne es similar a la miel de Ebrón.
—Es un ternero engordado de los campos de Basham