Cuentos completos. Эдгар Аллан По
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Me he topado con el capitán cara a cara, en su propia cabina, pero, tal como esperaba, no me prestó la menor atención. Aunque para un observador casual no haya en su apariencia nada que puede diferenciarlo, en más o en menos, de un hombre común, a la sorpresa con que lo contemplé me infundió un sentimiento de irrefrenable reverencia y de respeto. Posee más o menos mi estatura, es decir un metro setenta y tres centímetros. Su cuerpo es sólido y bien proporcionado, ni robusto ni especialmente notable en ningún aspecto. Pero es la singularidad de la expresión que reina en su rostro... es la intensa, la maravillosa, la emocionada evidencia de una vejez tan absoluta, tan extrema, lo que provoca en mi espíritu una sensación... un sentimiento difícil de olvidar. Su frente, aunque poco arrugada, parece soportar la huella de una gran cantidad de años. Sus cabellos grises son una historia del pasado, y sus ojos, todavía más grises, son adivinanzas del futuro. El suelo de la cabina estaba cubierto de extraños pliegos de papel unidos entre sí por broches de hierro y de arruinados instrumentos científicos y desusadas cartas de navegación. Con la cabeza apoyada en las manos, el capitán observaba con mirada inquieta un papel que supuse sería una concesión y que, quizás, llevaba la firma de un monarca. Murmuraba para sí, igual que el primer tripulante a quien vi en la bodega, palabras incomprensibles de un idioma extranjero, y aunque se encontraba muy cerca de mí, su voz parecía llegar a mis oídos desde una milla de lejanía.
El barco y todo su contenido están impregnados por el espíritu de la vejez. Los tripulantes se deslizan de aquí para allá como fantasmas de siglos ya pasados; sus miradas reflejan inquietud y angustia, y cuando el extraño resplandor de las linternas de combate ilumina sus dedos, siento lo que no he sentido nunca, pese a haber comerciado toda mi vida en antigüedades y absorbido las sombras de columnas caídas en Baalbek, en Tadmor y en Persépolis, hasta que mi propia alma se convirtió en una ruina.
Al mirar a mi alrededor, me avergüenzan mis anteriores aprensiones. Si temblé ante la ráfaga que nos ha perseguido hasta ahora, ¿cómo no aterrorizarme ante un asalto de viento y mar para definir los cuales las palabras tornado y simún resultan ligeras y sin valor? Alrededor del navío reina la negrura de la noche eterna y un caos de agua sin espuma; pero cercanas a una legua a cada lado de nosotros alcanzan a verse, oscuramente y a intervalos, gigantescas murallas de hielo que se alzan hacia el cielo desierto y que se asemejan a las paredes del universo.
Como imaginaba, el barco sin equivocación alguna se encuentra en una corriente; si así se puede llamar con propiedad a una marea que aullando y chillando entre las blancas paredes de hielo se precipita hacia el sur con la velocidad con que cae una catarata.
Estoy seguro de que es totalmente imposible concebir el horror de mis sensaciones; sin embargo la curiosidad por penetrar en los misterios de estas regiones horribles predomina sobre mi desesperación y me reconciliará con la más odiosa apariencia de la muerte. Está claro que nos precipitamos hacia algún conocimiento apasionante, un secreto imposible de compartir, cuyo descubrimiento lleva en sí la aniquilación. Tal vez esta corriente nos lleve hacia el mismo Polo Sur. Debo confesar que una hipótesis en apariencia tan extraña tiene todas las probabilidades de ser cierta.
La tripulación recorre la cubierta con pasos angustiados y vacilantes; pero en sus semblantes la angustia de la esperanza supera a la apatía de la desesperación.
Mientras tanto, continuamos navegando con viento de popa y como llevamos todas las velas desplegadas, por algunos instantes el barco se eleva sobre el mar. ¡Oh, horror de horrores! Súbitamente el hielo se abre a derecha e izquierda y giramos con velocidad de vértigo en inmensos círculos concéntricos, rodeando una y otra vez los bordes de un gigantesco anfiteatro, el ápice de cuyas paredes se pierde en la oscuridad y la profundidad. ¡Pero me queda poco tiempo para meditar en mi destino! Los círculos se estrechan velozmente... nos precipitamos alocadamente en la vorágine... y entre el rugir, el aullar y el atronar del océano y de la tempestad el barco se resquebraja... ¡Oh, Dios!... ¡Se hunde...!
El que no tiene más que un momento para vivir no tiene nada que disimular.
Criatura marina similar a un calamar o pulpo gigante.
La Cita
Yo iré a encontrarte ¡Espérame allá!
En el valle profundo.
Henry King, obispo de Chichester,
Funerales en el fallecimiento de su esposa.
¡Caballero desdichado y enigmático, ardiendo en el fuego de tu propia juventud y deslumbrado por el resplandor de tu propia imaginación! ¡Nuevamente te observo con la imaginación! ¡Tu figura se eleva ante mí una vez más! No; no como tú eres en el frío valle de la sombra, sino como deberías ser, disfrutando de una existencia de maravillosa meditación en esa ciudad de sombrías visiones, tú, Venecia, Elíseo adorado de las estrellas, allí donde los anchos ventanales de los castillos paladianos descubren los secretos de sus aguas silenciosas en hondas y amargas miradas. ¡Sí! lo digo otra vez, como tú deberías ser. Seguramente hay otros mundos diferentes de este; otras especulaciones que las especulaciones de los sofistas y otros pensamientos que los pensamientos de la muchedumbre. Entonces, ¿quién podría poner obstáculo a tu comportamiento? ¿Quién podrá criticarte por tus horas soñadoras o denunciar aquellas ocupaciones tuyas como una pérdida de tiempo totalmente inútil, que no eran sino desbordamientos de tu energía inagotable?
Bajo el arco cubierto del Ponte di Sospiri, en Venecia, fue donde me encontré por tercera o cuarta ocasión con la persona de quien estoy hablando. Solamente recuerdo muy confusamente las circunstancias de ese encuentro. No obstante, recuerdo (¡ah! ¿pero cómo lo podría olvidar?) el Puente de los Suspiros, la profunda medianoche, la belleza femenina y el ensueño romántico que daba la impresión de que se cernía sobre el angosto canal.
Era una noche de extraña oscuridad. Habían dado las cinco de la madrugada italiana en el enorme reloj de la Piazza. La plaza del Campanile estaba solitaria y silenciosa y las luces del antiguo Palacio Ducal se iban desvaneciendo velozmente. Volvía a mi casa desde la Piazetta, por el inmenso canal. Sin embargo, cuando mi góndola llegó a la desembocadura del canal de San Marcos, en el profundo silencio nocturno, una voz femenina estalló de repente con un grito histérico, salvaje y prolongado. Me puse de pie, sobresaltado por ese sonido, al tiempo que el gondolero dejaba su único remo, que se perdió en las aguas oscuras sin ninguna posibilidad de recuperarlo, quedando, por tanto, abandonados al recorrido de la corriente que va al canal pequeño desde el más grande. Nuestra embarcación iba derivando hacia el Puente de los Suspiros, como un enorme cóndor de plumas negras, cuando un millar de antorchas que flotaban en las ventanas y bajaban la escalinata del Palacio Ducal, transformaron repentinamente en un día pálido y sobrenatural toda aquella honda oscuridad.
Deslizándose de los brazos de su propia madre, un niño había caído desde una ventana superior de la elevada estructura al fondo del hondo y oscuro canal. Las serenas aguas se habían cerrado apaciblemente sobre su víctima; y pese a que mi góndola era la única barca a la vista, muchos decididos nadadores se habían lanzado a la corriente y buscaban inútilmente sobre la superficie el tesoro que solamente se podía encontrar, ¡ay!, solamente se podía encontrar en el abismo. A la entrada del palacio,