Cuentos completos. Эдгар Аллан По

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Cuentos completos - Эдгар Аллан По Colección Oro

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No obstante, el sentimiento del deber me devolvió, por último, el control de mí mismo. No ponía poner en duda ya por más tiempo de que habíamos realizado preparativos fúnebres prematuros, ya que Róvena vivía aun. Era menester realizar desde luego algún intento; pero la torre se encontraba separada por completo del ala de la abadía morada por la servidumbre, no tenía cerca ningún criado al que pudiera acudir ni tenía yo manera de pedir ayuda, sin tener que abandonar la estancia durante varios minutos, a lo cual no podía atreverme. Batallé, pues, solo, esforzándome por reanimar aquel espíritu aun en suspenso. A la postre, en un corto lapso de tiempo, tuvo una recaída evidente; se desvaneció el color de los párpados y de las mejillas, dejando una lividez más que marmórea, los labios se ciñeron con doble fuerza y se encogieron con la expresión lívida de la muerte, una frialdad y una viscosidad asquerosa arroparon en seguida la superficie de su cuerpo, y la acostumbrada rigidez cadavérica sobrevino al punto. Me dejé caer, tembloroso, encima del diván del que había sido arrancado tan súbitamente y me dejé llevar de nuevo, a mis apasionadas visiones de Ligeia.

      Así pasó una hora, cuando (¿sería posible?) noté por segunda vez un ruido vago que provenía de la parte del lecho. Percibí, en el colmo del horror, que el ruido que se reprodujo era un suspiro. Dirigiéndome hacia el cadáver, vi —miré con toda claridad— un temblor sobre sus labios. Un minuto después se abrieron, mostrando una brillante fila de dientes blanquecinos. El asombro luchó entonces en mi pecho con el profundo horror que hasta ahora lo había controlado. Sentí cómo mi vista se volvía oscura, que mi razón se perdía, y gracias únicamente a un violento esfuerzo, retomé al fin vigor para cumplir la tarea que el deber volvía a ordenarme. Tenía ahora un color cálido en la frente, sobre las mejillas y sobre la garganta, un calor notable recorría todo el cuerpo e incluso el corazón poseía un suave latido. Mi mujer vivía. Con un ardor reforzado, me dispuse a la tarea de resucitarla. Froté y percutí las sienes y las manos, y empleé todos los procedimientos que me recomendaron la experiencia y cuantiosas lecturas médicas. Pero fue inútil. De repente el color se desvaneció, pararon los latidos, los labios volvieron a retomar la expresión de la muerte, y un instante más tarde, el cuerpo en su totalidad, recobró su frialdad de hielo, aquel tono lívido, su densa rigidez, su contorno hundido, y todas las temibles peculiaridades de lo que ha permanecido por varios días en el sepulcro.

      Y me sumergí nuevamente en las visiones de Ligeia, y otra vez (¿cómo sorprenderse de que me conmueva mientras escribo?), otra vez arribó a mis oídos un sollozo asfixiado desde el lecho de ébano. Pero (¿para qué detallar meticulosamente los horrores inexplicables de aquella noche? ¿Para qué ponerme a relatar ahora cómo, una vez tras otra vez, casi hasta que despuntó el alba, el horripilante drama de la resurrección se volvía a repetir? ¿Cómo cada espeluznante recaída se convertía tan solo en una muerte más rígida y más inconcebible, cómo cada zozobra tomaba la forma de una batalla contra un enemigo invisible, y cómo ahora cada batalla era seguida por no sé qué rara alteración en la apariencia del cadáver? Me apresuraré a concluir.

      La mayor parte de la espeluznante noche había pasado, y aquella que estaba muerta se movió de nuevo, al presente con más fuerza que nunca, aunque despertándose de una ruptura más horrible y totalmente más irremediable que ninguna. Yo, desde hacía largo rato, había interrumpido la batalla y el movimiento, y me mantenía sentado rígido sobre el diván, presa indefensa de un torbellino de violentos sentimientos, de los cuales el menos escalofriante, quizá el menos aniquilante, constituía un supremo pánico. El cadáver, explico, se movía, y al presente con más energía que antes. Los colores de la vida se esparcían con un inusitado vigor por la cara y se distendían sus miembros, y si no fuera porque los párpados continuaban cerrados fuertemente, y las vendas y los tapices seguían dando a la figura su carácter sepulcral, yo habría soñado que Róvena se liberaba por completo de las fauces de la Muerte. Pero si no había admitido esa idea por completo, ya no pude dudar por más tiempo cuando se levantó del lecho, tambaleándose con débiles pasos de la misma manera que una persona atontada por el sueño. Aquella figura que estaba amortajada anduvo temeraria y palpablemente hasta el centro de la estancia.

      No temblé, ni hice movimiento alguno, pues una multitud de fantasías indescriptibles, relacionadas con el aire, la estatura, el comportamiento de la figura, se abalanzaron velozmente en mi cerebro, me inmovilizaron y me petrificaron. No me movía, sino que observaba fijamente esa aparición. Había en mis pensamientos una loca turbación, un tumulto que no era mitigable, ¿podía de verdad ser la Róvena viva quien se encontraba frente a mí? ¿Podía de verdad ser Róvena en absoluto, la de los rubios cabellos y azules ojos, Lady Róvena Trevanion de Tremaine? ¿Por qué, por qué lo ponía yo en duda? El vendaje oprimía bastante la boca, pero ¿entonces podía no ser esa la boca que respira de Lady de Tremaine? Y las mejillas eran sus rosadas mejillas como en el furor de su vida. Sí, aquellas eran de verdad las lindas mejillas de Lady de Tremaine, viva. Y la barbilla, con sus hoyuelos saludables, ¿podían no ser los suyos? Pero ¿había crecido ella desde su padecimiento? ¿Qué indescriptible demencia se adueñó de mí ante esta idea? ¡De un solo brinco estuve a sus pies! Eludiendo mi contacto, zarandeó ella su cabeza, desapretó la tiesa mortaja en la que estaba enrollada, y entonces se derramó por el agitado aire de la estancia una masa enorme de extensos y despeinados cabellos que ¡eran mucho más negros que las alas del cuervo de medianoche! Y entonces, la figura que se elevaba frente a mí, abrió lentamente los ojos.

      —¡Por fin puedo mirarlos! —grité en voz alta—. ¿Cómo podía yo estar equivocado? ¡Estos son los grandes, los negros, los fervorosos ojos de mi infortunado amor, de Lady, de Lady Ligeia!

      Cómo escribir un artículo

      al estilo del Blackwood

      En nombre del Profeta..., ¡higos!

      Pregón de los vendedores turcos de higos

      Estoy asumiendo que todo el mundo ha oído hablar de mí. Soy la Señora Psyche Zenobia. Que no quede la menor duda. Los únicos capaces de llamarme Suky Snobbs son mis enemigos. He escuchado decir que Suky es una vulgar reducción de Psyche, palabra proveniente del más exquisito griego, que significa “el alma”, y yo, yo soy toda alma, y a veces “mariposa” también, porque esta última alude sin dudas a mi figura cuando luzco mi vestido nuevo de seda escarlata, con mantelet azul celeste, guarnición de agraffas color verde y los siete volantes de aurículas color naranja. En cuanto a Snobbs, cualquier persona que pose sus ojos en mí se dará cuenta de inmediato, de que no puedo llamarme Snobbs. La señorita Tabitha Nabo difundió esa información por pura envidia. ¡Nadie menos que Tabitha Nabo! ¡La vil intrigante! ¿Pero qué podría esperarse de un nabo? Me pregunto si escuchó alguna vez ese viejo proverbio acerca de “la sangre que sale de un nabo…”, etc. (Memorándum: Recordárselo en la primera oportunidad.) (Otro memorándum: Jalarle la nariz.) ¿Dónde quedé? ¡Sí, claro! Me han asegurado que Snobbs es una deformación de Zenobia y que Zenobia era una reina. Como yo, pues. (El Dr. Moneypenny siempre me llama la reina de corazones). También me han jurado, que tanto Zenobia como Psyche proceden del mejor griego, y que tengo derecho a usar el patronímico porque mi padre era “un griego”, o sea, Zenobia y no Snobbs. Nadie que no sea Tabitha Nabo me dice Suky Snobbs. Yo soy la Señora Psyche Zenobia.

      Como ya he mencionado, todo el mundo ha escuchado hablar de mí. Soy la misma Señora Psyche Zenobia, tan merecidamente alabada como secretaria perteneciente a la “Philadelphia, Regular, Exchange, Tea, Total, Young, Belles, Lettres, Universal, Experimental, Bibliographical, Association, To, Civilize, Humanity”. El doctor Moneypenny es el creador de este apelativo, y dice que lo escogió porque le sonaba a algo grande como una barrica vacía de ron. (Este hombre es vulgar en ocasiones, pero es siempre profundo.) Aparte, todos nosotros sumamos las iniciales de la sociedad a nuestros nombres, del mismo modo que lo hacen los miembros de la R. S. A., Royal Society of Arts, o la S. D. U. K., Society for the Diffusion of Useful Knowledge, etc. El doctor Moneypenny señala de esta última que la S. significa “soso”, y que D. U. K. se pronuncia como duck, pato —lo cual no es verdad—, por lo que, S. D. U. K. quiere decir “el pato soso”

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