Cuentos completos. Эдгар Аллан По

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Cuentos completos - Эдгар Аллан По Colección Oro

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de manifestar.

      A una hora avanzada de la noche en que ella falleció, me convocó urgentemente a su lado, y me hizo enunciar algunos versos compuestos por ella pocos días antes. Me sometí. Son los siguientes:

      ¡Mira! ¡Esta es noche de gala

      después de los últimos años tristes!

      Una turba de ángeles alados, ornados

      de velos, e inundados en lágrimas,

      se sientan en un teatro, para mirar

      un drama de temores y esperanzas,

      mientras la orquesta exhala, a ratos,

      la melodía de los astros.

      Mimos, a semejanza del Altísimo,

      mascullan y gruñen quedamente,

      sobrevolando de un lado para otro;

      simples muñecos que van y vienen

      a petición de grandes seres informes

      que llevan la escena aquí y allá,

      ¡sacudiendo con sus alas de cóndor

      el dolor intangible!

      ¡Qué extravagante drama! ¡Oh, sin duda,

      nunca será olvidado!

      Con su espectro, sin cesar hostigado,

      por una muchedumbre que apresarle no puede,

      en un círculo que rueda eternamente

      sobre sí propio y en el mismo sitio;

      ¡excesiva locura, más pecado aun

      y el horror, son alma de la trama!

      Pero mira: ¡de entre la chusma mímica

      una silueta rastrera se entremete!

      ¡Una cosa roja de sangre que llega revolcándose

      de la soledad escénica!

      ¡Se revuelca y revuelca! con jadeos mortales

      los mimos son ahora su pasto,

      los serafines lloran mirando los dientes del gusano

      pulular sangre humana.

      ¡Fuera, fuera todas las luces!

      Y sobre cada forma trémula,

      el telón cual manto fúnebre,

      desciende con tempestuoso ímpetu...

      Los ángeles, pálidos todos, lívidos,

      se alzan, se descubren, afirman

      que la obra es la tragedia Hombre,

      y su héroe, el gusano vencedor.

      —¡Oh Dios mío! —casi gritó Ligeia, elevándose de puntillas y estirando sus brazos hacia lo alto con un movimiento espasmódico, cuando terminé de declamar estos versos—. ¡Oh Dios mío! ¡Oh Padre Divino! ¿Acontecerán estas cosas irremisiblemente? ¿No será nunca derrotado ese conquistador? ¿NO somos nosotros una parte y una fracción de Ti? ¿Quién conoce los misterios de la voluntad y su vigor? El hombre no se rinde a los ángeles ni por entero a la muerte, salvo únicamente por la flaqueza de su débil voluntad.

      Y entonces, como exhausta por la agitación, dejó caer sus blanquecinos brazos con resignación, y retornó de manera solemne a su lecho de muerte. Y cuando exhalaba sus últimos suspiros se unió a ellos, desde sus labios, un susurro confuso. Afiné el oído y discerní de nuevo las terminantes palabras del fragmento de Glanvill: “El hombre no se rinde a los ángeles ni por entero a la muerte, salvo únicamente por la flaqueza de su débil voluntad”.

      Ella falleció, y yo, despedazado por el dolor, no pude soportar más tiempo la solitaria melancolía de mi hogar en aquella sombría y arruinada ciudad junto al Rin. No me faltaba eso que el mundo llama riqueza. Ligeia me había contribuido más; mucho más de lo que compete normalmente a la suerte de los mortales. Por eso, después de unos meses perdidos en deambular sin objetivo, obtuve y me recluí en una especie de retiro, una abadía cuyo nombre no mencionaré, en una de las áreas más selváticas y menos recurridas de la bella Inglaterra.

      La lóbrega y triste inmensidad del edificio, el aspecto casi salvaje de la propiedad, los melancólicos y nobles recuerdos que con ella se vinculaban, estaban, a decir verdad, a la par con el sentimiento de total abandono que me había exiliado a aquella remota y solitaria región del país. No obstante, aunque dejando a la parte externa de la abadía su carácter arcaico y la verdeante vetustez que forraba sus muros, me destiné con una perversidad pueril, y quizá con la frágil esperanza de mitigar mis penas, a abrir por dentro magnificencias más que regias. Desde la infancia yo tenía una gran predilección por tales locuras y ahora regresaban a mí como en una senilidad del dolor. (Ay, siento que se hubiera podido develar un comienzo de locura en aquellos lujosos y fantásticos cortinajes, en aquellas ceremoniosas esculturas egipcias, en aquellas cornisas y muebles peculiares, en los ¡extravagantes modelos de aquellos tapices granjeados de oro! Me había transformado en un esclavo obligado de los lazos del opio y todos mis trabajos y mis proyectos habían adquirido el color de mis sueños. Pero no me demoraré en puntualizar aquellos absurdos. Proferiré solo sobre aquella estancia maldita para siempre, donde en un momento de perturbación mental llevé al altar y tomé por esposa —como sucesora de la memorable Ligeia— a Lady Róvena Trevanion de Tremaine, de cabellos rubios y azules ojos.

      No hay una sola fracción de la arquitectura y del escenario de aquella estancia nupcial que no se muestre ahora visible ante mí. ¿Dónde tenía la cabeza la soberbia familia de la prometida para dejar, impulsada por la sed de oro, a una joven tan adorada que atravesara el umbral de una estancia adornada así? Ya he mencionado que recuerdo meticulosamente los detalles de aquella estancia, aunque no recuerde tantas otras cosas de aquel raro periodo, y el caso es que no había, en aquella fantástica suntuosidad, sistema que pudiera servirse de la memoria. La habitación estaba ubicada en una grande torre de aquella abadía, erigida como un castillo, era de forma pentagonal y muy amplia. Todo el lado sur del pentágono estaba adornado por una sola ventana —una grandiosa superficie fabricada como una luna entera de Venecia de un tono opaco—, de modo que el resplandor del sol o de la luna que la traspasaban, despidieran sobre los objetos interiores una luz lúgubre. Arriba de aquella gran ventana se extendía el enrejado de una vieja parra que trepaba por los muros macizos de la torre. El techo, de roble de oscura apariencia, era desmedidamente alto, abovedado y curiosamente tallado con las más extrañas y grotescas exhibiciones de un estilo semigótico y semidruídico. En la parte central más apartada de aquella melancólica bóveda pendía, a modo de lámpara de oro de una sola cadena con vastos anillos, un inmenso incensario del mismo metal, de estilo árabe y con muchos caprichosos bordados, a través de los cuales fluían y se retorcían con la vitalidad de una víbora, una cadena continua de luces policromas.

      Unos divanes y algunos candeleros dorados de estilo oriental, se encontraban diseminados alrededor, y estaba además el lecho —el lecho nupcial— de estilo indio, bajo y tallado en recio ébano, coronado por un dosel parecido a un manto fúnebre.

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