Cuentos completos. Эдгар Аллан По
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Durante el tiempo de su estancia en G...n, siempre daba la impresión de que el espíritu del dolce far niente subsistía como un íncubo sobre la universidad. No se hacía otra cosa que dedicarse a la comida, la bebida y a la juerga. Los apartamentos de los estudiantes se habían convertido en igual número de bares y ninguno de ellos eran tan célebres ni tan frecuentados como el del barón. Allí nuestros jolgorios fueron muchos, muy escandalosos y muy prolongados, además, colmados de incidentes.
En una ocasión, habíamos prolongado la reunión casi hasta el amanecer, y se había bebido una exagerada cantidad de alcohol. Los asistentes eran siete u ocho, además del barón y yo, y la mayoría eran jóvenes de fortuna y aristócratas, orgullosos de su estirpe e inclinados hacia un desmedido sentido de la dignidad. Todos ellos manifestaban las ideas más ultragermánicas acerca del duelo. Estas ideas románticas habían tomado un nuevo impulso con algunas publicaciones aparecidas recientemente en París, igualmente, por tres o cuatro episodios con fatales resultado que habían sucedido en G...n. Por esta razón, durante casi toda la noche, la conversación se centró, desenfrenadamente, en el fascinante tema del momento. El barón, que había permanecido particularmente silencioso y abstraído durante la primera parte de la velada, finalmente despertó de su inercia, participó en la conversación y se explayó sobre los beneficios —y particularmente en las bellezas— del código de etiqueta del duelo caballeresco con tal fervor y elocuencia, y con un arrebato tan grande, que provocó el más caluroso entusiasmo en sus oyentes y hasta en mí mismo, que estaba al tanto de que en realidad él ridiculizaba aquellas cosas que en ese momento defendía, y también de todo el desprecio que él sentía por toda la fanfaronade que el duelo merece.
Observando alrededor, en una de las interrupciones del discurso del barón (sobre el cual el lector podrá hacerse una ligera idea si digo que se asemejaba al estilo fervoroso, fastidioso y sin embargo musical de la alocución monástica de Coleridge), pude ver en el rostro de uno de los presentes señales de algo más que un estricto interés general. Este caballero, a quien llamaré Hermann, era curioso en todo sentido, salvo tal vez en el hecho de que era un verdadero tonto. No obstante, en un determinado grupo de la universidad se había formado la fama de ser un agudo pensador metafísico, y de poseer, creo, alguna capacidad para la lógica. Igualmente, había ganado un gran renombre como duelista, incluso en G…n. No logro recordar con exactitud el número de víctimas que murieron en sus manos, pero eran muchas. Era, sin lugar a dudas, un hombre valiente. Pero su mayor orgullo se fundaba en su profundo conocimiento de la etiqueta del duelo y en su pulcritud de su sentido del honor. Estas consideraciones constituyeron una tendencia en él que mantuvo hasta la muerte. Al barón —que siempre estaba a la caza de lo caricaturesco— esas creencias ya le habían dado motivo para sus bromas desde hacía tiempo. Yo no lo sabía. Pero en este caso, particularmente, pude darme cuenta de que mi amigo estaba tramando algo y que el destinatario era Hermann.
A medida que el barón avanzaba con su discurso —mejor cabe decir, con su monólogo—, observé que la emoción de Hermann iba creciendo. Al final, este tomó la palabra, refutó un punto sobre el cual Ritzner insistía y explicó detalladamente sus razones. El barón también le respondió con todo detalle, manteniendo su tono de desmedido entusiasmo y finalizando con un sarcasmo y una ironía que a mi parecer fueron de muy mal gusto. La inclinación de Hermann salió a la luz con toda su fuerza, cosa que pude observar en el estudiado caos que le dio por respuesta. Recuerdo con claridad sus últimas palabras:
—Permítame decirle, barón Von Jung, que sus juicios, si bien en términos generales son ciertos, en muchos aspectos son un descrédito para usted y para la universidad de la que forma parte. Algunos aspectos ni siquiera valen una discusión seria. Incluso, me atrevería a señalar que, si no fuera porque no deseo ofenderlo (aquí sonrió con amabilidad), haría notar que sus opiniones no son las que caben esperarse de un caballero.
Cuando Hermann terminó esta oscura frase, todas las miradas se posaron en el barón. Inicialmente, se puso muy pálido y después muy sonrojado. Luego, dejó caer su pañuelo y cuando se agachó para tomarlo pude ver en su rostro una expresión que ninguno de los allí presentes alcanzó a observar. Era un rostro resplandeciente, con el gesto burlón que formaba su natural carácter, pero que nunca lo había visto mostrarlo salvo cuando estábamos solos y él se permitía ser él mismo. Al instante se levantó y se enfrentó a Hermann. Yo nunca había visto un cambio de expresión, tan absoluto, en tan corto tiempo. Por un instante hasta llegué a pensar que me había equivocado y que el barón actuaba en serio. Daba la sensación de que se estaba conteniendo, y su cara se había puesto de un blanco sepulcral. Permaneció un instante en silencio, al parecer tratando de contener su emoción. Cuando por fin lo logró, tomó una botella que estaba cerca, la sujetó con fuerza y dijo:
—El lenguaje que usted creyó conveniente usar para dirigirse a mí, Mynheer Hermann, es cuestionable en muchos aspectos, y no tengo tiempo ni ganas de aclararlos en detalle. No obstante, señalar que mis juicios no son los que pueden esperarse de un caballero es tan agraviante, que solo me deja espacio para una sola línea de actuación. Igualmente, debo ser gentil con estas personas y con usted, ya que son mis invitados. Tendrá que disculparme si me aparto un poco de lo que es el comportamiento habitual de los caballeros en casos parecidos de ofensa personal. Le pido excusas por el parco esfuerzo de imaginación que le asignaré, le pido que por un segundo considere su reflejo en aquel espejo como si fuera usted mismo en persona. Cuando lo haya hecho, no existirá el menor problema. Lanzaré esta botella de vino a la imagen del espejo, y así, en espíritu, haré lo que debería hacer frente a su insulto, aunque no sea al pie de la letra, evitando de esta forma practicar la violencia contra usted.
Dicho esto, lanzó la botella llena de vino contra el espejo que estaba frente a Hermann. Golpeó con extrema precisión la zona que reflejaba su imagen, y como era de esperar, el cristal se hizo añicos. Todos los allí presentes se levantaron y se marcharon, a excepción mía y del barón. En el momento en que este se retiraba, Ritzner me pidió en voz muy baja que acompañara a Hermann y que le ofreciera mis servicios. Acepté, sin tener muy claro qué pensar de tan grotesco asunto.
El duelista aceptó mi ayuda en su estilo rígido y ultra rebuscado y, agarrando mi brazo, me llevó a su habitación. Se me hizo difícil no reírme en su cara cuando empezó a comentar, con total seriedad, lo que refirió como el carácter “exquisitamente distintivo” de la ofensa recibida. Después de una fastidiosa perorata en su acostumbrado estilo, bajó de la biblioteca una cantidad de libros mohosos sobre el tema del duelo, y estuvo largo rato leyéndome párrafos de su contenido y explicándolos con mucha certeza. Recuerdo el título de algunas de los tomos: la Ordenanza de Felipe el Hermoso sobre el combate personal, el Teatro del honor, de Favyn, y La autorización para los duelos, un tratado escrito por Andiguier. También me mostró con un gran alarde las Memorias de duelos, de Brantome, publicadas con letra de tipo Elzevir, en Colonia en 1666. Era un libro único y valioso, impreso en papel de pergamino, con gruesos márgenes y encuadernado por Deróme. Luego, con un aire de incomprensible astucia, me hizo centrar mi atención en un grueso volumen en octavo, redactado en latín bárbaro por un tal Hedelin, un francés, que tenía el extraño título de Duelli Lex Scripta, et non aliterque. De ese volumen me leyó uno de los capítulos más inusuales respecto a las Injuria per applicationem, per constructionem, et per se, que según me señaló, buena parte de su contenido aplicaba formalmente a su caso “exquisitamente distintivo”, aunque confieso que no llegué a entender ni una sola palabra de todo aquello.
Cuando terminó de leer el capítulo, cerró el libro y me preguntó qué pensaba yo que debía hacerse. Le contesté que confiaba absolutamente en la gran sutileza de sus sentimientos, y que estaría de acuerdo con lo que él propusiera. Mi respuesta lo hizo sentir halagado, y comenzó a escribir una nota para el barón. La cual decía: