Los años bajo fuego. Dietrich Angerstein
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Ya la subida en la estación de Halle fue un espectáculo. Al vernos ingresar al vagón de segunda clase, unos dignos señores de traje oscuro nos gritaron al unísono: “¡Aquí es la segunda clase!”. Sin dudarlo, Konrad les respondió: “Entonces estamos bien”. Enojados, los viajeros llamaron al conductor, quien vino corriendo a ver qué pasaba. Le exigieron efectuar un control de los pasajes y cuando el funcionario examinó nuestros tickets verdes –los de tercera eran de color café– y sentenció: “Los señores tienen segunda clase”.
A continuación nos ayudó a subir la pesada caja con la cocinilla y, durante el resto del viaje, tuvimos que escuchar los comentarios de los caballeros aún enrabiados por nuestra presencia. Exclamaban cosas como “¡educación absolutamente equivocada!”, “¿dónde vamos a llegar si la juventud está recibiendo este tipo de educación?”, o “nuevos ricos que tiran la plata a manos llenas”, pero a nosotros no nos importaba. Habíamos pagado los pasajes con dinero honestamente ahorrado y nada nos iba a arruinar tan soñada experiencia. Al llegar a Könnern, antes de bajarnos para cambiar de tren, dimos media vuelta y nos despedirnos educadamente de los caballeros: “¡Auf Wiedersehen!”.
De vuelta en Merseburg, la rutina normal de los tiempos de guerra seguía su curso. De vez en cuando, por las noches sonaban las sirenas de la alarma antiaérea y entonces nos levantábamos para, aún medio dormidos, caminar a oscuras hacia el subterráneo. “Kommt schnell, schnell, schnell...”, nos apuraba nuestra madre. No sentíamos miedo, porque sabíamos que los bombardeos se encontraban aún muy lejos y que la alerta era más bien un protocolo preventivo. Nos quedábamos en el subterráneo hasta que la alarma sonara de nuevo, indicando que podíamos volver a subir. Nuestra madre le escribía a nuestro padre quejándose de que, producto de estos episodios, los niños no estábamos teniendo el descanso necesario. “¿No pueden ustedes hacer algo al respecto?”, le preguntaba. Tal vez creía que se podía llegar a algún acuerdo con los enemigos, para que todos tuviéramos nuestras merecidas ocho horas de sueño.
Nuestro padre, por su lado, nos contaba en sus cartas sobre sus visitas a antiguos sitios arqueológicos por los que pasaba, dejando entrever su afición por la cultura clásica griega. De niño había sido educado en un internado donde el latín y el griego antiguo eran parte predominante de la enseñanza. Este interés, por lo tanto, le afloraba naturalmente.
Las vacaciones de verano de 1941 se acercaban con rapidez y en nuestro hogar comenzaba la acostumbrada discusión acerca de qué destino era el más indicado. Se dio la casualidad de que, en la casa de nuestros vecinos, los Müller, se habían instalado dos hombres jóvenes que venían de Baviera y hablaban el dialecto bávaro. Nosotros los mirábamos con curiosidad, tratando de descifrar ese extraño lenguaje que jamás habíamos escuchado. Claro que también hablaban alemán común y corriente y así nos comunicábamos. Provenían de Lechbruck, una pequeña aldea en Baviera, desde donde habían llegado como aprendices a una de las fábricas químicas cercanas a Merseburg.
Uno de ellos contó que en la casa de sus padres en Lech-bruck solían recibir huéspedes para las vacaciones. Era una especie de pensión, pero muy pequeña. Nuestra madre resolvió contactarlos por carta, pero la respuesta desde Lechbruck no llegó tan fácil. En ese tiempo, el NSDAP8 debía autorizar el arriendo de piezas a huéspedes, ya que a los trabajadores de la industria armamentista se les daba la preferencia para su descanso. Esto hacía que el trámite de reservar resultara lento y engorroso. Mientras tanto escribimos a Creta para que nuestro padre, en su cargo de capitán de la Luftwaffe y comandante de una base aérea en ese lugar, enviara una sentida carta a las autoridades de Lechbruck haciendo referencia a su “lucha por el destino y supervivencia de Alemania” y a una “permanente entrada en acción en el frente”, entre otras cosas. La idea era que ni el más estricto dirigente del partido pudiera resistirse a su solicitud de reserva. Nuestras vacaciones en Lechbruck estaban aseguradas.
Iba a ser mi primer viaje en tren nocturno, lo que significaba toda una experiencia para un fanático como yo. Mi madre había decidido que lo mejor era iniciar el recorrido desde la estación de Halle, porque en su opinión la parada de dos minutos que el tren expreso hacía en Merseburg no era suficiente para abordar sin riesgo de que alguno se quedara abajo o dejáramos olvidada una maleta en el andén. En Halle, en cambio, la detención era más prolongada.
El día del viaje, nuestra madre nos metió a mis hermanos y a mí en la cama después de almuerzo con la instrucción precisa de que nos durmiéramos de inmediato, ya que de lo contrario no íbamos a poder estar despiertos por la noche, cuando llegara la hora de viajar. Como era de suponer, nos fue imposible conciliar el sueño y ahí estábamos, acostados de día tratando de mantener los ojos cerrados, mientras escuchábamos a nuestros vecinos jugando en la calle y a mi mamá haciendo las maletas y empacando unos sándwiches para el trayecto. Por fin, en la tarde, tomamos el tranvía interurbano a Halle, luego caminamos un corto trecho a pie desde Riebeckplatz a la estación principal y al fin nos encontramos en la gran nave cubierta que era la estación de la ciudad. Me retumbaba el pecho de la emoción.
Nuestro tren venía de Berlín, de la estación Anhalter. Lo abordamos y de inmediato encontramos un compartimiento vacío en tercera clase, donde nos pudimos instalar cómodamente. Éramos cinco personas, incluida por supuesto nuestra nana Elfriede –se llamaba igual que mi mamá –, quien nos cuidaba y manejaba la cocina en la casa, tanto que ni mi padre podía meterse a curiosear sin su permiso. Como el espacio era reducido, metimos el equipaje como pudimos. Un policía en el andén nos tocó la ventana y advirtió que debíamos cerrar las cortinas y afirmarlas en los costados, porque de noche el tren debía moverse en absoluta oscuridad debido a las regulaciones por la guerra.
Luego de los avisos de costumbre, se oyó el silbato del jefe de andén y nuestro tren comenzó a moverse en dirección al sur. Nos estiramos un poco para acomodarnos en las bancas de madera y por fin pudimos dormir. La puerta del compartimiento permaneció cerrada y nadie nos molestó durante todo el trayecto.
Una corta parada en Nürnberg nos trajo la primera luz del día. Yo me asomé por entre las cortinas para mirar y en la vía, justo frente a nuestra ventana, avisté una locomotora eléctrica nueva, recién salida de la fábrica: era un modelo E-18 que yo hasta ese momento sólo había visto en fotografías de libros, aunque me sabía cada una de sus características. ¡Llegué a brincar en mi asiento de la emoción!
Al llegar a München, debíamos cambiarnos de tren. Tuvimos que bajarnos corriendo, con maletas y todo, porque el que nos llevaba a Kempten ya estaba esperando en el andén. Nos fuimos apretujados en un vagón hasta Kaufbeuren, donde debíamos tomar un trencito del ramal a Lechbruck. Al hacer el cambio, mi hermano Konrad dejó caer en la vía un pesado libro de historia que llevaba como lectura para las vacaciones, el Suchenwirth. Ante su cara de espanto, un empleado ferroviario tuvo que saltar entre los rieles para rescatárselo. Después de eso, se lo puso bajo el brazo y no lo soltó más.
Era la última parte del largo trayecto. Íbamos cansados, trasnochados y lo único que queríamos era llegar a destino para empezar nuestras ansiadas vacaciones. Sin embargo, igual tuvimos que armarnos de paciencia, porque la última parte la hacíamos en el típico tren lechero, que hacía largas paradas en todas las estaciones para cargar y descargar los enormes contenedores de latón en los que se transportaba.
Por fin, pasadas las once de la mañana, llegamos