Los años bajo fuego. Dietrich Angerstein

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Los años bajo fuego - Dietrich Angerstein

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si llegaba a ser necesario, tomaríamos también las armas y saldríamos a ganar.

      El nombre de aquel joven teniente que habíamos visto el primer día de la guerra bajar de su tanque y correr a toda velocidad a saludar a sus padres –nuestros vecinos Meier– tampoco tardó en aparecer en el periódico local bajo un titular del tipo “Encontró la muerte de los héroes en el frente este por el Führer…”. Su muerte no impidió que su madre siguiera comprometida, con gran fanatismo, con las ideas y los objetivos de su intensamente amado Führer. De igual forma, un hermano de nuestra nana que había trabajado como aprendiz en el taller automotriz Broemme, y por lo mismo fue reclutado para los Panzer11 , nunca volvió de Rusia.

      El taller y bomba de bencina Broemme era una estación de servicio techada que vendía bencina Leuna en dos bombas de uso manual, que era lo acostumbrado. Al mover la bomba se llenaba un envase de vidrio de cinco o diez litros y luego el contenido pasaba por una manguera al estanque del auto. Para que esto ocurriera, debía accionarse un interruptor manual y si se quería cargar una cantidad mayor, se llenaba el envase de vidrio varias veces. Antes y durante la guerra, un litro de bencina costaba alrededor de sesenta peniques, lo cual era un precio carísimo. Los únicos que sufrían un poco menos con estos precios eran los vehículos de transporte de personas, porque no pagaban impuesto de circulación.

      En 1937, nuestro vecino Dünschel, quien había perdido un brazo en un accidente laboral cuando trabajaba en el Ferrocarril Real de Prusia, había instalado dentro de su propiedad una bomba de bencina. Para ello había pavimentado con piedras de granito su antejardín, que daba justo a la esquina de Hallische Strasse con Triebelstrasse, nuestra calle. Directo en el muro de su casa, instaló dos bombas de la marca de combustibles Brennabor, un producto que en esos tiempos no era muy conocido aún. En esa misma esquina, la ciudad había resuelto instalar una parada de autobús.

      En un principio, para cultivar las buenas relaciones vecinales, nuestro padre había comprado algunas veces la bencina para su DKW al señor Dünschel. Como resultado, este nos trataba con la mayor amabilidad. Sin embargo, el combustible Brennabor no resultó ser bueno para el DKW: se tapó un filtro y el tubo de escape colapsó. Por eso, y también debido a que las estaciones de servicio de Leuna estaban distribuidas en todo el país, e incluso existía una especie de tarjeta de crédito asociada que se pagaba una vez al mes, nuestro padre resolvió cambiarse a la estación de servicio de Broemme. Esto nos significó a toda la familia Angerstein, así como a otros vecinos “traidores”, el odio irreconciliable de Dünschel.

      En algún momento de la guerra se detuvo la producción de Brennabor y Dünschel se quedó sin trabajo, aunque seguía recibiendo su pensión como antiguo empleado ferroviario lisiado. Hacía guardia día y noche, vigilando su antejardín empedrado, al que habíamos apodado “las piedras de Dünschel”. Si alguien osaba pasar por ahí para acortar camino hacia Triebelstrasse, su dueño salía disparado de la casa y lo insultaba con los agravios más ofensivos, lo cual incluso le trajo varias denuncias ante la policía. Los niños lo enojábamos particularmente y varias veces había llegado a tocar el timbre de nuestra casa para quejarse de nosotros, dado lo cual mi padre había resuelto prohibirnos pisar el famoso empedrado.

      Junto a Dünschel vivían su esposa y su hija, quienes tampoco se quedaban cortas en lo que se refería a palabrotas y amenazas. Durante el día se sentaban tras la ventana de la cocina, desde donde podían vigilar su plazoleta, mientras que a mediodía Dünschel se apostaba en el paradero para observar a todos quienes bajaban o subían al bus. ¡Era como si se tomaran turnos para hacerle la vida imposible a los peatones! Si alguien se atrevía a pasar por su lado o detrás de él, el viejo dejaba escapar un gas ruidoso que espantaba a todo el mundo. A nosotros, la verdad, eso nos parecía muy divertido. Pero mi madre, cuyo sentido del humor era diferente, estuvo a punto de denunciarlo a la policía de no ser por mi padre, que logró disuadirla.

      Para los niños del barrio, el tema Dünschel era motivo constante de risa. Lo molestábamos cada vez que podíamos, era muy fácil hacerlo picar el anzuelo. El sólo hecho de asomarnos a mirar por encima de su reja lo ponía fuera de sí. “¡Qué tienen que estar mirando, les voy a pegar!”, gritaba furioso desde la entrada de su casa. Si se nos llegaba a caer una pelota en su jardín, lo mejor era darla por perdida. Dünschel no devolvía nada, sin importar de dónde viniera.

      El año 1942 pasó, más o menos, como el anterior. Las molestias nocturnas no eran demasiadas, la Wehrmacht había sobrevivido al invierno y otra vez ganaba terreno en Rusia. En la radio, cada noche, celebraban los triunfos del general Erwin Rommel12 en África del Norte y los submarinos alemanes batían récords hundiendo barcos enemigos.

      Ese verano obtuve mi certificado de nadador, algo que en esos tiempos era un requisito obligatorio para todos los niños alemanes de diez años. Tuve que rendir una prueba no menor, que consistía en nadar estilo pecho durante quince minutos en la piscina Heuschkel. Ubicada al borde del río Saale, era una piscina pública construida encerrando un tramo del río con tablas de madera. Con gran orgullo y todavía tiritando un poco por lo helado del agua, recibí mi tarjeta oficial de nadador, otorgada por algo así como el ministerio nacionalsocialista de deportes.

      Inmediatamente después fui enviado por mis padres a una colonia de vacaciones para niños en Bad Dürrenberg. Ellos se habían ido a pasar unos días a Karlsbad y a mis hermanos los habían mandado a la casa de algún familiar. La colonia no me gustó mucho, todo era muy formal, la siesta era obligatoria y hasta los juegos estaban reglamentados. En ningún caso podía usar mis patines cuando yo quería, aunque había una pista de patinaje fantástica cerca del lugar. Con tantas normas, ¡me entretenía más en mi casa jugando con los niños del barrio!

      Después de un caluroso verano, comenzó la segunda mitad del decisivo año 1942. En agosto, el alto mando de la Wehrmacht celebró haber repelido los intentos de desembarco de las tropas inglesas y canadienses en Dieppe, pero la presión por parte de Estados Unidos siguió aumentando. Comenzamos a oír de ataques aéreos protagonizados, a plena luz del día, por aviones norteamericanos.

      Y entonces tuvo lugar la batalla de Stalingrado.

      Por supuesto que todos oímos al respecto, pero para los ciudadanos como nosotros, ubicados a miles de kilómetros de distancia y teniendo como única fuente de información la radio estatal y los periódicos, era imposible dimensionar lo que realmente estaba sucediendo allí. En el informe de la Wehrmacht hablaban de soldados alemanes rescatados por la Luftwaffe, así como de grupos que habían logrado reorganizarse a tiempo y establecer un nuevo frente, pero no se mencionaban las grandes bajas en Rusia, ni la pérdida de todas las unidades en África. Nadie, ni siquiera el más pesimista de nosotros, estaba en condiciones de anticipar lo que se venía.

      En marzo de 1943, cuando la primavera comenzaba a instalarse en nuestra ciudad, llegó a la casa una orden dirigida a mí. En ella se me exigía que me apersonara de inmediato a servir en la división de niños de las Juventudes Hitlerianas, o HJ.

      Presentarse no era optativo: si te llamaban, había que obedecer. Los nombres y direcciones los obtenían a través de las bases de datos de municipios o colegios y los niños eran enrolados en cuanto cumplían diez años, tanto hombres como mujeres. Miércoles y sábados eran los días de asistencia obligatoria.

      Así, sin derecho a reclamo, me presenté en la oficina señalada, que quedaba en una barraca del RAD13 en el patio de mi colegio. Al llegar, como me sentía en casa, toqué la puerta, abrí sin esperar una respuesta y entré saludando con un amable “buenos días”.

      “¿Cómo se dice? ¡Fuera, todo de nuevo!”, me gritó el dirigente juvenil, sentado detrás del escritorio. Desconcertado, salí y volví a entrar. “¿Buenos días?”, saludé otra vez. “¡¿Qué?!”

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