Sueño contigo, una pala y cloroformo. Patricia Castro
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—Me gustaría estar en algún sitio más privado.
—Eres insaciable.
—Pero si aún no hemos hecho nada.
No sé cómo la miré pero mi mirada debió ser muy lasciva porque al ir a dar un sorbo de café, se le cayó un poco encima.
—Mira com em poses de nerviosa, Alexandra!
—Me parece genial.
Sonreí. Creo que pocas veces he sido tan feliz. Ya ves, qué cosas más tontas, solo con tomar un café con la chica que me encantaba.
—Este finde hacemos una exposición de un pintor de estos colegas de Josep. Vente si quieres y después te invito a unas birras.
—Val, et dic alguna cosa.
—Si no tienes planes, no quiero que los cambies por mí, ¿vale?
—Si puc hi aniré, cuca, no et puc prometre res, però ho intento.
Al rato salimos de allí, anduvimos durante un rato, en silencio, disfrutando de nuestra presencia. Cuando a Júlia se le hizo tarde me acompañó al metro. Tenía que hacerle la comida a su marido porque quien le calentaba la cama era él, yo tan solo era The other woman, como cantaba Nina Simone; vamos, la otra. Aquel día él no tenía clase por la tarde y llegaba sobre las tres. Eran las dos pasadas, aún teníamos algo de tiempo.
—Què farem amb tu, joveneta?
Frunció el ceño. La miré y me encogí de hombros. Hubo un silencio incómodo. No fuimos capaces de llenarlo.
—Haz conmigo lo que tú quieras.
—Vull fer tantes coses amb tu…
—¿Cómo por ejemplo?
—Pues como por ejemplo…
Se me acercó más y más. Ahora su nariz rozaba la mía.
—Dime.
—Com per exemple això.
Volvió a clavarme sus ojos, luego bajó la vista y fijó su mirada en mi boca. Aquello era una tortura, quietas las dos, en medio de la calle, chispeando. Ella sosteniendo un paraguas con una mano y con la otra cogiendo la mía, apretándola fuerte. Vi de reojo como un hombre había dejado de leer el periódico y nos miraba. Aquello era mucho mejor que una guerra en no-se-sabe-dónde o el enésimo caso de corrupción. Cuando pensaba que nos íbamos a quedar allí toda la eternidad, pasó. Me besó.
Aquel mediodía de mayo mi vida cambió para siempre.
IV
Su cumpleaños es otro de esos recuerdos que tengo jodidamente nítidos. Eran casi las dos de la tarde y estaba subiendo las escaleras de mi casa con las llaves en la mano. Cuando abrí la puerta mi madre estaba en la cocina, intenté pasar a mi habitación pero me pilló.
––¿Cómo estás, Alejandra? Esta mañana te has ido y no me he enterado ¿Te ha ido bien el examen ese que tenías? ¿Bien? Venga, deja la mochila y ven a comer, que siempre te quedas en tu cuarto y te lo comes todo frío.
Entré en mi habitación, tiré la mochila en la cama y me tumbé boca abajo. Estaba reventada. La noche anterior no había podido pegar ojo pensando en Júlia. Cogí el móvil. Miré si había respondido al último mensaje. Nada, como de costumbre. Todo aquel día fue raro. Antes de ir a comer respondí al mensaje que me había mandado Carlos, mi novio.
Alexandra
Te quiero, acabo de llegar a casa. ¿Vas a poder venir esta noche?
Me fui a echar agua en la cara a ver si me despejaba algo. Entré en la cocina. Le di un beso a mi madre y me senté. La mesa ya estaba puesta y le pregunté si quería agua. En la tele hablaban de Venezuela. Ya empezaban con el mismo puto tema de siempre. Mi padre, también.
—¿Lo veis? Eso sí que es una dictadura. Para que luego habléis de aquí.
—A ver, Felipe, que esa gente esté mal no quiere decir que aquí vayan bien las cosas.
Mi madre sabía como empoderarse.
—Papa corta el rollo, que no haces gracia.
Llegó mi hermano y se sentó a mi lado, burlándose de mi padre.
—A ver, ¿qué te pasa Margaret Thatcher?
—Cállate, César. En esta casa ya no se puede decir nada desde que os habéis vuelto todos comunistas.
Joder, qué pesado estaba con eso de que nos habíamos vuelto todos comunistas. Él era un puto facha y nadie le decía nada.
—Eso, mejor cambiamos de tema.
En el telediario ahora estaban hablando de la inmigración ilegal que llegaba a las costas.
—Es que esto no puede ser, Núria, hay más pateras que barcos en el mar. ¿Tú te crees?
—Bueno, pobre gente, de algo tendrán que vivir.
—Pero vienen aquí y se piensan que pueden hacer lo que quieran. Nos quitan el trabajo y encima estos hijos comunistas tuyos los defienden.
—Pero papa, si no hemos dicho nada.—le respondió mi hermano. Me miró con cara de qué coño le pasa al viejo.
Me reí y seguí comiendo.
—O como tu amiga Pilar, que ha tenido que vender el piso porque se ha llenado el barrio de moros.
—Ya, pobre mujer, que no podían ir las niñas solas por la noche. Encima tiene un bar de esa gente al lado de la portería y es un sinvivir.
—Pues lo que yo te decía Núria, que aquí no cabemos todos. No respetan nada, y así no se puede vivir. Además, no hacen falta, no sé por qué siguen viniendo si no los queremos.
Estuve a punto de responderle pero no valía la pena. Eso es algo que no ha cambiado, cada día es más facha. Coño, ya se podría deconstruir mi padre, como dicen las amigas de Júlia y cuatro imbéciles postfeministas más. Acabé de comer y me metí en el cuarto
—¿Ya te vas, hija?
—Déjala, Núria, siempre hace igual.
Entré en la habitación medio dormida. Cerré la puerta y me volví a tumbar en la cama. Miré el móvil. Eran las tres de la tarde pasadas y Júlia no había respondido. Me puse a dormir un rato, no me apetecía quedarme despierta rayándome la cabeza por ella.
Hacía días que tenía un nudo en el estómago que me impedía comer o respirar con tranquilidad. Estaba tan ansiosa por verla que perdía