Un diccionario sin palabras. Jesús Ramírez-Bermúdez
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–Buenos días, doctor, soy Oswaldo. Muchas gracias por recibirnos –su tono es alegre y su acento extranjero: chileno, uruguayo o argentino, pienso de inmediato. Debo disculparme con los lectores de esos países: mi oído no está bien entrenado para discriminar las voces del Cono Sur. Él permanece de pie atrás de Diana, mientras ella descansa los brazos sobre las piernas y dibuja una sonrisa más dulce y serena que la del joven, quien luce casi eufórico, como si estuviéramos en medio de una celebración y no en la consulta de una mujer con la vida destrozada. La sonrisa serena de Diana, con su mirada color marrón, parece más cercana al optimismo inapropiado de su acompañante que a mi realismo pesimista.
–¿Cómo está, doctor? Soy María José, la mamá de Diana –la señora Casanova toma la palabra. Estrechamos la mano. Ella con suavidad, yo con más firmeza. Nuestra mirada se encuentra por unos instantes: sus ojos, de color gris oscuro, me permiten entrever un mundo de ambiciones robustas sobre un paisaje de fondo menos penetrable, de sueños amplios, desdibujados, con un toque de esperanza y tristeza: la clase de meditación sentimental que se genera precisamente porque la espera supone la ausencia; el acontecimiento que daría sentido a la esperanza es solamente una posibilidad, todavía. Me pregunto qué ha mirado en mí. Ojalá hubiera un libro escrito por esta mujer, por otras personas, por una mujer como ella, cuando me mira de frente y descifra en instantes el significado de mi presencia, mediante su saber intuitivo de madre, realizado en forma tácita durante nuestro encuentro. Ahora frunce el ceño, las cejas se aproximan entre sí y descienden en su extremo más cercano a la nariz, mientras los párpados se entrecierran sutilmente: me inspecciona y finalmente el gesto se ilumina con una sonrisa amable, aunque se trata de una luz fría. Supongo que ese rostro duro se ha formado al enfrentar desafíos incontables en el dominio social de los hombres y las mujeres.
–Es un placer –respondo. Digo mi nombre; se trata de un automatismo cortés. No ignoro que lo conocen, pues han venido a buscarme. Me acerco a Diana y extiendo mi mano. Sin levantarse, ella devuelve el mismo gesto y nos saludamos; esta vez ambos lo hacemos con suavidad; las palmas y los dedos se abrazan y oscilan sincronizados, hacia arriba y abajo, con desplazamientos de amplitud discreta: una, dos, tres y cuatro veces. Su mano es muy débil; el brazo también. Todos hemos tomado asiento: el ritual que inicia la consulta ha terminado en instantes.
FEBRERO 3, 2009
11:46 a.m.
–Buenos días, Diana. Me llamo Jesús. Voy a ser tu médico. ¿Me puedes decir tu nombre completo?
Diana responde de inmediato, con una voz aguda:
–Mimimi mi mi ni miii mimi ni mi.
Me quedo un tanto perplejo.
–Disculpa, Diana, no te entendí bien. ¿Me puedes repetir cuál es tu nombre completo?
–¿Mi ni mimimi mi mi? Mini nimi nimiiiimi miii mi miii nii… ¡Mimimimi mimi mimi mimmm mi mi!
Miro desconcertado al novio de Diana, luego a la madre.
–Desde que salió del estado de coma habla así –me dice Oswaldo.
–Bueno, al principio nada más gemía o gritaba a veces –interviene la madre–. Pero desde hace unos seis meses ha estado hablando de esa manera, así como usted la oye, con la m y con la i; así contesta cualquier cosa que se le pregunte, habla así cuando necesita algo, cuando quiere comunicarse, cuando está contenta o enojada. Parece que olvidó las demás letras; muy de vez en cuando la oímos decir alguna palabra aislada, pero en medio de todos esos sonidos que está usted oyendo. No podemos entender nada de lo que dice.
Miro a Diana y le doy una orden muy común en la práctica neurológica, con voz firme y pronunciación clara, aunque probablemente estereotipada:
–Levante sus brazos.
Diana me mira, sonriente, pero no realiza el movimiento. Le doy unas cuantas órdenes más, siempre relacionadas con mover partes de su cuerpo o cumplir actos sencillos como señalar el techo o levantar una moneda. Invariablemente dirige a mí su sonrisa dulce pero no sigue las indicaciones.
He tomado un papel y escribo. Extiendo la hoja frente a los ojos de Diana y la sostengo allí, para que vea el mensaje, la indicación:
ESCRIBE TU NOMBRE
Observo el movimiento de sus ojos: el rastreo visual que recorre las letras, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda.
–Mimi miii mii mi mimi mi mi mi. ¿Mi mimimi miii mimimi mii mii mmmi mi? ¡Mimim nim mii nim mii nim mii! –la emisión es rápida, desconcertante.
Pongo la hoja sobre la mesa, frente a ella. Le entrego el lápiz en la mano. Le pido que escriba su nombre o cualquier cosa que ella desee. La mano derecha se encuentra débil. Con la mano izquierda toma el lápiz y se dispone a escribir, pero sólo traza una figura errática, sin parecido con una letra o algún número, y luego desiste. Le pido por escrito que cierre los ojos; que levante el brazo izquierdo (el derecho se encuentra débil por la lesión cerebral); que se ponga de pie y señale su oreja derecha con la mano izquierda. Al dársela, ella toma la hoja y la mira, pero no realiza las acciones indicadas.
–Ya lo hemos intentado –comenta la madre–. No entiende las palabras, habladas o escritas. Y nosotros no entendemos su lenguaje inventado. Todavía no escribe. Nos dijeron que se trata de un problema de afasia, ¿no, doctor?
–Sí –les dije–. A este problema le llamamos afasia.DOS
FEBRERO 3, 2009
12:06 p.m.
Al encontrar un defecto tan grave y prolongado en la neurología del lenguaje, me pregunto siempre: ¿cuáles son las expectativas reales de recuperación? Sin el privilegio del intercambio verbal, la vida de Diana podría ser difícil de sobrellevar en los términos planeados durante años. ¿Podrá ejercer su profesión? ¿Será una madre amorosa? ¿Cómo aceptar el compromiso en una ceremonia matrimonial, cómo escribir su nombre y firma en las actas y documentos legales? ¿Cómo enseñar a sus hijos a hablar, leer, escribir, a declarar sentimientos y conceptos? La hora del cuento antes de dormir