La edad de la inocencia. Edith Wharton

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу La edad de la inocencia - Edith Wharton страница 4

Автор:
Серия:
Издательство:
La edad de la inocencia - Edith Wharton

Скачать книгу

      ―¿Y la nueva prima de Newland, la condesa Olenska,

      estaba también en el baile?

      ―No, no estaba en el baile ―contestó Sillerton Jackson,

      sirviéndose un filete.

      ―Ah ―murmuró la señora Archer,

      en un tono que significaba: «Así que tuvo la decencia de no ir».

      ―A lo mejor los Beaufort no la conocen―intervino Janey,

      entre ingenua y maliciosa.

      ―No lo creo ―repuso Jackson―.

      Todo Nueva York la vio ayer paseando

      con el señor Beaufort por la Quinta Avenida.

      ―Dios mío ―gimió la señora Archer―. En cualquier caso,

      fue un detalle de buen gusto no acudir al baile.

      En realidad, la señora Archer estaba satisfecha

      del compromiso de su hijo con May Welland.

      No había en Nueva York una muchacha mejor para él.

      ―Pobre Ellen ―continuó, compasiva―.

      Recibió una educación tan poco adecuada...

      ¿Qué puede esperarse de una chica a la que se permite

      llevar un vestido de satén negro

      el día de su presentación en sociedad?

      ―¡Nunca olvidaré cuando la vi así vestida! ―añadió Jackson.

      ―Es raro ―comentó Janey― que no se haya cambiado

      el nombre por otro más... elegante, como Elaine, o...

      Su hermano la interrumpió, enfadado:

      ―¿Y por qué tiene que esconderse,

      como si fuese culpable de algo?

      Tuvo la mala suerte de casarse con un miserable.

      Eso no la convierte en una infame.

      ―Pero se rumorea que... ―empezó a decir Jackson.

      ―Sí, ya sé, que se fue con su secretario

      ―se adelantó el joven―.

      La ayudó a escapar del animal de su marido.

      ¿Quién de nosotros no hubiera hecho lo mismo en su lugar?

      Sillerton Jackson había acabado de cenar.

      Encendió un cigarro y se acercó a la chimenea.

      ―¿La ayudó a escapar? ―preguntó―.

      Pues la ayudó durante mucho tiempo,

      porque vivieron juntos en Suiza.

      ―Bueno, ¿y qué? ―repuso Newland, indignado―.

      Ella tenía derecho a rehacer su vida.

      Las mujeres deberían ser libres... tan libres como nosotros.

      La respuesta de Jackson fue definitiva:

      ―Sin duda el conde Olenski opina lo mismo:

      jamás ha hecho nada para recuperar a su mujer.

      5. Un mundo de apariencias

      Acabada la cena, Archer se retiró a su habitación.

      Era una estancia hogareña y acogedora,

      con estanterías llenas de libros, estatuillas de bronce

      y fotografías de cuadros famosos.

      Sentado en su sillón, junto al fuego,

      Newland Archer contempló la fotografía de su prometida

      y reflexionó sobre su próximo matrimonio.

      ¿Qué ocurriría si se enfadaban o si no se comprendían?

      ¿Qué sabían el uno del otro?

      Su deber de hombre respetable era ocultar su pasado,

      y el de ella, como muchacha decente,

      era no tener un pasado que ocultar.

      Sintió un escalofrío al recordar cómo eran los matrimonios

      de su entorno: asociaciones de intereses materiales y sociales

      basadas en la hipocresía.

      Los maridos tenían amantes,

      sus esposas lo sabían y, a pesar de todo, fingían no saberlo.

      El señor Beaufort y su esposa

      eran el ejemplo perfecto de ello.

      Ante Jackson, Archer había defendido

      la libertad para las mujeres.

      Pero lo había hecho porque sabía que las mujeres decentes

      nunca reclamarían esa libertad.

      Vivían en un mundo de apariencias,

      de normas morales,

      que eran un complicado juego de mentiras.

      La inocente May Welland era un producto de ese mundo:

      un ser puro creado de manera artificial por madres y abuelas,

      porque se suponía que él tenía derecho a esa inocencia

      para destruirla fácilmente,

      como se destruye un muñeco de nieve.

      Archer comprendió que en sus reflexiones

      influía el inoportuno regreso de la condesa Olenska.

      ―¡Al diablo Ellen Olenska! ―exclamó

      comenzando a desnudarse.

      El destino de Ellen no tenía por qué influir en el suyo,

      pero la había defendido delante de todos, en la cena,

      e intuía que este atrevimiento le podía comprometer.

      Lo

Скачать книгу