Tristana. Benito Pérez Galdós
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Pues todos aquellos refinados gustos que la embellecían, añadiendo encantos mil a sus gracias naturales, desaparecieron sin dejar rastro en ella. Con la insana manía de las mudanzas y del aseo, Josefina olvidó toda su edad pasada. Su memoria, como espejo que ha perdido el azogue, no conservaba ni una idea, ni un nombre, ni una frase de todo aquel mundo ficticio que tanto amó. Un día quiso D. Lope despertar los recuerdos de la infeliz señora, y vio la estupidez pintada en su rostro, como si le hablaran de una existencia anterior a la presente. No comprendía nada, no se acordaba de cosa alguna, ignoraba quién podría ser D. Pedro Calderón, y al pronto creyó que era algún casero o el dueño de los carros de mudanzas. Otro día la sorprendió lavando las zapatillas, y a su lado tenía, puestos a secar, los álbums de retratos. Tristana contemplaba, conteniendo sus lágrimas, aquel cuadro de desolación, y con expresivos ojos suplicaba al amigo de la casa que no contrariase a la pobre enferma. Lo peor era que el buen caballero soportaba con resignación los gastos de aquella familia sin ventura, los cuales, con el sin fin de mudanzas, el frecuente romper de loza y deterioro de muebles, iban subiendo hasta las nubes. Aquel diluvio con jabón los ahogaba a todos. Por fortuna, en uno de los cambios de domicilio, ya fuese por haber caído en casa nueva, cuyas paredes chorreaban de humedad, ya porque Josefina usó zapatos recién sometidos a su sistema de saneamiento, llegó la hora de rendir a Dios el alma. Una fiebre reumática que la entró a saco, espada en mano, acabó sus tristes días. Pero la más negra fue que, para pagar médico, botica y entierro, amén de las cuentas de perfumería y comestibles, tuvo D. Lope que dar otro tiento a su esquilmado caudal, sacrificando aquella parte de sus bienes que más amaba, su colección de armas antiguas y modernas, reunida con tantísimo afán y con íntimos goces de rebuscador inteligente. Mosquetes raros y arcabuces roñosos, pistolas, alabardas, espingardas de moros y rifles de cristianos, espadas de cazoleta, y también petos y espaldares que adornaban la sala del caballero entre mil vistosos arreos de guerra y caza, formando el conjunto más noble y austero que imaginarse puede, pasaron a precio vil a manos de mercachifles. Cuando D. Lope vio salir su precioso arsenal, quedose atribulado y suspenso, aunque su grande ánimo supo aherrojar la congoja que del fondo del pecho le brotaba, y poner en su rostro la máscara de una estoica y digna serenidad. Ya no le quedaba más que su colección de retratos de hembras hermosas, en los cuales había desde la miniatura delicada hasta la fotografía moderna en que la verdad suple al arte, museo que era para su historia de amorosas lides como la de cañones y banderas que en otro orden pregonan las grandezas de un reinado glorioso. Ya no le restaba más que esto, algunas imágenes elocuentes, aunque mudas, que significaban mucho como trofeo, bien poco, ¡ay!, como especie representativa de vil metal.
En la hora de morir, Josefina recobró, como suele suceder, parte del seso que había perdido, y con el seso le revivió momentáneamente su ser pasado, reconociendo, cual don Quijote moribundo, los disparates de la época de su viudez y abominando de ellos. Volvió sus ojos a Dios, y aún tuvo tiempo de volverlos también a D. Lope, que presente estaba, y le encomendó a su hija huérfana, poniéndola bajo su amparo, y el noble caballero aceptó el encargo con efusión, prometiendo lo que en tan solemnes casos es de rúbrica. Total: que la viuda de Reluz cerró la pestaña, mejorando con su pase a mejor vida la de las personas que acá gemían bajo el despotismo de sus mudanzas y lavatorios; que Tristana se fue a vivir con D. Lope, y que este... (hay que decirlo, por duro y lastimoso que sea) a los dos meses de llevársela aumentó con ella la lista ya larguísima de sus batallas ganadas a la inocencia.
Capítulo IV
La conciencia del guerrero de amor arrojaba de sí, como se ha visto, esplendores de astro incandescente; pero también dejaba ver en ocasiones arideces horribles de astro apagado y muerto. Era que al sentido moral del buen caballero le faltaba una pieza importante, cual órgano que ha sufrido una mutilación y sólo funciona con limitaciones o paradas deplorables. Era que D. Lope, por añejo dogma de su caballería sedentaria, no admitía crimen ni falta ni responsabilidad en cuestiones de faldas. Fuera del caso de cortejar a la dama, esposa o manceba de un amigo íntimo, en amor todo lo tenía por lícito. Los hombres como él, hijitos mimados de Adán, habían recibido del Cielo una tácita bula que los dispensaba de toda moral, antes policía del vulgo que ley de caballeros. Su conciencia, tan sensible en otros puntos, en aquel era más dura y más muerta que un guijarro, con la diferencia de que este, herido por la llanta de una carreta, suele despedir alguna chispa, y la conciencia de D. Lope, en casos de amor, aunque la machacaran las herraduras del caballo de Santiago, no echaba lumbres.
Profesaba los principios más erróneos y disolventes, y los reforzaba con apreciaciones históricas, en las cuales lo ingenioso no quitaba lo sacrílego. Sostenía que en las relaciones de hombre y mujer no hay más ley que la anarquía, si la anarquía es ley; que el soberano amor no debe sujetarse más que a su propio canon intrínseco, y que las limitaciones externas de su soberanía no sirven más que para desmedrar la raza, para empobrecer el caudal sanguíneo de la humanidad. Decía, no sin gracia, que los artículos del Decálogo que tratan de toda la pecata minuta, fueron un pegote añadido por Moisés a la obra de Dios, obedeciendo a razones puramente políticas; que estas razones de Estado continuaron influyendo en las edades sucesivas, haciendo necesaria la policía de las pasiones; pero que con el curso de la civilización perdieron su fuerza lógica, y sólo a la rutina y a la pereza humanas se debe que aún subsistan los efectos después de haber desaparecido las causas. La derogación de aquellos trasnochados artículos se impone, y los legisladores deben poner la mano en ella sin andarse en chiquitas. Bien demuestra esta necesidad la sociedad misma, derogando de hecho lo que sus directores se empeñan en conservar contra el empuje de las costumbres y las realidades del vivir. ¡Ah!, si el buenazo de Moisés levantara la cabeza, él y no otro corregiría su obra, reconociendo que hay tiempos de tiempos.
Inútil parece advertir que cuantos conocían a Garrido, incluso el que esto escribe, abominaban y abominaban de tales ideas, deplorando con toda el alma que la conducta del insensato caballero fuese una fiel aplicación de sus perversas doctrinas. Debe añadirse que a cuantos estimamos en lo que valen los grandes principios sobre que se asienta, etcétera, etcétera... se nos ponen los pelos de punta sólo de pensar cómo andaría la máquina social si a sus esclarecidas manipulantes les diese la ventolera de apadrinar los disparates de D. Lope, y derogaran los articulitos o mandamientos cuya inutilidad este de palabra y obra proclamaba. Si no hubiera infierno, sólo para don Lope habría que crear uno, a fin de que en él eternamente purgase sus burlas de la moral, y sirviese de perenne escarmiento a los muchos que, sin declararse sectarios suyos, vienen a serlo de hecho en toda la redondez de esta tierra pecadora.
Contento estaba el caballero de su adquisición, porque la chica era linda, despabiladilla, de graciosos ademanes, fresca tez y seductora charla. «Dígase lo que se quiera -argüía para su capote, recordando sus sacrificios por sostener a la madre y salvar de la deshonra al papá-, bien me la he ganado. ¿No me pidió Josefina que la amparase? Pues más amparo no cabe. Bien defendida la tengo de todo peligro; que ahora nadie se atreverá a tocarla al pelo de la ropa». En los primeros tiempos, guardaba el galán su tesoro con precauciones exquisitas y sagaces; temía rebeldías de la niña, sobresaltado por la diferencia de edad, mayor sin duda de lo que el interno canon de amor dispone. Temores y desconfianzas le asaltaban; casi casi sentía en la conciencia algo como un cosquilleo tímido, precursor de remordimiento. Pero esto duraba poco, y el caballero recobraba su bravía entereza. Por fin, la acción devastadora del tiempo amortiguó su entusiasmo hasta suavizar los rigores de su inquieta vigilancia y llegar a una situación