Tristana. Benito Pérez Galdós
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-¡Ay, señorita -dijo Saturna sonriendo y alzando sus admirables ojos negros de la media que repasaba-, qué engañada vive si piensa que todo eso puede dar de comer a una señora honesta en libertad! Eso es para hombres, y aun ellos... ¡vaya, lucido pelo echan los que viven de cosas de la leyenda! Echarán plumas, pero lo que es pelo... Pepe Ruiz, el hermano de leche de mi difunto, que es un hombre muy sabido en la materia, como que trabaja en la fundición donde hacen las letras de plomo para imprimir, nos decía que entre los de pluma todo es hambre y necesidad, y que aquí no se gana el pan con el sudor de la frente, sino con el de la lengua; más claro: que sólo sacan tajada los políticos que se pasan la vida echando discursos. ¿Trabajitos de cabeza?... ¡quítese usted de ahí! ¿Dramas, cuentos y libros para reírse o llorar? Conversación. Los que los inventaron no sacarían ni para un cocido si no intrigaran con el Gobierno para afanar los destinos. Así anda la Ministración.
-Pues yo te digo (con viveza) que hasta para eso del Gobierno y la política me parece a mí que había de servir yo. No te rías. Sé pronunciar discursos. Es cosa muy fácil. Con leer un poquitín de las sesiones de Cortes, en seguida te enjareto lo bastante para llenar medio periódico.
-¡Vaya por Dios! Para eso hay que ser hombre, señorita. La maldita enagua estorba para eso, como para montar a caballo. Decía mi difunto que si él no hubiera sido tan corto de genio, habría llegado a donde llegan pocos, porque se le ocurrían cosas tan gitanas como las que le echan a usted Castelar y Cánovas en las Cortes, cosas de salvar al país verdaderamente; pero el hijo de Dios, siempre que quería desbocarse en el Círculo de Artesanos, o en los metingues de los compañeros, se sentía un tenazón en el gaznate y no acertaba con la palabra primera, que es la más difícil... vamos, que no rompía. Claro, no rompiendo, no podía ser orador ni político.
-¡Ay, qué tonto!, pues yo rompería, vaya si rompería. (Con desaliento.) Es que vivimos sin movimiento, atadas con mil ligaduras... También se me ocurre que yo podría estudiar lenguas. No sé más que las raspaduras de francés que me enseñaron en el colegio, y ya las voy olvidando. ¡Qué gusto hablar inglés, alemán, italiano! Me parece a mí que si me pusiera, lo aprendería pronto. Me noto... no sé cómo decírtelo... me noto como si supiera ya un poquitín antes de saberlo, como si en otra vida hubiera sido yo inglesa o alemana y me quedara un dejo...
-Pues eso de las lenguas -afirmó Saturna mirando a la señorita con maternal solicitud- sí que le convenía aprenderlo, porque la que da lecciones lo gana, y además es un gusto poder entender todo lo que parlan los extranjeros. Bien podría el amo ponerle un buen profesor.
-No me nombres a tu amo. No espero nada de él. (Meditabunda, mirando la luz.) No sé, no sé cuándo ni cómo concluirá esto; pero de alguna manera ha de concluir.
La señorita calló, sumergiéndose en una cavilación sombría. Acosada por la idea de abandonar la morada de D. Lope, oyó en su mente el hondo tumulto de Madrid, vio la polvareda de luces que a lo lejos resplandecía y se sintió embelesada por el sentimiento de su independencia. Volviendo de aquella meditación como de un letargo, suspiró fuerte. ¡Cuán sola estaría en el mundo fuera de la casa de su pobre y caduco galán! No tenía parientes, y las dos únicas personas a quienes tal nombre pudiera dar hallábanse muy lejos: su tío materno D. Fernando, en Filipinas; el primo Cuesta, en Mallorca, y ninguno de los dos había mostrado nunca malditas ganas de ampararla. Recordó también (y a todas estas Saturna la observaba con ojos compasivos) que las familias que tuvieron visiteo y amistad con su madre la miraban ya con prevención y despego, efecto de la endiablada sombra de D. Lope. Contra esto, no obstante, hallaba Tristana en su orgullo defensa eficaz, y despreciando a quien la ofendía, se daba una de esas satisfacciones ardientes que fortifican por el momento como el alcohol, aunque a la larga destruyan.
«¡Dale! No piense cosas tristes -le dijo Saturna, pasándose la mano por delante de los ojos, como si ahuyentara una mosca».
Capítulo VI
-¿Pues en qué quieres que piense, en cosas alegres? Dime dónde están, dímelo pronto.
Para amenizar la conversación, Saturna echaba mano prontamente de cualquier asunto jovial, sacando a relucir anécdotas y chismes de la gárrula sociedad que las rodeaba. Algunas noches se entretenían en poner en solfa a D. Lope, el cual, al verse en tan gran decadencia, desmintió los hábitos espléndidos de toda su vida, volviéndose algo roñoso. Apremiado por la creciente penuria, regateaba los míseros gastos de la casa, educándose, ¡a buenas horas!, en la administración doméstica, tan disconforme con su caballería. Minucioso y cominero, intervenía en cosas que antes estimaba impropias de su decoro señoril, y gastaba un genio y unos refunfuños que le desfiguraban más que los hondos surcos de la cara y el blanquear del cabello. Pues de estas miserias, de estas prosas trasnochadas de la vida del D. Juan caído sacaban las dos hembras materia para reírse y pasar el rato. Lo gracioso del caso era que, como D. Lope ignoraba en absoluto la economía doméstica, mientras más se las echaba de financiero y de buen mayordomo, más fácilmente le engañaba Saturna, consumada maestra en sisas y otras artimañas de cocinera y compradora.
Con Tristana fue siempre el caballero todo lo generoso que su pobreza cada vez mayor le permitía. Iniciada con tristísimos caracteres la escasez, en el costoso renglón de ropa fue donde primero se sintió el doloroso recorte de las economías; pero D. Lope sacrificó su presunción a la de su esclava, sacrificio no flojo en hombre tan devoto admirador de sí mismo. Llegó día en que la escasez mostró toda la fealdad seca de su cara de muerte, y ambos quedaron iguales en lo anticuado y traído de la ropa. La pobre niña se quemaba las cejas, haciendo con sus trapitos, ayudada de Saturna, mil refundiciones que eran un primor de habilidad y paciencia. En los fugaces tiempos que bien podríamos llamar felices o dorados, Garrido la llevaba al teatro alguna vez; mas la necesidad, con su cara de hereje, decretó al fin la absoluta supresión de todo espectáculo público. Los horizontes de la vida se cerraban y ennegrecían cada día más delante de la señorita de Reluz, y aquel hogar desapacible, frío de afectos, pobre, vacío en absoluto de ocupaciones gratas, le abrumaba el espíritu. Porque la casa, en la cual lucían restos de instalaciones que fueron lujosas, se iba poniendo de lo más feo y triste que es posible imaginar: todo anunciaba penuria y decaimiento: nada de lo roto o deteriorado se componía ni se reparaba. En la salita desconcertada y glacial sólo quedaba, entre trastos feísimos, un bargueño estropeado por las mudanzas, en el cual tenía D. Lope su archivo galante. En las paredes veíanse los clavos de donde pendieron las panoplias. En el gabinete observábase hacinamiento de cosas que debieron de tener hueco en local más grande, y en el comedor no había más mueble que la mesa, y unas sillas cojas con el cuero desgarrado y sucio. La cama de D. Lope, de madera con columnas y pabellón airoso, imponía por su corpulencia monumental; pero las cortinas de damasco azul no podían ya con más desgarrones. El cuarto de Tristana, inmediato al de su dueño, era lo menos marcado por el sello del desastre, gracias al exquisito esmero con que ella defendía su ajuar de la descomposición y de la miseria.
Y si la casa declaraba, con el expresivo lenguaje de las cosas, la irremediable decadencia de la caballería sedentaria, la persona del galán iba siendo rápidamente imagen lastimosa de lo fugaz y vano de las glorias humanas. El desaliento, la tristeza de su ruina, debían de influir no poco en el bajón del menesteroso caballero, ahondando las arrugas de sus sienes mas que los años, y más que el ajetreo que desde los veinte se traía. Su cabello, que a los