El profesor artesano. Jorge Larrosa

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El profesor artesano - Jorge Larrosa Perfiles

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      A partir de aquí la conversación se centró, primero, en el sentido a la vez receptivo y activo de la atención, en los signos del mundo como lo que nos “llama la atención” pero también como lo que nos “pide atención”, en la atención como una forma de receptividad que se convierte en exigencia (y al contrario). Versó después sobre los rodeos del aprendizaje, sobre el descubrimiento de la vocación, que no es lineal sino sinuoso; sobre cómo no aprendemos, tal vez, en los diccionarios de los padres, pero sí, a veces, con los amigos; sobre qué es y qué significa pertenecer a una nueva generación; sobre quiénes y cómo nos condujeron a lo que somos; sobre quiénes orientaron nuestra atención y cómo, y nos descubrieron los signos a los que somos sensibles. Hicimos también alguna consideración sobre el profesor como el que hace hablar ese mundo escolarizado y convertido en materia de estudio; sobre el profesor como el que hace que el mundo (las matemáticas, la geografía, la historia) diga alguna cosa. Hablamos también del azar y la necesidad, del sujeto y sus circunstancias, de cómo el relato del descubrimiento de la vocación (de los signos a los que estamos predestinados) solo tiene sentido al final, en una especie de historia retrospectiva, cuando el asunto ya no es “lo que podríamos ser” sino “lo que hemos sido”; no “lo que podríamos amar” sino “lo que hemos amado”; no a qué aprendizajes y a qué oficios “estamos predestinados” sino “qué hemos hecho con nuestra vida”.

      * * *

      Dejamos en el aire la pregunta sobre cuáles son los signos que llevan a alguien a ser profesor: si son los de una materia de estudio (si es el amor a alguna disciplina de conocimiento el que lleva a querer compartirla y transmitirla), los de la infancia (si es el amor a los nuevos el que lleva a querer vivir y convivir con ellos, a dedicarse a ellos) o los de la escuela (si es el amor a la escuela, a la materialidad de la escuela, a las formas escolares de trabajo, el que lleva a querer permanecer en ella, a hacer de ella el lugar de nuestro interpretar, de nuestro hacer y de nuestro pensar).

      Por último, hice alguna consideración sobre cómo debiéramos estar agradecidos a todos aquellos que nos “llamaron la atención” sobre ciertos signos; a los que nos enseñaron a mirar, oler, escuchar, palpar o degustar la piel sensible del mundo; a los que alguna vez nos dijeron: “¡fíjate en esto!” y permitieron que se comenzara a formar nuestra sensibilidad y, tal vez, nuestra vocación. Les hablé de los recuerdos de infancia de Nabokov, teñidos de nostalgia, esos en los que hay un homenaje a esa larga lista de profesores e institutrices que le enseñaron a percibir, a atender y a discriminar algunas de las formas de la belleza:

      Y dejé sobre la mesa la pregunta de si alguien nos había enseñado, a alguno de nosotros, la escuela de un modo amoroso; si nos había llamado la atención hacia ella como un lugar bello (y lleno de dificultades y contradicciones, claro) en el que quizá no se está tan mal. Y la pregunta de quién o quiénes habían sido los que nos comenzaron a enseñar a amarla y, quizá, a interpretarla.

      (Con Luiz Augbursguer, Friedrich Nietzsche, Fernando González, Manoel de Barros y Antonio Machado)

      Uno de los asistentes ocasionales al curso, Luiz Ausgburguer, un jovencísimo profesor que estaba de paso en Barcelona y que me había pedido permiso para venir a clase, se presentó en el aula, para mi sorpresa y mi júbilo, con el fragmento 356 de La Gaya Ciencia que, me dijo, tenía que ver con lo que estábamos tratando en esos días. El fragmento, muy hermoso, comienza con una referencia genérica a cómo los europeos se identifican, como si fuera un destino, con un papel social en cuya elección ha intervenido el azar o el capricho, y continúa con una reflexión sobre cómo, en ese proceso, el papel que se representa se convierte en carácter, y lo que había comenzado como arte y artificio se convierte en naturaleza. Después dice cosas como las siguientes:

      Mientras leíamos ese párrafo, recordé un mail que me había enviado pocos días antes Fernando González, un profesor especialmente lúcido respecto a las contradicciones del oficio y a las imposturas de la vida (de cualquier vida y de cualquier aspecto de la vida). Lo que me contaba Fernando es que mientras estaba dando la primera clase del curso, en la licenciatura de Antropología, mientras estaba presentándose a los estudiantes y explicándoles cómo había pensado el curso que comenzaba, comenzó a oír una voz que le decía una sola palabra: “¡farsante!”. Esa voz se fue haciendo cada vez más insistente, lo acompañó en el camino hacia su casa, solo pudo desprenderse de ella al final de la tarde, cuando se sumergió en la lectura de la novela que lo ocupaba en esos días, y volvió a manifestarse de forma aún más insidiosa cuando se metió en la cama.

      El profesor como actor, como farsante o, tal vez mejor, el profesor como el que, al mismo tiempo que lo es de verdad, o que trata de serlo, y al mismo tiempo que exige a sus alumnos que sean estudiantes también de verdad –que no se pasen el curso haciendo “como si”, que le pongan a lo que hacen todo su empeño, su inteligencia, su sensibilidad, lo mejor y lo más verdadero de lo que son– no puede dejar de tener la sensación de que todo eso es puro teatro. El viejo motivo del “gran teatro del mundo’”, ese en el que todos actuamos, representamos un papel, con la diferencia de que algunos, como Fernando, no solo lo saben, sino que lo sienten y lo sufren cada día hasta el punto de perder el sueño. Y recordé también lo que nos dijo una vez un amigo común: que en esta vida de profesores universitarios todos somos unos impostores, pero que hay que tratar de ser lo que somos, unos farsantes, siéndolo “de verdad”.

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