La visita al enfermo. José Carlos Bermejo Higuera

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La visita al enfermo - José Carlos Bermejo Higuera Humanizar

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de situaciones que contemplamos o de nuestro modo de comportarnos en las visitas a los enfermos hechas por las razones que sean.

      La propuesta de desaprender consiste en la oportunidad que tenemos de aprender modos adecuados, dejando de lado aquellos que no se ajustan a los objetivos más genuinos de la visita y a las necesidades del enfermo en ese momento. Desaprender no consistirá en dejar del todo los conocimientos, sino más bien ampliar el bagaje cultural con estilos de más importancia o trascendencia para la persona, es dejar abrir nuestra mente a nuevos conocimientos, antes desconocidos, que nos pueden enriquecer enormemente. Es dejar de lado los conocimientos, actitudes, esquemas mentales, separándolos de otros nuevos que ahora cobran mayor importancia.

      Así que desaprender es también sinónimo de humildad, e implica tener el coraje de ser crítico con el valor de la experiencia o la costumbre.

      1

      DESAPRENDER ESTILOS DE VISITA

      AL ENFERMO

      Si empleo tantas horas en convencerme de que

      tengo razón, ¿no será que existe alguna razón

      por la que temer que estoy equivocada?

      JANE AUSTEN

      «¡Si ya te lo decía yo, si no hubieras fumado tanto…! ¡Vamos, tienes que poner de tu parte! ¡Es normal que te duela! ¡No hay mal que por bien no venga! ¡Tienes que ser buen enfermo y no quejarte tanto! ¡Dios nos da solo lo que podemos soportar! ¡Antes o después nos toca a todos! ¡Hay que aceptar lo que el destino nos tiene preparado!…», y mil frases más nos sirven en ocasiones para escondernos del verdadero encuentro en la verdad. Son máscaras detrás de las cuales escondemos nuestro no saber qué decir o con las cuales anestesiamos nuestra angustia en la visita.

      Los amigos de Job

      El viejo libro de la Sagrada Escritura, escrito unos cuantos siglos antes de Cristo, es de rabiosa actualidad. La trama, escrita también a lo largo de varios siglos probablemente, recoge la situación de una persona que está mal realmente, pues ha sufrido diferentes pérdidas (salud, bienes, familia…) y recibe, como si de las escenas de una obra de teatro se tratara, varias visitas. Son buenos amigos y buenos teóricos. Pero han aprendido bien lo malo. Han aprendido a decir lo de siempre y lo que a todos. Para la época, lo que tocaba decir era: «Si estás mal, algo habrás hecho». Era la doctrina de la retribución circulante (aún persiste, por más que creamos que no): al justo le debe ir bien, al pecador le debe ir mal; una justicia «demasiado humana».

      De este planteamiento se derivan estereotipos en la relación de los amigos de Job que también persisten hoy de diferentes maneras. Frases hechas, tópicos a la grande, moralización sin medida, exhortaciones sin límite…

      Lo podríamos releer individual y colectivamente para revisar nuestra cultura. En particular nos vendría bien escuchar la reacción de Job, que más clara no puede ser: «¿Hasta cuándo pensáis atormentarme, aplastándome con tanta palabrería?», «¿A qué consolarme con vaciedades?», «Escuchad atentos mis palabras, dadme siquiera ese consuelo».

      Job, el hombre sufriente de siempre, nos lanza el reto de ser prudentes con lo que decimos: ¿qué pintan los juicios moralizantes al enfermo?, ¿y el lenguaje exhortativo: hay que ser fuerte, hay que tener paciencia, tienes que poner de tu parte, hay que… hay que…? Como si tuviéramos que repetir, cual papagayos, lo que hemos escuchado que dicen otros y no supiéramos crear nuestro propio discurso… o nuestro propio silencio.

      Los tópicos, las frases hechas, lo que se dice siempre, por ese mismo motivo no es personal. ¡Qué bien nos vendría desaprender! «La vida es dura», «antes o después nos toca a todos», «es ley de vida», y un sinfín de estupideces que sirven para pasar de largo de la persona visitada o de su familia, pasar de largo de la experiencia personal.

      La muerte de Iván Ilich

      Tolstoi nos regaló una obra de arte con este título. Debería ser leída por todos los profesionales sanitarios… y todos aquellos que antes o después entablamos conversaciones con pacientes al final de la vida. Iván Ilich se encuentra realmente mal. Por delante de él pasan también los visitantes cargados de buenas intenciones. ¿Qué dicen? Ilich es generoso en mostrar lo que piensa y lo que siente al oír los comentarios de los visitantes.

      El argumento gira en torno a Iván Ilich, un pequeño burócrata que fue educado en su infancia con las convicciones de poder alcanzar un puesto dentro del gobierno del Imperio zarista. Poco a poco, sus ideales se van cumpliendo, pero se dará cuenta de que no ha servido de nada dicho esfuerzo; al llegar cerca de la posición que siempre ha soñado se encontrará con el dilema de descifrar el significado de tanto sacrificio, y de valorar también el malestar reinante en el pequeño entorno familiar que se ha construido. Un día se golpea al reparar unas cortinas y comienza a sentir un dolor que lo aqueja constantemente. Dicho golpe es totalmente simbólico: se sube a una escalera y, cuando está en lo más alto –no solo en la escalera, sino en el estatus que ha adquirido en su posición social–, cae, y ahí comenzará su declive. Poco a poco, Iván Ilich irá muriendo y planteándose el porqué de esa muerte y de esa soledad que lo corroe, a pesar de estar rodeado de personas en el mundo aristocrático y comme il faut que él mismo ha construido.

      Algunos fragmentos de la obra son especialmente elocuentes. Una visita médica se relata así:

      Todo resultó tal y como él esperaba; todo fue tal y como siempre ocurre. La espera, la fingida y doctoral gravedad que tan bien conocía por sí mismo en la Audiencia, las percusiones y auscultaciones, las preguntas que exigen cierto tiempo para ser contestadas y cuyas respuestas son a todas luces inútiles, el imponente aspecto, que parecía decir: «Póngase en nuestras manos y lo arreglaremos todo, tenemos la solución indudable de todo, todo se hace de la misma manera, se trate de quien se trate». Lo mismo, punto por punto, que en la Audiencia. De la misma manera que él procedía con los acusados procedía con él el famoso doctor.

      El doctor decía: «Esto y esto indica que dentro de usted hay esto y esto; pero si esto se ve confirmado por los análisis de lo otro y esto, etc.». Para Iván Ilich había una sola pregunta importante: ¿era o no era grave lo suyo? Ahora bien, el doctor no quería detenerse en una pregunta tan fuera de propósito. Desde su punto de vista era superflua y no debía ser tomada en consideración; lo único que existía era un cálculo de probabilidades: el riñón flotante, el catarro crónico y el intestino ciego. No existía el problema de la vida de Iván Ilich, de lo que se trataba era de un conflicto entre el riñón flotante y el intestino ciego. Y este conflicto lo resolvió brillantemente el doctor ante Iván Ilich en favor del intestino ciego, con la reserva de que el análisis de orina podía ofrecer nuevas pruebas, y entonces habría que revisar el asunto. Lo mismo, punto por punto, que Iván Ilich había realizado mil veces con los procesados y con idéntica brillantez. No menos brillante fue el resumen del doctor, quien, con la mirada triunfante y hasta alegre, contempló al «procesado» por encima de las gafas. De este resumen, Iván Ilich dedujo que su asunto presentaba mal cariz y, por mucho que dijese el doctor y todos, la cosa era grave. Esta conclusión produjo en Iván Ilich gran lástima hacia su propia persona y gran cólera hacia el doctor, que tal indiferencia mostraba en tan trascendental problema.

      Pero no dijo nada de esto, sino que se levantó, puso el dinero sobre la mesa y, exhalando un suspiro, se interesó una vez más:

      –Nosotros, los enfermos, les hacemos muy a menudo preguntas inoportunas. En general, ¿es peligroso lo mío…?

      El doctor se le quedó mirando severamente con un ojo a través de las

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