A la sombra del asombro. Francisco Claro

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A la sombra del asombro - Francisco Claro

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sendero de las preguntas es rico en variedad y formas de presentación. Puede abarcar lo que hay en el cielo y también lo que nos rodea. Además, diferentes personas responden según su diversa actitud intelectual.

      A las preguntas bastante abstractas que a menudo se hacen los adultos, como, ¿por qué hay tanta variedad en lo que nos rodea?, los niños pequeños de todas las culturas suelen contestar simplemente “porque sí”. (Ellos también se hacen preguntas, desde luego, pero sólo ante asuntos muy simples y concretos, como por ejemplo “¿por qué la abuela tiene la cara arrugada?”). “Porque la naturaleza es muy variada, produce infinitas formas y colores, y el hombre coopera a enriquecer esta diversidad”, es probable que conteste algún mayor. Esta respuesta no está del todo mal, aunque hay que reconocer que dice poco y explica menos.

      ¿De dónde salió eso que llamamos naturaleza? ¿Qué son los colores? ¿Por qué hay objetos con forma propia y otros sin forma, como el agua? ¿Por qué las plantas crecen y se reproducen, y los maceteros no? ¿Qué es la luz? ¿Por qué vemos? ¿Qué nos permite a nosotros pensar y a las hormigas no? ¿Por qué nos hacemos preguntas? Estas son las cuestiones que nos interesaría dilucidar si nos ponemos a pensar seriamente sobre lo que nos rodea; explicarlas hasta el nivel más profundo que podamos alcanzar. Y, ¿cuál es ese nivel?

      Imaginemos el siguiente diálogo en una sala de clases. El profesor quiere hacer razonar a sus alumnos. Señala a Alberto y le pregunta:

      P: ¿Por qué ves, Alberto?

      A: ¡Porque tengo los ojos abiertos, señor!

      P: No, esa respuesta no me sirve. A ver, Lucía, contéstame la pregunta. ¿Por qué ves?

      L: Veo, señor, porque estoy mirando.

      P: Cierto, pero tampoco ganamos mucho. A ver tú, Cristóbal, ¿por qué ves?

      C: Veo porque… en mis ojos se forma una imagen de lo que miro.

      P: Eso está mejor, aunque un poco circular tu respuesta. Dime, ¿por qué se forma una imagen en tus ojos?

      C: Porque a la retina llega la luz de las cosas que estoy mirando.

      P: Pero, ¿por qué las cosas tienen luz?

      C: Perdón señor, en realidad es luz del Sol reflejada en las cosas, en las paredes, en las sillas.

      P: Bien, bien, pero entonces ¿por qué el Sol emite luz y no las sillas y las paredes? ¿Cómo las luciérnagas tienen luz? ¿Qué tienen el Sol y las luciérnagas de especial?

      C: La luz, señor, es una onda electromagnética. El Sol emite luz porque en su interior ocurren reacciones nucleares que calientan los gases del exterior, produciendo algo como una inmensa hoguera. Esto no ocurre en el interior de las sillas en este cuarto. La luciérnaga, en cambio, la emite porque, cuando la luciferasa se acerca a la luciferina, bueno, …esteeeeehh…

      P: Oye, ¿dónde aprendiste tanto, mono sabio? Tu respuesta es buena, al menos respecto al Sol. Pero, ¿qué pasó al final? ¿Por qué cuando la luciferasa se acerca a la luciferina se produce luz?

      C: No sé, señor.

      P: Entiendo. En todo caso, ¿por qué las hogueras emiten ondas electromagnéticas?

      C: En las hogueras hay cargas eléctricas que se mueven y chocan entre sí cambiando sus velocidades, y los cambios de velocidad de las cargas siempre producen ondas electromagnéticas, señor.

      P: Muy interesante. Y, ¿por qué las cargas eléctricas aceleradas emiten ondas electromagnéticas?

      C: Son las leyes de la naturaleza, señor.

      P: De buena forma te la sacaste. Entonces dime, ¿por qué hay cosas con carga eléctrica?

      C: Porque están hechas de cargas eléctricas muy pequeñas.

      P: Bien, pero estas cosas más pequeñas, ¿por qué tienen ellas carga eléctrica?

      C: “Eeeeeehh...” (silencio).

      Las explicaciones engendran siempre una nueva pregunta, van transformando una en otra, como si fuéramos avanzando por los eslabones de una larga cadena. Partimos de “¿por qué vemos?”, y llegamos a “¿qué pasa cuando la luciferasa y la luciferina se juntan?” o, “¿por qué hay cargas eléctricas?”, y allí topamos. Llegamos a la orilla del conocimiento. Una orilla que presenta multitud de frentes.

      Que además se mueve. Hace ciento cincuenta años, cuando no se sabía siquiera la conexión entre la luz y las cargas eléctricas, o no se conocía aún la luciferasa, nuestra cadena habría terminado algunos eslabones más atrás. La cadena es hoy más larga que ayer.

      Bien, pero, ¿qué hemos ganado? ¿Hemos avanzado algo agregando eslabones? ¿En qué se diferencian después de todo, si unos y otros no son más que eslabones?

      Se diferencian en su posición en la cadena. En ésta hay un orden: unos eslabones están antes que otros. La cadena “visión – luz – onda electromagnética – cargas que cambian su velocidad – carga eléctrica” termina igual que la cadena “cáncer a la piel – radiación solar – onda electromagnética – cargas que cambian su velocidad – carga eléctrica”. De hecho, ambas cadenas comparten los últimos tres eslabones. Otro ejemplo es la cadena “oro – cristal – átomo – carga eléctrica”, que comparte con las anteriores sólo el último eslabón.

      Estas cadenas se fusionan como las ramas de un árbol, terminando en un tronco único que se entierra en lo desconocido. Una variedad de preguntas sobre nuestro entorno y lo que vemos o nos sucede cotidianamente terminan en una sola, más fundamental y general. La carga eléctrica, como raíz, lo es de un árbol impresionantemente frondoso, que crece con lentitud desde su base. La propia existencia material de lo que nos rodea y hasta de nosotros mismos no sería posible sin esa y otras propiedades básicas de lo más pequeño.

      Cada avance en el terreno de lo desconocido, cada nuevo eslabón que se agrega al final de la cadena, cada crecimiento del tronco, levanta al árbol entero. Al avanzar de un eslabón a otro, las preguntas se van haciendo más generales, más fundamentales, más importantes. Por ello, reemplazar una pregunta por otra en la secuencia explicativa no nos deja donde mismo, nos hace avanzar.

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      Lo que sabemos sobre cómo son y cómo funcionan las cosas ha sido el fruto de pararse frente al vacío de lo desconocido, y, como un ciego, remover la oscuridad con el bastón. El raciocinio, la imaginación, el laboratorio, las matemáticas, el lápiz, el papel…, son las diversas facetas de ese báculo.

      Existen fuerzas, como la curiosidad, o la capacidad de asombro, que nos impulsan a saltar de un eslabón a otro y acercarnos al peligroso vacío final. Nos mueve también la intuición de que en el recorrido hay belleza, hay orden, hay sorpresa, hay verdad, hay regocijo.

      La pregunta es tensión; la respuesta, descanso, como una ola que se forma y luego revienta volviendo por un momento las aguas a la calma. Cada respuesta engendra una nueva pregunta, más desafiante, más general, más preñada de posibilidades; en suma, una promesa de mayor plenitud, si es contestada. Algunos conciben este trajín del espíritu como la búsqueda de una pregunta (Leon Lederman dice: “Si el Universo es la respuesta, ¿cuál es la pregunta?”), mientras otros lo entienden como la

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