Marianela. Benito Pérez Galdós
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—¿Esas tenemos, señor planeta?... ¿Con que quiere usted tragarme?... Si ese holgazán satélite quisiera alumbrar un poco, ya nos veríamos las caras usted y yo.... Y a fe que por aquí abajo no hemos de ir a ningún paraíso. Parece esto el cráter de un volcán apagado.... Hay que andar suavemente por tan delicioso precipicio. ¿Qué es esto? ¡Ah! Una piedra; magnífico asiento para echar un cigarro, esperando a que salga la luna.
El discreto Golfín se sentó tranquilamente como podría haberlo hecho en el banco de un paseo; y ya se disponía a fumar, cuando sintió una voz... sí, indudablemente era una voz humana que lejos sonaba, un quejido patético, mejor dicho, melancólico canto, formado de una sola frase, cuya última cadencia se prolongaba apianándose en la forma que los músicos llamaban morendo, y que se apagaba al fin en el plácido silencio de la noche, sin que el oído pudiera apreciar su vibración postrera.
—Vamos—dijo el viajero lleno de gozo—, humanidad tenemos. Ese es el canto de una muchacha; sí, es voz de mujer, y voz preciosísima. Me gusta la música popular de este país.... Ahora calla.... Oigamos, que pronto ha de volver a empezar.... Ya, ya suena otra vez. ¡Qué voz tan bella, qué melodía tan conmovedora! Creeríase que sale de las profundidades de la tierra y que el señor de Golfín, el hombre más serio y menos supersticioso del mundo, va a andar en tratos ahora con los silfos, ondinas, gnomos, hadas y toda la chusma emparentada con la loca de la casa.... Pero, si no me engaña el oído, la voz se aleja.... La graciosa cantora se va.... ¡Eh! Muchacha, aguarda, detén el paso.
La voz, que durante breve rato había regalado con encantadora música el oído del hombre extraviado, se iba perdiendo en la inmensidad tenebrosa, y a los gritos de Golfín, el canto extinguiose por completo. Sin duda la misteriosa entidad gnómica, que entretenía su soledad subterránea cantando tristes amores, se había asustado de la brusca interrupción del hombre, huyendo a las más hondas entrañas de la tierra, donde moran, avaras de sus propios fulgores, las piedras preciosas.
—Esta es una situación divina—murmuró Golfín, considerando que no podía hacer mejor cosa que dar lumbre a su cigarro—. No hay mal que cien años dure. Aguardemos fumando. Me he lucido con querer venir solo y a pie a las minas de Socartes. Mi equipaje habrá llegado primero, lo que prueba de un modo irrebatible las ventajas del adelante, siempre adelante.»
Moviose entonces ligero vientecillo, y Teodoro creyó sentir pasos lejanos en el fondo de aquel desconocido o supuesto abismo que ante sí tenía. Puso atención y no tardó en adquirir la certeza de que alguien andaba por allí. Levantándose, gritó:
—Muchacha, hombre, o quien quiera que seas, ¿se puede ir por aquí a las minas de Socartes?
No había concluido, cuando oyose el violento ladrar de un perro, y después una voz de hombre, que dijo:
—Choto, Choto, ven aquí.
—¡Eh!—gritó el viajero—. Buen amigo, muchacho de todos los demonios, o lo que quiera que seas, sujeta pronto ese perro, que yo soy hombre de paz!
—¡Choto, Choto!
Golfín vio que se le acercaba un perro negro y grande; mas el animal, después de gruñir junto a él, retrocedió llamado por su amo. En tal punto y momento, el viajero pudo distinguir una figura, un hombre, que inmóvil y sin expresión, cual muñeco de piedra, estaba en pie a distancia como de diez varas más abajo de él, en una vereda trasversal que aparecía irregularmente trazada por todo lo largo del talud. Este sendero y la humana figura detenida en él llamaron vivamente la atención de Golfín, que dirigiendo gozosa mirada al cielo, exclamó:
—¡Gracias a Dios!, al fin salió esa loca. Ya podemos saber dónde estamos. No sospechaba yo que tan cerca de mí existiera esta senda.... Pero si es un camino.... ¡Hola!, amiguito, ¿puede usted decirme si estoy en las minas de Socartes?
—Sí, señor, estas son las minas de Socartes, aunque estamos un poco lejos del establecimiento.
La voz que esto decía era juvenil y agradable, y resonaba con las simpáticas inflexiones que indican una disposición a prestar servicios con buena voluntad y cortesía. Mucho gustó al doctor oírla, y más aún observar la dulce claridad que, difundiéndose por los espacios antes oscuros, hacía revivir cielo y tierra, cual si se los sacara de la nada.
—Fiat lux—dijo descendiendo—. Me parece que acabo de salir del caos primitivo. Ya estamos en la realidad.... Bien, amiguito, doy a usted gracias por las noticias que me ha dado y las que aún ha de darme.... Salí de Villamojada al ponerse el sol. Dijéronme que adelante, siempre adelante....
—¿Va usted al establecimiento?—preguntó el misterioso joven, permaneciendo inmóvil y rígido, sin mirar al doctor, que ya estaba cerca.
—Sí, señor; pero sin duda equivoqué el camino.
—Esta no es la entrada de las minas. La entrada es por la pasadera de Rabagones, donde está el camino y el ferro-carril en construcción. Por allá hubiera usted llegado en diez minutos al establecimiento. Por aquí tardaremos más, porque hay bastante distancia y muy mal camino. Estamos en la última zona de explotación, y hemos de atravesar algunas galerías y túneles, bajar escaleras, pasar trincheras, remontar taludes, descender el plano inclinado; en fin, recorrer todas las minas de Socartes desde un extremo, que es este, hasta el otro extremo, donde están los talleres, los hornos, las máquinas, el laboratorio y las oficinas.
—Pues a fe mía que ha sido floja mi equivocación—dijo Golfín riendo.
—Yo le guiaré a usted con mucho gusto, porque conozco estos sitios perfectamente.
Golfín, hundiendo los pies en la tierra, resbalando aquí y bailoteando más allá, tocó al fin el benéfico suelo de la vereda, y su primera acción fue examinar al bondadoso joven. Breve rato estuvo el doctor dominado por la sorpresa.
—Usted...—murmuró.
—Soy ciego, sí, señor—añadió el joven—; pero sin vista sé recorrer de un cabo a otro las minas de Socartes. El palo que uso me impide tropezar, y Choto me acompaña, cuando no lo hace la Nela, que es mi lazarillo. Con que sígame usted y déjese llevar.
II.
Guiado
—¿Ciego de nacimiento?—dijo Golfín con vivo interés que no era sólo inspirado por la compasión.
—Sí, señor, de nacimiento—repuso el ciego con naturalidad. No conozco el mundo más que por el pensamiento, el tacto y el oído. He podido comprender que la parte más maravillosa del universo es esa que me está vedada. Yo sé que los ojos de los demás no son como estos míos, sino que por sí conocen las cosas; pero este don me parece tan extraordinario, que ni siquiera comprendo la posibilidad de poseerlo.
—Quién sabe...—manifestó Teodoro—¿pero qué es esto que veo, amigo mío, qué sorprendente espectáculo es este?
El viajero, que había andado algunos pasos junto a su guía, se detuvo asombrado de la fantástica perspectiva que se ofrecía ante sus ojos. Hallábase en un lugar hondo, semejante al cráter de un volcán, de suelo irregular, de paredes más irregulares aún. En los bordes y en el centro de la enorme caldera, cuya magnitud era aumentada por el engañoso