Marianela. Benito Pérez Galdós

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Marianela - Benito Pérez Galdós

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hendidura en la peña, por la cual se oye el mismo hervor de agua que por la boca principal. Esta hendidura debe comunicar con las galerías de allá dentro, donde está el resoplido que sube y el chorro que baja. De día podrá usted verla perfectamente, pues basta trepar un poco por las piedras del lado izquierdo, para llegar hasta ella. Hay un cómodo asiento. Algunas personas tienen miedo de acercarse; pero la Nela y yo nos sentamos allí muy a menudo a oír cómo resuena la voz del abismo. Y efectivamente, señor, parece que nos hablan al oído. La Nela dice y jura que oye palabras, que las distingue claramente. Yo, la verdad, nunca he oído palabras; pero sí un murmullo como soliloquio o meditación, que a veces parece triste, a veces alegre, a veces colérico, a veces burlón.

      —Pues yo no oigo sino ruido de gárgaras—dijo el doctor riendo.

      —Así parece desde aquí... Pero no nos retardemos, que es tarde. Prepárese usted a pasar otra galería.

      —¿Otra?

      —Sí, señor. Y ésta, al llegar a la mitad se divide en dos. Hay después un laberinto de vueltas y revueltas, porque se hicieron galerías que después quedaron abandonadas, y aquello está como Dios quiere. Choto, adelante.

      Choto se metió por un agujero, como hurón que persigue al conejo, y siguiéronle el doctor y su guía, que tentaba con su palo el tortuoso, estrecho y lóbrego camino. Nunca el sentido del tacto había tenido más delicadeza y finura, prolongándose desde la epidermis humana hasta un pedazo de madera insensible. Avanzaron, describiendo primero una curva, después ángulos y más ángulos, siempre entre las dos paredes de tablones húmedos y medio podridos.

      —¿Sabe usted a lo que me parece esto?—dijo el doctor, conociendo que los símiles agradaban a su guía—. Pues se me parece a los pensamientos del hombre perverso. Parece que somos la intuición del malo, cuando penetra en su conciencia para verse en toda su fealdad.

      Creyó Golfín que se había expresado en lenguaje poco inteligible para el ciego; mas éste probole lo contrario, diciendo:

      —Para el que posee ese reino desconocido de la luz, estas galerías deben de ser tristes; pero yo, que vivo en tinieblas, hallo aquí cierta conformidad de la tierra con mi propio ser. Yo ando por aquí como usted por la calle más ancha. Si no fuera porque unas veces es escaso el aire y otras la humedad excesiva, preferiría estos lugares subterráneos a todos los demás lugares que conozco.

      —Esto es la idea de la meditación.

      —Yo siento en mi cerebro un paso, un agujero lo mismo que este por donde voy, y por él corren mis ideas desarrollándose magníficamente.

      —¡Oh! ¡cuán lamentable cosa es no haber visto nunca la bóveda azul del cielo en pleno día!—exclamó el doctor con espontaneidad suma—. Dígame usted, ¿este conducto donde las ideas de usted se desarrollan magníficamente, no se acaba nunca?

      —Ya, ya pronto estaremos fuera.... ¿Dice usted que la bóveda del cielo...? ¡Ah! Ya me figuro que será una concavidad armoniosa, a la cual parece que podremos alcanzar con las manos, sin poder hacerlo realmente.

      Al decir esto, salieron; Golfín, respirando con placer y fuerza, como el que acaba de soltar un gran peso, exclamó mirando al cielo:

      —Gracias a Dios que os vuelvo a ver, estrellitas del firmamento. Nunca me habéis parecido más lindas que en este instante.

      —Al pasar—dijo el ciego, alargando su mano que mostraba una piedra—he cogido este pedazo de caliza cristalizada; ¿sostendrá usted que estos cristalitos que mi tacto halla tan bien cortados, tan finos, y tan bien pegados los unos a los otros no son una cosa muy bella? Al menos a mí me lo parece.

      Diciéndolo, desmenuzaba los cristales.

      —Amigo querido—dijo Golfín con emoción y lástima—es verdaderamente triste que usted no pueda conocer que ese pedruzco no merece la atención del hombre, mientras esté suspendido sobre nuestras cabezas el infinito rebaño de maravillosas luces que llenan la bóveda del cielo.

      El ciego volvió su rostro hacia arriba, y dijo con profunda tristeza:

      —¿Es verdad que existís, estrellas?

      —Dios es inmensamente grande y misericordioso—observó Golfín, poniendo su mano sobre el hombro de su acompañante—. Quién sabe, quién sabe, amigo mío.... Se han visto, se ven todos los días casos muy raros.

      Mientras esto decía, le miraba de cerca, tratando de examinar a la escasa claridad de la noche las pupilas del joven. Fijo y sin mirada, el ciego volvía sonriendo su rostro hacia donde sonaba la voz del doctor.

      —No tengo esperanza—murmuró.

      Habían salido a un sitio despejado. La luna, más clara a cada rato, iluminaba praderas ondulantes y largos taludes, que parecían las escarpas de inmensas fortificaciones. A la izquierda y a regular altura vio el doctor un grupo de blancas casas en el mismo borde de la vertiente.

      —Aquí a la izquierda—dijo el ciego—está mi casa. Allá arriba... ¿sabe usted? Aquellas tres casas es lo que queda del lugar de Aldeacorba de Suso: lo demás ha sido expropiado en diversos años para beneficiar el terreno; todo aquí debajo es calamina. Nuestros padres vivían sobre miles de millones sin saberlo.

      Esto decía, cuando se vino corriendo hacia ellos una muchacha, una niña, una chicuela, de ligerísimos pies y menguada estatura.

      —Nela, Nela—dijo el ciego—. ¿Me traes el abrigo?

      —Aquí está—repuso la muchacha poniéndole un capote sobre los hombros.

      —¿Ésta es la que cantaba?... ¿Sabes que tienes una preciosa voz?

      —¡Oh!—exclamó el ciego con candoroso acento de encomio—canta admirablemente—. Ahora, Mariquilla, vas a acompañar a este caballero hasta las oficinas. Yo me quedo en casa. Ya siento la voz de mi padre que baja a buscarme. Me reñirá de seguro.... ¡Allá voy, allá voy!

      —Retírese usted pronto, amigo—dijo Golfín estrechándole la mano—. El aire es fresco y puede hacerle daño. Muchas gracias por la compañía. Espero que seremos amigos, porque estaré aquí algún tiempo.... Yo soy hermano de Carlos Golfín, el ingeniero de estas minas.

      —¡Ah!... ya.... D. Carlos es muy amigo de mi padre y mío: le espera a usted desde ayer.

      —Llegué esta tarde a la estación de Villamojada... dijéronme que Socartes estaba cerca y que podía venirme a pie. Como me gusta ver el paisaje y hacer ejercicio, y como me dijeron que adelante, siempre adelante, eché a andar, mandando mi equipaje en un carro. Ya ve usted cómo me perdí... pero no hay mal que por bien no venga... le he conocido a usted y seremos amigos, quizás muy amigos.... Vaya, adiós; a casa pronto, que el fresco de Setiembre no es bueno. Esta señora Nela tendrá la bondad de acompañarme.

      —De aquí a las oficinas no hay más que un cuarto de hora de camino... poca cosa.... Cuidado no tropiece usted en los rails; cuidado al bajar el plano inclinado. Suelen dejar los vagonetes sobre la vía... y con la humedad, la tierra está como jabón.... Adiós, caballero y amigo mío. Buenas noches.

      Subió por una empinada escalera abierta en la tierra y cuyos peldaños estaban reforzados con vigas. Golfín siguió adelante, guiado por la Nela. Lo que hablaron ¿merecerá capítulo aparte? Por si acaso, se lo daremos.

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