Viviane Élisabeth Fauville. Julia Deck

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Viviane Élisabeth Fauville - Julia  Deck

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“¡Tiempo!”. Usemos otro método, o no tiene sentido que yo venga acá.

      Vamos, chantaje.

      No tiene nada que ver con el chantaje, usted contesta subiendo el tono. Todo lo contrario. Me gustaría quedarme, me gustaría que funcionara, pero no puedo seguir eternamente sin resultados. No tengo recursos para eso.

      ¿Recursos?

      Sí, recursos, recursos, ahora usted está gritando. Tiempo, dinero, los recursos necesarios. Tengo que pagar el alquiler, las cuentas, a la niñera, mi marido no me va a ayudar, le recuerdo que mi marido me dejó por no sé qué jovencita tonta, en fin, me quedé sola como dicen, sola con mi hija, estamos las dos solas y tenemos que salir adelante.

      ¿Por qué eligió esto?

      Sus dedos se crispan, sus vértebras se aplastan contra el respaldo del sillón. Usted cierra los ojos. Una lluviecita de rabia le sale del rabillo del ojo. Se ve a sí misma un mes y medio atrás, hundida en el fondo de la mecedora en el departamento de la rue Louis-Braille, frente a su marido, que la estaba despidiendo, intentando conservar la sangre fría y tomando inmediatamente la decisión de mudarse, porque era su última oportunidad para adelantársele, para sorprenderlo.

      Usted agarra la cartera. Busca pañuelos de papel y encuentra el estuche con los cuchillos, que pesa bastante. Pero estaba tan apurada hace un rato al salir, la idea de dejar sola a su hija la tenía tan preocupada, que no se fijó en lo que contenía. Encuentra los pañuelos, la cartera queda abierta en su regazo.

      Yo no elegí nada, fue mi marido quien me dejó.

      Pero todos elegimos en forma inconsciente.

      Usted sugiere que yo lo empujé a que se fuera.

      Yo no sugiero nada, lo dice usted.

      Sus brazos temblequean sobre el sillón, las manos le empiezan a temblar.

      Mire, señora Hermant, vamos a hacer lo siguiente. Va a volver a tomar estas pastillas durante unos meses, ¿recuerda?, los antidepresivos, y luego los ansiolíticos le van a calmar las crisis. La vez pasada dieron resultados, ¿o no, señora Hermant? Ahí está, ahora le hago la receta. Sea buena, retome el tratamiento, me viene a ver el miércoles y esta vez pasamos a tres sesiones por semana. El lunes a las ocho, ¿le parece bien?

      De repente, usted se calma. El doctor encontró la palabra adecuada. Buena. Usted no va a serlo nunca más. Sus dedos hurgan en la cartera, entreabren el estuche, palpan las cuchillas y sacan la más ancha del anillo que la mantiene contra el terciopelo sintético. Usted saca el cuchillo de la cartera, se levanta, da un paso hacia adelante. El doctor sigue sonriendo, esperando lo que viene, como si estuviera mirando un espectáculo. Claro, él tampoco la cree capaz de esto. Siempre vio en usted solo a una burguesa, una vulgar arribista, la típica neurótica a la que se amansa con pastillas blancas o celestes. Por fin se va a dar cuenta de quién es usted. Y efectivamente, a medida que usted se acerca, va desapareciendo la risita, se le paralizan los rasgos, su rostro blando se pone tenso. Pero cuando él toma conciencia de lo que está por pasar, ya es demasiado tarde.

      Usted está a unos centímetros de él, lo domina desde su estatura y sus tacos. Usted levanta la punta del cuchillo a la altura del vientre del médico, torpemente, un poco a tientas, no muy segura de que lo va a lograr. Él abre la boca redonda, un grito se forma en el fondo de su garganta. Usted sabe entonces que no hay que dudar. Le hunde la cuchilla justo debajo de la última costilla, la sumerge hasta la guarnición. Las vísceras son blandas como la manteca. Usted sube hasta el pulmón, pero el hombrecito ya está muerto, yace al pie del sillón y ya no podrá hacer daño.

      La mancha de sangre se expande por la camisa celeste. Se extiende pronto sobre el costado izquierdo, luego se vuelve un charco que llega hasta la alfombra. Usted aparta la punta de sus zapatos. No piensa en nada, no tiene ninguna estrategia, pero es posible que el recuerdo de una película o de una novela policial le pase por la cabeza, y le parece mejor que no la vean en los próximos minutos saliendo del consultorio con cara de loca y manchada de sangre. Limpia el cuchillo con el pulóver, el líquido traspasa la lana y le moja la piel de la barriga. Usted descubre en el bolsillo del piloto una bolsita arrugada. Envuelve el cuchillo en ella, se asegura de que no ha olvidado nada y sale de la habitación. Al menos mil pruebas la condenan, pero aunque pasara allí toda la noche a usted le costaría mucho encontrarlas, ya que nunca pensó en perfeccionar sus competencias de asesina.

      La rue de la Clef sigue tan vacía como antes. La primera persona con la que se cruza, en la esquina de la rue Monge, es una mujer joven que lleva una baguette debajo del brazo y un niño colgado del otro con mala cara de lunes por la noche. Usted desemboca en el cruce donde está la estación del metro: hay varios bares con terrazas calefaccionadas, y por ende decenas de clientes que no tienen nada mejor que hacer que mirar el tráfico y comentar acerca de los peatones más pintorescos. Usted se mete en el metro.

      En el andén, la pantalla indica tres minutos de espera para el próximo tren. Usted se sienta en un sillón naranja, observa a los viajeros que están cerca: tres jóvenes de traje, dos estudiantes con aritos en la nariz, debajo de las cejas, en los lóbulos de sus lindas orejitas, un africano arropado en un amplio traje verde. Espera que la descubran. Se le debe notar en la cara que acaba de matar a un hombre. Y, sin embargo, el africano está enfrascado en un diario gratuito, las estudiantes miran el ir y venir de las ratas entre los rieles, y los demás intercambian informaciones sobre los barómetros mensuales del sector automotor.

      El tren entra en la estación. Los pasajeros se aplastan contra las ventanas hasta que se abren las puertas, se derraman sobre el andén, refluyen adentro dócilmente bajo la orden de la señal sonora, y los recién llegados se abren paso a codazos para meterse en el vagón. Usted camina lentamente hacia el centro de la muchedumbre. Unos hombres la miran distraídos, pero su cara parece borrarse de la memoria de ellos en cuanto miran hacia otra parte.

      En Stalingrad, el oleaje la arroja fuera del tren y la lleva a la superficie, sobre el boulevard de la Chapelle. Usted llega frente a su edificio en cinco minutos. Hasta el quinto piso no se cruza con nadie, salvo con el tipo blanco del segundo que terminó su caminata y espera a que alguien le abra. Mientras usted busca las llaves en el bolsillo exterior de su cartera, recuerda que no hace falta, que no cerró con llave. Con solo girar el tirador escucha el gorjeo que viene de la cuna: recién se está despertando la bebé. Corre hasta el lavarropas a tirar sus prendas. Totalmente desnuda, debajo de la lámpara también desnuda, usted limpia el cuchillo con detergente, con lavandina, con aguarrás, y lo guarda con los demás en el estuche. Se está calentando la mamadera, usted mece a la niña, que come y se duerme. En la mecedora en medio de la sala vacía, usted se olvida de todo.

      3

      A la mañana siguiente, martes 16 de noviembre, lo recuerda todo. El reloj que está al pie de la cama señala las 5:58. Faltan más o menos dos minutos para que se despierte la niña, dos minutos para encontrar una solución, barrer cuanto se pueda los restos esparcidos por la jornada de ayer.

      Viviane se levanta y se acerca a la cuna. Con la punta del dedo índice, impulsa el móvil que cuelga de una varita metálica doblada. Se trata de un pequeño carrusel de jirafas y leones; estos cuelgan por encima de aquellas de tal manera que pareciera que nunca podrán alcanzarlas. Pero si se agita un poco más el móvil, los animales no solo giran, sino que también bailan verticalmente, y ya puede pasar de todo. La niña abre un ojo. Sorprendida por ver tan rápido a su madre, se olvida de llorar.

      Después de dejarla en lo de la niñera, Viviane camina muy segura hacia el boulevard de la Chapelle. Lleva puesto un conjunto pata de gallo debajo de su abrigo gris, las nubes se alejan en paralelas estrictas

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