Viviane Élisabeth Fauville. Julia Deck

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Viviane Élisabeth Fauville - Julia  Deck

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ella sin esperanza. Pero ¿cómo puede ser que se haya muerto? Lo vi el otro día, estaba muy bien, ¿y ahora quién me va a atender?

      Qué curioso, todos dicen lo mismo, ironiza el inspector. ¿Cuándo fue su última sesión?

      El viernes. Sí, el viernes, tenía sesión a las doce del mediodía. Es el horario que tengo desde hace dos meses, y el miércoles a las diez. Antes estaba embarazada, explica mostrando a su hija con un movimiento del mentón, ese gesto con el que se señalan las verduras en el mercado o el vuelto que se dejó en el mostrador.

      ¿Y le fue bien?

      No le voy a mentir, dice Viviane después de un silencio en el que piensa sería mejor mentir, y luego, no, miento muy mal, no me va a creer jamás, y finalmente seamos sinceras, tal vez consiga su confianza. Entonces Viviane dice no le voy a mentir, nunca me va del todo bien.

      ¿Sí?

      Sí qué, contesta nerviosa. Perdóneme, él era quien decía esto. Siempre repetía sí en vez de contestar mis preguntas, me irritaba.

      Está nerviosa.

      Efectivamente, estoy nerviosa, por eso consulto a un especialista.

      Pero él la pone nerviosa.

      ¿Pero qué me quiere hacer decir, que tengo problemas? Porque lo puedo reconocer ahora mismo. Sí, tengo un montón de problemas y estoy cansada, mi marido me dejó, y se larga a llorar.

      Bueno bueno bueno, se toma un tiempo el inspector. Porque, si bien está buscando la verdad de los hechos, no se siente muy cómodo con las confesiones del corazón. ¿Y qué hizo usted ayer entre las cinco de la tarde y las doce de la noche?

      Estuve en casa con mi hija, dice Viviane lloriqueando, pero sin perturbarse porque apenas se trata de una mentira: a las cinco estaba en su casa con su hija, y también a las doce. Y demasiado pronto agrega si no me cree, se lo puede preguntar a mi madre. Me llamó a eso de las ocho, ella se lo puede confirmar; perdón, voy a tomar una pastilla para calmarme.

      ¿Está con medicación?

      El médico me recetaba unos medicamentos de vez en cuando. Pero recetas de lo más comunes. De hecho, mire, tengo una acá.

      Yul le echa un vistazo al papel, apunta dos o tres palabras, seguramente los nombres de los productos, y se lo devuelve. A Viviane se le retuerce el estómago. Se trata de la receta que el médico le hizo ayer, la fecha figura arriba a la derecha. Le tiemblan los dedos cuando la guarda en su cartera, pero Yul está pensando en otra cosa. A Yul ella no parece interesarle mucho, ¿y cómo reprochárselo? Ella se da cuenta de que este interrogatorio dibuja el perfil de una futura divorciada común y corriente: no es en terreno deprimido donde crecen los gérmenes asesinos, las hierbas mortales.

      Pero dígame, estimada señora, ¿por qué llamó usted al doctor ayer a las 10:38?

      Piensa, Viviane, piensa. Di algo, cualquier cosa menos este silencio culpable. Y sí, contesta al fin ella, me sentía mal. Me dio un turno de urgencia a las 18:30, pero no pude ir, no encontré a nadie que cuidara a mi hija, se lo puede preguntar a mi madre.

      ¿Y por qué no lo dijo antes?

      Pensé, se defiende Viviane y se larga de nuevo a llorar, que resultaría sospechoso, y usted ve que yo no tengo nada que ver, y el inspector se reprime de asentir, tan poco interesante le parece como sospechosa.

      Luego, el teléfono interrumpe la entrevista, y Philippot presta particular atención a su interlocutor. Esto dura unos minutos, él habla poco mientras del otro lado de la línea parecen exponer nuevos datos acerca de la situación. Por fin corta y dice bien, lo dejamos acá por hoy.

      ¿Estoy libre?, se sorprende Viviane.

      Exacto, está libre, contesta Yul mientras la acompaña hasta la salida, limitando el contacto con la mirada llena de gratitud de la madre y con la de la niña, más recatada. Podría haber buscado a alguien que la cuidara, dice él, más amable.

      5

      El artículo de Le Parisien del día siguiente, miércoles 17 de noviembre, plantea varios problemas. Según el periódico, encontraron el cuerpo del doctor solo a la mañana siguiente de su muerte, y no lo hicieron ni un paciente ni su esposa, sino una persona pelirroja de ojos verdes tremendamente embarazada, con domicilio en la Argentière-La Bessée en el departamento de los Hautes-Alpes, y que no se sabe qué hacía ahí el martes a las 6:30. Después, no fue fácil encontrar a la señora Sergent. Aunque oficialmente resida con su marido en un cómodo departamento de la rue du Pot-de-Fer, aparentemente pasa las noches en un dos ambientes de la rue du Roi-de-Sicile, propiedad de un tal Silverio Da Silva. Y este, psicoanalista pero no psiquiatra, ni siquiera médico o aunque más no fuera psicólogo con diploma de Estado, en fin, simple analista laico titulado por la buena voluntad de sus colegas, no negó ser el amante de la viuda. No se inmutó cuando los investigadores le preguntaron, con su tonito de funcionarios, si no le molestaba tomar prestada la esposa de los demás, intentó defender la idea de que el ser humano es irreductible a las leyes de la sociedad civil, o mejor dicho que a veces disfruta de transgredirlas. Pero es evidente, contestaron los funcionarios al meterlo en la celda para que pasara allí la noche. “Amor: usted cuida cada vez menos su aspecto. Éxito: evite las decisiones que podrían comprometer su futuro. Salud: alergias”.

      Viviane termina su taza en la barra de la rue Louis-Blanc, una costumbre que está adoptando. Ahí toma café antes de pasar a buscar a su hija. Dicen que las otras madres andan ocupadísimas, felices de canjear a sus hijos por una o dos horas de libertad, y Viviane piensa para qué, no hay suficiente papeleo para ocupar toda una vida, ni suficientes recursos creativos en las peluquerías para que se justifique ir más de una vez por semana. Cierra el periódico y se encuentra nuevamente en la esquina, frente a las vías de la gare de l’Est que pasan debajo del puente del metro en dirección norte. Así como están, todas las calles del barrio parecen dispuestas en abanico, ensambladas por la rotonda que materializa la intersección de las rues Cail y Louis-Blanc, reunidas en la otra punta por la cinta metálica de las vías elevadas del metro, sobre el boulevard de La Chapelle.

      Ella dobla a la derecha, bajo el cielo oscurecido por una desnuda enramada bajo la cual se alinean almacenes exóticos, oficinas de transferencias de fondos, bazares, carnicerías, locutorios. Grupos de cingaleses sin cingalesas debaten en cada rellano de puerta. Podrían no tener nada mejor que hacer sino comentar el paso de esa mujer alta y pálida, exótica para ellos, y sin embargo ni siquiera la miran cuando se cuela entre ellos, mientras constata de reojo si les llama la atención y advierte que no, que sigue invisible para los cingaleses como para los demás, psicoanalista, policía y todo lo demás.

      Usted va a dar una vuelta sin ningún objetivo. Es lo bueno de su situación. Está totalmente libre, y Dios sabe que esto no va a durar, lo dicen todas las madres, que le esperan al menos veinte años de esclavitud.

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