Pérame tantito. Martha Biebrich

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Pérame tantito - Martha Biebrich

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di cuenta: es el ingrediente más importante en el bienestar de todos mis días y no me voy a permitir vivir sin ella. Ahí en mi centro, en mi parte más profunda, había paz, coexistiendo con otros sentimientos desagradables.

      Verdaderamente cambié yo y la forma en que me afectaban los sucesos en mi vida. El amor a mí misma floreció y con él apareció el fruto tan deseado, ahora podía disfrutarlo.

      Esta es la razón principal por la que decidí escribir este libro, transmitir a quien lo lea mis pasos para lograr sentirme bien conmigo y con mi entorno.

      Pérame tantito es una guía para empezar a amarte, respetarte y aceptarte tal cual eres; preocupaciones muy comunes en esta época, las tenemos todos sin importar edad, sexo, nacionalidad o condición social. A la mayoría nos cuesta trabajo hacerlo; quererte a ti mismo es más fácil de lo imaginado, sólo necesitas el “cómo”, paso a pasito.

      Te llevaré a un viaje de 12 capítulos cortos, facilmente leíbles en una tarde. Comienzo compartiendo mi historia, ni más ni menos dramática que la de algunos de ustedes, pero lo hago para narrar los eventos que marcaron quién soy.

      Espero disfrutes la lectura y encuentres lo que estás buscando.

      CAPÍTULO 1

      MEXICANA EN EL EXILIO

      Nací en Hermosillo, Sonora. Mi papá era un político muy prometedor y tenía la esposa perfecta para lo que necesitaba.

      Soy la más grande de tres hermanos, por lo tanto, se esperaba mucho de mí. Papá era mi adoración, mis primeros tres años de vida transcurrieron entre mítines políticos, campañas y adultos partidistas.

      Seguramente yo tenía muy mal carácter, pues cada vez que no sonreía o no me portaba como una “señorita” de tres años debía hacerlo, mi mamá me llevaba al baño a darme unas nalgaditas para que sonriera. Se imaginarán que no dejé de sonreír nunca más y durante muchos años tuve estreñimiento porque no quería pasar más tiempo del necesario en el baño.

      Contrario a lo pensado por muchos acerca de la vida tranquila y sin preocupaciones de los hijos de políticos en nuestro país, yo sufría de distintas maneras: padecía dolores de cabeza por los peinados tan apretados y restirados y por la incomodidad de andar para arriba y para abajo en un mundo de adultos.

      Algunas veces doña Esther, esposa del entonces presidente, llegó a cuidarme e incluso a cambiarme el pañal. También recuerdo por las noches pedirle a Dios hacerme buena, para que ya no me pegaran.

      ¿Qué sucedió? Me convertí en la hija perfecta. Hice un arte en aquello de transformarme en la persona necesitada para darles gusto y sentirme amada o, por lo menos, útil.

      Cuando nació mi primer hermano pensé que no compartía responsabilidades conmigo; por el contrario, lo sumé a mis responsabilidades. Crecí creyendo que mi papá, más que político, era tipo James Dean o George Clooney; un día me llevó al colegio y las niñas de prepa se salían por las ventanas para gritarle como si fueran fans de una estrella de cine o groupies de un rockero. Nunca más quise su compañía en mi colegio.

      Mi mamá era una mujer muy hermosa y de salud delicada. Me parece, sus prioridades durante muchos años, fueron su belleza física y mi papá, antes que su salud.

      Para estos momentos, sentía que la cigüeña se equivocó; algo así como con Dumbo, todos eran iguales y estaban a gusto, querían que yo fuera igual, pero me sentía completamente diferente, yo no encajaba ahí, no me sentía parte de ese mundo. Cuando mis primas o mis amigas hablaban de su casa o de su coche se referían a eso como “mi casa” o “mi coche” y cuando yo llegaba a decir “mi algo” me corregían diciendo “No, eso no es tuyo”, era del gobierno. Una vez, totalmente desesperada le pregunté a mi mamá: “¿Entonces qué sí es mío?” Ella contestó: “Tu hermano, tu papá y yo, sólo eso”. ¿Pero cómo? ¡Si eso lo comparto con el Estado!

      Desconcertada, necesitaba encontrar algo paralelo para ayudarme a entender qué hacía ahí o simplemente para ayudarme a estar ahí, sin sentirme tan mal conmigo misma por no apreciarlo. Me di cuenta cómo lo que sí era mío, no era suficiente para sentirme bien.

      Una vez, mamá me pidió acompañarla a ver a su tía quien tenía fama de sanar con las manos; eso fue para mí el principio del viaje para convertirme en un instrumento de sanación.

      Llegamos a casa de Marcela, mi tía abuela, una mujer con una dulzura hipnotizante, unos ojos azul profundo, los cuales transmitían paz. Se sentía muy bien junto a ella, su casa estaba llena de vida, de gente y de olor a tortillas de harina recién hechas.

      Con una dulzura infinita tomó mis manos y me dijo que me enseñaría a pasarle energía a mi mamá, a sanarla. Sentí mis manos transformarse en una vasija llena de sensaciones desconocidas, pero tranquilizantes, y esa energía debía pasarla a mi mamá; así lo hice durante muchos años, como si fuera lo mas normal que una niña de mi edad curara con las manos.

      Un día todo cambió. Mi papá tuvo una discusión con el presidente de la República y de ser el consentido, pasó a ser el perseguido; tuvo que salir del país. Mi mamá esperaba a su tercer hijo y no pudimos irnos con él hasta el nacimiento del bebé.

      Por esa época empecé a recibir “visitas” que sólo venían a verme a mí, una especie de “presencias” percibidas solamente por mí. Traían mensajes, todo estaría bien, y me pedían confiar. Siempre llegaban en forma de personas quienes me transmitían amor; estaba convencida que venían de parte de Dios para darme paz.

      Mientras se acercaba el parto de mi hermano, estuvimos vigilados en todos los sentidos. Por un lado, había escoltas para cuidarnos a nosotros y por otro lado para dar con el paradero de mi papá, pues le giraron una orden de aprehensión.

      Nuestros teléfonos y los de nuestros familiares y amigos estaban intervenidos; yo nunca estaba sola. De ser la hija de un gobernador muy accesible a todos quienes quisieran acercarse a platicar, pasé a estar en una burbuja impenetrable, a menos de pasar el “control de seguridad” y aprobación de Chencho, nuestro chofer, nano y escolta. Nadie se daba cuenta como yo empezaba a leer y por todas partes leía que mi papá era un asesino o un ladrón.

      Un día, al bajarme del coche, se me acercó una viejita caminando muy lentamente. Yo esperaba que Chencho la quitara; mis ojos iban de Chencho a la viejita y de la viejita a él. Ella cada vez estaba más cerca de mí hasta que me tomó del brazo para decirme cómo mi padre era un hombre bueno, que no hiciera caso de lo que oía o leía, todo se aclararía tarde o temprano. No sé cuánto duró esa conversación, pero Chencho nunca la vio. Todo el que se acercaba, lo quitaba, aunque lo conociera; en esa ocasión sólo estaba preocupado en apurarme, pues mi mamá me esperaba dentro de la casa.

      En ese momento entendí: no todo lo que yo veía lo veían los demás. Y, por la paz que sentía en esos momentos, sabía no era algo malo, eran momentos muy míos, regalos incompartibles con nadie, eso lo tenía muy claro. Estaba segura que si lo platicaba, me regañarían.

      Mi hermano Jacobo nació casi asfixiado por su cordón umbilical. No podía viajar, no sabíamos si sobreviviría; lo metieron en la incubadora. Mis padres decidieron dejarlo con mi abuela Cata y nosotros iríamos donde estaba mi papá. Ese fue mi primer dolor profundo, mi alma se partía en dos, un pedacito iba conmigo y otro se quedaba con mi hermano recién nacido, con miedo a verlo por última vez.

      Nuestro exilio lo viví con la incertidumbre del tiempo y espacio, consciente del peligro constante. De los días

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