Pérame tantito. Martha Biebrich

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Pérame tantito - Martha Biebrich

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me antojara, por lo menos en el colegio. Cuando algo no les parecía a las religiosas Hijas de Jesús y María Virgen, escuchaba: “¡Mexicana!” Grito casi siempre acompañado de un tortazo en mi mejilla derecha, esta se quedaba impregnada durante horas con olor a Nenuco, colonia sumamente popular en esos lugares.

      CAPÍTULO 2

      ENSEÑANZAS DE LA NENITA

      Al terminar el sexenio regresamos a México y nos instalamos en el D.F. Todo se fue acomodando poco a poco, parecía más normal que antes.

      Un día, a mis once años, llegué de la escuela. Mi nana Lore estaba, como siempre, en la cocina. Ella fue la mujer quien me abrió los ojos a la vida contándome todas las noches cuentos llenos de sabiduría; estaba conmigo en mis sueños y calmaba mis pesadillas. Vivió con nosotros 30 años, su presencia y su comida fueron la estabilidad de mi infancia.

      Ese día, Lore tenía ya todo listo para comer, mi mamá y mis hermanos estaban sentados a la mesa, pero había algo diferente: en mi lugar de siempre, junto a mi mamá, había una viejita hermosa de pelo blanco como la nieve; su piel se veía con mucha luz y tenía un color muy lindo, como con algo haciéndola brillar.

      Me senté en la silla vacía junto a la viejita. Al saludarla, percibí un aroma a rosas, ella notó mi desconcierto y para romper el hielo dijo: “No te preocupes, mañana te irá muy bien en tu examen de matemáticas”; casi se me salen los ojos. Ella me miró con mucho amor, mismo que sería el ingrediente más importante de nuestros encuentros; tocó su pecho con una de sus manos y con la otra el mío señalando un lunar en común, fue entonces cuando me dijo: “Entre brujas nos conocemos”.

      Se llamaba Magdalena, la Nenita, como yo la nombré. Desde ese día se convirtió en mi abuela de la Ciudad de México –mis abues vivían en Hermosillo–. Fue mi cómplice, mi mejor amiga y mi gran maestra durante 23 años. La veía en su casa de Coyoacán todas las semanas; por las noches orábamos por teléfono antes de dormirnos; las horas con ella se me perdían. Entre juegos, risas, regaños, amor y olor a rosas me enseñó infinidad de cosas con tal sutileza, que no percibí cómo sembraba, regaba y hacía crecer a la mujer en quien me convertí.

      Me guió por el camino del amor a Dios, un Dios amigo, compañero, amoroso, comprensivo y sobre todo presente. Siempre ahí, siempre junto, no afuera e inalcanzable, siempre dentro de mí. Me enseñó a ser un canal de luz. Eso me hizo entender la dualidad que todos vivimos: la Martha que yo era con la Nenita, sentía la libertad de ser ella misma.

      En la vida diaria, actuaba de la manera esperada a los ojos del mundo y, lo más importante, para mis papás era la hija perfecta –perfectamente infeliz–, con dolores de estómago constantes, migrañas, afonía, bulimia, anemia y ansiedades. En esa época había muchos galanes desfilando por mi casa; con ellos yo buscaba la aceptación de mis papás.

      Mis actividades con la Nenita, la forma en que me guiaba en la solución de mis problemas, era lo que me daba sentido de pertenencia.

      Seguí la misma línea en la carrera y en mi vida: Cumplir las expectativas de mis papás. Estudié la licenciatura en Relaciones Internacionales y me casé, mi intención genuina era “para siempre”, con un hombre a quien a la fecha quiero y admiro; con él tuve cuatro hijos en 15 años de casados.

      No contaba con que mi semilla de mujer sanadora, libre, impetuosa, desesperada por conocer y entender el mundo de otra manera y por descubrir misterios de la existencia para hacer mas llevadera la vida a pesar de todo y de todos, estaba creciendo. Tarde o temprano se romperían las barreras deteniéndome y todo se desmoronaría, nada tendría sentido.

      Un 17 de enero –casualmente la misma fecha cuando nació Jacobo, mi hermano– me llamó mi Nenita para soltarme una bomba: “Hoy voy a cambiar de cuerpo, ¿puedes venir y te explico?”. Esa fue su última lección en vida: Magdalena me guió por el camino de su muerte, me enseñó los pasos que seguiría para llegar a la luz y todo lo que debía hacer para ayudarla. Me prometió en pocos días estar conmigo para siempre.

      Murió esa noche, hice lo pedido, pero no la volví a sentir ¿qué no estaría conmigo para siempre? Esa noche la perdí. Creí nunca volvería a verla.

      Fue el comienzo de mi peor etapa; ese año murió mi abuela Cata, quien fue más que una madre para mí, y comencé el doloroso proceso del divorcio. Estaba frustrada y enojada por no lograr el matrimonio deseado y no podía atender como quería a cuatro niños chiquitos. Estaba convencida: sola podría ser mejor mamá que casada: sintiéndome muy sola pero acompañada.

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