Nomadía. María Casiraghi
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Por otra parte, aún admitiendo que los textos fueran producto de esa ilusoria transcripción, podemos dudar de su fidelidad; lo refuta el simple hecho de que nos encontramos frente a relatos ajustados, articulados, dotados de un inusual equilibrio entre un seco lenguaje y felices imágenes líricas. Y si la sequedad del lenguaje puede hacer pensar en efectos de oralidad, como lo propio de transcripciones, lo que queda de ella son meros restos, exteriores, que desaparecen rápidamente en la literaria atmósfera que los engulle: en realidad, me parece, la presunta oralidad originaria ha sido transformada, de modo tal que el efecto que podemos registrar es un dramatismo «artístico», por decir así, propio de la literatura y que, por supuesto, va más allá, o es de otra índole, de la conmoción que la imagen real podría provocar, si tuviéramos la posibilidad o la suerte de escuchar los testimonios que ha recogido y de lo cual nos advierte con tenacidad.
Libro disfrutable y emocionante, por las imágenes que pinta, sin duda, pero también por la seriedad de su lenguaje y ese rigor poético que está en armonía con él, al mismo tiempo que presenta un mundo doloroso, cercano y lejano al mismo tiempo, menos mito que tragedia ancestral y pérdida irrecuperable.
Noé Jitrik
Nota introductoria
En el año 2000 viajé durante seis meses con la fotógrafa Marta Caorsi por el sur de la Patagonia argentina para la realización de dos libros, uno de paisajes y otro de retratos, reuniendo en éste último diversas historias de vida de los habitantes patagónicos. Tal vez por la rapidez de los tiempos de escritura y edición, por el límite de espacio destinado a cada historia o por encontrarme «aprisionada» en el género periodístico, pienso que no pude volcar en el segundo libro toda la densidad y complejidad de las vidas retratadas. El periodismo supone un decir todo, pero muchas veces oculta más de lo que dice; tal vez porque el lector toma como real lo que lee, la censura suele ser mayor. La ficción permite a su autor, aún sin proponérselo, decir aquello que el periodista se ve obligado a suprimir; simplemente porque el lenguaje literario amplía los campos expresivos dando a la realidad su más exacta dimensión, descubriendo su verdad más profunda. Esto es lo que a mí me sucedió al comenzar a narrar esos hechos que oí, vi o experimenté desde este ángulo tan laberíntico como infinito.
Todos estos cuentos se desprenden como micro relatos de historias reales. En la región donde trascurren, el porcentaje poblacional es de los más bajos del país, sin superar los 0,8 habitantes por kilómetro cuadrado. En medio de un clima riguroso, nada los protege contra la soledad, la marginación y el olvido.
La Patagonia, aquel lejano sitio que fue hielo, bosque y mar, permite ser nombrada aquí de otra manera: Nomadía. Es éste el nuevo espacio a habitar; un territorio siempre incierto, huidizo, nómade.
En algunas de las introducciones a los relatos, hablo de un nosotros, incluyendo a mi compañera de ruta; en otras, la voz transcurre sola. Cuando la imaginación ha predominado sobre la realidad, algunos hechos, nombres de personas y lugares han sido modificados. Todos ellos son bocetos de verdades, desesperadamente mutables.
María Casiraghi
“Ya no es superfluo ningún hombre; pues todo individuo es él mismo y la especie.”
Soren Kierkegaard
A los nómades del mundo
La primera vez que vi a Eva, estaba en la ventana. Tomaba mate y no quise interrumpirla. Tenía en su mano un cuaderno amarillo y cuando entré, me lo dio. El cuaderno estaba mojado. Eva se rió diciendo que sólo era vino y me pidió que lamiera las hojas, así nos emborrachábamos un poco. Esta vez reí yo. Después dejé de reírme. Eva hablaba en serio. Me dijo que pronto moriría y que no quería hacerlo sin antes enseñarle a alguien la lengua que una vez aprendió. No quiero que la cadena se corte, me dijo, quédese y oiga.
Árida lengua
Para aprender a hablar tehuelche tuve que emborrachar a mi abuelo Camilo. Era noche cerrada y parecía que pronto llovería porque oíamos cada vez más fuertes los gemidos del cielo. Estábamos solos en el cuarto, mi abuelo y yo. Mi padre no había regresado del pueblo desde aquella última mañana de primavera en la que prometí no repetir jamás la palabra octubre. Mi madre se había dormido antes de lo acostumbrado. Mi hermano, nunca supe dónde hallarlo.
Había querido aprender la lengua tehuelche hacía ya mucho tiempo. Pero mis padres sólo lo hablaban de noche y en la oscuridad para que ni mi hermano ni yo pudiéramos verlos. Decían que así nadie nos molestaría después. Yo no entendía por qué hablar una lengua u otra podía determinar la vida que uno llevara de grande.
Mi padre no era indio sino turco y algunos dicen que por eso se fue. Muchas veces intenté convencer a mamá cuando nos quedábamos solas de que me hablara en paisano ahora que éramos todos indios y nadie nos podía delatar. Mientras se lo pedía sabía que no me estaba escuchando. Ella pasaba las horas en su cuarto durmiendo o llorando para tapar el silencio de esos pasos que no vuelven. Sabía oírla detrás de la puerta cuando se acostaba a rezarle a un Dios que nunca conocí. El resto del tiempo se sentaba en la cocina y me repetía en un español difícil que el pan de los blancos no le hablaba lo que ella quería escuchar. Yo la agarraba de las piernas y la apretaba fuerte rogándole mamá dígame cómo se dice abrazo en tehuelche, cómo se dice azúcar.
Al Camilo lo llamábamos abuelo porque se había hecho cargo de mi madre como un padre de sangre. Conocía la lengua tehuelche como todos los adultos y aunque también la callaba frente a los niños, sabía gritarla bien alto cuando estaba borracho. Así lo descubrí una madrugada en que daba vueltas por el valle tambaleándose y gritando palabras, en aquel entonces incomprensibles para mí.
Esa noche de tormenta fue la primera. Empecé a meter alcohol en la boca del abuelo Camilo lista para mi primera clase. Mientras el abuelo hablaba, yo iba anotando en unas hojas palabra por palabra y sin saber su significado las practicaba de día mientras cosechaba la tierra que mamá había dejado de trabajar. Después, a la noche, se las decía al abuelo cuando ya estaba en su quinto vaso de vino y como él no tenía con quién hablar ninguna lengua, abría su boca riéndose y me decía más palabras que yo seguía anotando en mi nuevo diccionario.
Mi abuelo se convirtió en mi cómplice y maestro. Durante años el ritual se repetía mientras mamá lloraba o dormía en la cocina o en la cama. De día Camilo nunca decía nada. Ni siquiera en español. Yo sabía que sus borracheras eran para él una manera inconsciente de conservarse. Nos embriagábamos en secreto y siempre sabíamos cuándo había que parar.
Pero una noche el abuelo no quiso detenerse. Había tomado bastante y quería más. Yo no quería darle porque entendí que lo que me pedía no era vino sino algún líquido que lo limpiara de sus culpas. Él no me lo dijo pero yo lo sabía. Cuando le negué otra botella se enojó y me la sacó de las manos diciendo en tehuelche que yo era demasiado chica y no podía seguir creciendo todas las noches junto a un viejo borracho y egoísta que siempre estaba hablando de más. Después me dijo que me fuera. Me lo repitió con los ojos, y obedecí.
A la mañana siguiente lo encontré muerto. Estaba tirado sobre unas piedras en una ladera cercana. Tenía la botella en la mano. Llamé a mamá y se lo mostré. Nunca supimos qué