Nomadía. María Casiraghi
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Todavía puedo vernos, embriagados, los dos. Los ojos del abuelo dibujando círculos de fuego en los que me veía espejada como en un gran lago al caer el sol. Hoy pienso que no debería haberle hecho caso aquella noche. Él fue el que me enseñó que obedeciendo no se aprende. Cuando me lo pidió, debería haber mirado para otro lado, para seguir diciendo en voz fuerte y clara y en todas las lenguas posibles soy nacida en el Lote Seis, paisana, hija de una tehuelche pura que duerme y de un turco que no ha sabido volver.
Esta historia podrá parecerles simple, pero para ellos, que son los protagonistas, no lo es. Esta vez lo que hice fue dejar el grabador encendido sobre su mesa. Primero les pedí permiso a Juana y Olegario, diciéndoles que debía irme y volvería más tarde. Quería que hablaran de sus vidas sin que mi presencia los intimidara. Al volver para buscar el grabador, seguían en la misma posición que al despedirme. Cuando escuché la cinta esa noche, descubrí extrañada que, en lugar de sus diálogos, había un relato, tal como ahora lo leerán. El que narraba no era ninguno de ellos. Tampoco yo. Lo que también me extrañó fue que detrás de la voz grabada se oyera el pedaleo incesante de una bicicleta.
Vigías
—Ya debería estar acá, vieja.
Juana tenía las manos y la boca ocupadas. Oía las palabras de Olegario pero seguía tejiendo pues desconocía las respuestas. No podía precisar la hora en que Eduardito había dejado la casa en bicicleta para comprar querosén. Ya no recordaba si había sido de mañana o si estaba campeando la luz de la siesta. Las horas y la memoria habían ido conformando una masa difusa en ese espacio en donde habían decidido esperar juntos el regreso. Ella tejiendo y preparando la olla para el puchero. Olegario quieto a su lado, sin saber que el viaje y la olla eran pretextos.
Eduardito cumpliría diez años el próximo septiembre. Era junio y ellos no sabían por qué hacía tres meses que no regresaba.
—¿A qué hora dijo que venía?
Juana estaba cansada de oír a Olegario repetir las mismas preguntas, todas las mañanas, desde aquella vez en que Eduardito la agarró del brazo y besándole la frente la despidió diciendo: «cuando vuelva hacemos un enorme puchero para papá que está triste».
—¿Le agregarías papas a la olla, que estoy terminando con el telar? —le preguntó Juana a su marido, sin mirarlo.
Olegario había abandonado sus trabajos en el campo hacía más de tres años. El gringo le había explicado que ya no tenía sentido su presencia, que la lana no le daba ganancias, que la sequía, que el paso del tiempo. Pensaba seriamente en la posibilidad de vender todo y volverse a Europa y se disculpaba con Olegario alentándolo a buscar trabajo en el pueblo.
—Yo sólo sirvo para el campo, señor, desconozco el alfabeto —contestaba Olegario, decepcionado y sin fe, cada vez que el gringo amenazaba con irse.
—No hay más papas. ¿Podés traer de la huerta? Yo me quedo por si viene Eduardito —propuso Olegario a su mujer esa mañana de junio en que el pueblo estaba blanco porque había llegado el invierno, según afirmaban los locutores de radio a los que oían constantemente para ver si por ahí salía la voz de su hijo diciendo he vuelto para quedarme.
Lo que el viejo espera es al gringo, pensó Juana secándose los ojos, después de haber extraído de la tierra algunas papas y cebollas.
—Uno nunca espera lo que sabe que llega, Olegario, la esperanza y la certeza son dos cosas muy distintas —repuso Juana al volver de la huerta.
Olegario parecía no escuchar las palabras de su mujer y solía interrumpirla con alguna frase relacionada al futuro de Eduardito.
—Mirá, cuando nuestro hijo se reciba de médico y lo contraten en Río Gallegos, o en Buenos Aires —comentaba mientras la miraba echar sal al agua de la olla que seguía hirviendo sin evaporarse, porque Juana se encargaba de agregar otro poco cada vez que el locutor anunciaba la hora o pronosticaba el tiempo.
Ese día se hizo largo aunque era en realidad el más corto del año. Juana y Olegario pasaron juntos todas sus horas, controlando el fuego y la puerta de la calle. La radio la apagó Olegario a la hora de la siesta:
—Por acá no va a volver, vieja.
—Apagá nomás que yo cuido la puerta, vos quédate mirando por la ventana y por el fuego y fíjate cuándo es el tiempo de tirarle la carne —respondió ella.
A las seis de la tarde se levantó un fuerte viento del Sur que traía piedras, nieve y más frío a las calles del pueblo. Todas las ventanas de las casas de San Julián estaban cerradas, menos la de Juana y Olegario. Por ella solía ingresar Eduardito cada vez que se olvidaba la llave y era demasiado tarde para despertar a sus padres. Hasta el momento, ninguno de los dos se había animado a cerrarla. Pero al final de esa tarde, Olegario, cansado, terminó por hacerlo.
—Por acá tampoco va a volver, vieja.
Juana y Olegario quedaron en penumbras cuando oscureció. La tormenta había dejado sin luz al pueblo y ellos se habían quedado sin velas. Hasta las brasas de la cocina a leña habían dejado de arder porque Olegario le había dado la orden a su mujer de que abandonara el puchero y cerrara la olla, pues tampoco era posible que por un lugar tan caliente llegara después de tantos meses su hijo en bicicleta, sin heridas y sin rastros de ese ancho camión que según la gente era el único responsable de esta larga espera.
Como era su costumbre, ambos se dispusieron a oír la lluvia, y de pronto, en medio de la oscuridad de las calles, vieron la figura de lo que podía ser un hombre, o un niño. Pasó frente a su ventana, pedaleando forzosamente contra el viento y el agua, como queriendo llegar a algún sitio, al que fuera, para refugiarse. Cargaba una linterna en la mano derecha con la que alumbraba el camino dejando ver algo de su rostro, sus manos y sus hombros. Olegario, que estaba más cerca del vidrio, dijo, sin moverse de su asiento:
—Vieja, ese de allí, es Eduardito. A lo mejor también nos esté buscando.
Este relato recorrió toda la región. Se conoció como la historia del fantasma del agua. Quien nos la contó no fue el verdadero protagonista sino un hombre que había conocido al supuesto fantasma años atrás en Río Gallegos. Nos la narró riéndose. Es una historia real, pero graciosa, aclaró. Más tarde quise saber si era cierta y fui a conocer al protagonista al lago San Martín. No puedo recordar su nombre; sólo me acuerdo de cómo le temblaban las manos cuando hablaba. Trabajaba todavía de peón en la misma estancia en donde transcurre la narración. Le conté mi versión de su historia y sin saber por qué, ya no me parecía graciosa.
Cuando él me expuso la suya, lo supe.
Desalojo
Se salvó por un cajón de manzanas. Desde entonces ya no soy dueño de nada. Salieron una mañana sin viento, el patrón y los otros peones. A mí me pidieron que me quedara para cuidar los animales hasta que volvieran. Desde que se fueron creí que debía esperarlos en la orilla, vigilar que las aguas estuviesen quietas. Era la primera vez que me quedaba solo. La primera vez que partían en bote.
Esa noche sentí frío. Me tapé con unas pieles que saqué del galpón. Me tomé la libertad de agarrarlas sin pedirle