Cara a cara con Satanás. Teresa Porqueras Matas
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—¿La noticia le impactó?
—En aquellos tiempos eso no era frecuente.
Acabado el curso en el colegio valenciano, se marchó en verano a Austria para aprender el idioma alemán. Al regresar, a la edad de veintiocho años, las autoridades dominicas le enviaron a un nuevo destino: el Convento de Santa Catalina Virgen y Mártir de Barcelona.
—¡Casualidades de la vida! —exclama el padre.
En Barcelona tuvo la oportunidad de estudiar la Licenciatura de Filosofía y Letras en la Universidad. Era el año 1968.
En la ciudad catalana, ostenta un primer cargo importante como ayudante del provincial, asesorando y cumpliendo los deberes que le mandaba el segundo de a bordo de la orden dominica:
—Eligieron al nuevo provincial y éste tenía que buscarse un ayudante (al que todos llamamos «socio»). Primero propuso a otro hermano pero estaba realizando el doctorado y no podía, por lo que luego pensó en mí y me nombró —recuerda el dominico.
Pasados tres años y siendo aún socio del provincial, la comunidad dominica del Convento de Santa Catalina quería nombrarle prior de la comunidad, pero su jefe, el provincial, se opuso a este nuevo cargo:
—El provincial no quería que me hicieran prior.
—¿Por qué motivo no quería que usted fuera prior?
—Cosas de gobierno. Porque decía que yo era el más joven de la comunidad y que no iba a poder hacer nada.
—¿Y cómo consiguió ser prior?
—Le recordé al provincial que él había sido prior aquí. Y le pregunté por cuánto tiempo: «16 o 18 meses», me dijo. Luego añadí: «¿Qué hizo durante todo este tiempo?». «Nada», me respondió. «Pues deme a mí permiso para estar 18 meses». Se echó a reír y aceptó. Él me apreciaba mucho.
El tiempo transcurrió plácido en la vida del dominico y en tanto que compaginaba su cargo de «socio», también realizaba funciones de prior en el Convento de Santa Catalina Virgen y Mártir, y gustó tanto su labor, que acabado del primer priorato, la propia comunidad de dominicos de Barcelona le eligió para otro trienio más. Cuando llevaba ya cinco años en la capital catalana y a un año de concluir el segundo mandato como prior, los azares de la vida retomaron con fuerza las riendas de su destino y surgió una prometedora oportunidad de volver a Roma, esa ciudad que tanto le encandiló la primera vez.
—¿Cómo surgió la vuelta a Roma en 1975?
—Recuerdo que un día pasó por aquí el superior general, fray Vicente de Couesnongle, y nos encontramos en el aeropuerto. Él venía de inaugurar la Facultad de Teología en Valencia. Charlamos y me preguntó si yo hablaba francés, le dije que sí y, antes de marchar, con contundencia me dijo: «Usted va a ser el “socio mío” en Roma». Me quedé desconcertado y le comenté que yo no servía para esos asuntos. Me miró y me respondió que él tampoco servía para su cargo y que, incluso así, lo tenía. Me explicó un poco en qué consistía todo y finalizó diciendo: «Hoy es lunes, el miércoles a las nueve de la mañana yo te llamo por teléfono desde Roma y tú me dices si aceptas o no».
—¿Aceptó la propuesta?
—Por aquel entonces yo estaba de prior en el convento y los de aquí al explicárselo me dijeron: «Dile que no, que aquí estás a gusto». El miércoles el Provincial llamó y dije que sí, que aceptaba, y me nombraron de inmediato su consejero. Vi una oportunidad. Son cosas de esas que te trae la vida y no sabes por qué. Pero hay que arriesgar.
Fray Juan José echa la mirada atrás y se alegra de la sabia decisión tomada. El reencontrarse de nuevo con la ciudad santa marcaría sustancialmente su trayectoria posterior. Tal vez, si no se hubiera decidido, su vida seguro que sería otra muy distinta de la de hoy.
En el tiempo que Juan José Gallego está en Roma, su hermano, el padre Jordán, es trasladado a Barcelona después de finalizar dos de sus prioratos en Cardedeu. En el Convento de Santa Catalina, el padre Jordán es nombrado Director del Instituto de Teología y Humanismo, entidad cultural dominica de alto nivel que radicaba en el convento barcelonés.
El recuerdo de ese año se quedará para siempre incrustado en el corazón de los hermanos Gallego, pues su madre, Odubia, fallece en 1975.
—Murió cuando yo vivía en Roma, en el año 1975. Por aquellas fechas yo había realizado un viaje a Portugal como «socio» del provincial y cuando paré en Madrid, llamé a mi hermana por teléfono. Ella estaba en el pueblo, cuidando de mi madre. Maruja me avisó: «Mamá está mal. Vino mi marido y ya no le conoció». Me puse en contacto con Jordán, que estaba en Barcelona, y con otro hermano que entonces vivía en Madrid y les propuse ir los tres juntos a Castrillo de los Polvazares. Por fin nos decidimos y emprendimos el viaje. Para cuando llegamos, mi madre ya estaba medio inconsciente y no nos pudo hablar, pero derramó dos lagrimones cuando nos acercamos a darle un beso. Se dio cuenta de que estábamos allí y a los dos días falleció.
—Sin apartarnos de este convulso año para usted, el 20 de noviembre de 1975 muere el dictador Francisco Franco y con él culminan en España 40 años de dictadura. Un año trascendental para todos. ¿Lo recuerda?
—Sí. Yo estaba en Roma. También recuerdo que un tiempo antes habían matado a Carrero Blanco. Fueron momentos de incertidumbre. Se pensó que de alguna manera todo aquello podría afectar a la Iglesia.
—¿Cómo vivió desde Roma la llamada Transición española y el paso del país hacia la democracia?
—Solía recibir dos periódicos: El País y el ABC. Y las mismas noticias cada uno las explicaba a su manera, hasta que me harté. Pero recuerdo que lo vivimos bien. Un día, el embajador de España me pidió permiso para asistir a los conciertos que realizábamos en Santa Sabina. Yo le dije que sí, que podía ir sin problema, que eran gratuitos. Aquel día el embajador se acercó a mí y me dijo que tenía una buena noticia. Que habían nombrado presidente a Adolfo Suárez; por él me enteré.
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