La invención y el olvido. Uriel Quesada

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La invención y el olvido - Uriel Quesada Sulayom

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–sus pies no tocaban el suelo– por los demás. Ella, sin embargo, se limitó a sonreír y te dijo que la música le había traído muchos recuerdos. “¿La conozco a usted? ¿Se acuerda de mí? Estuve viviendo hace años aquí con Jacinto y también donde el dinamitero”. Ella insistió en lo lindo de la música y luego te preguntó si ibas a hacerte cargo de Jacinto, al menos esa noche. “Yo me puedo quedar aquí, de todas maneras duermo muy poco”, dijo la viejecilla, “pero me gustaría irme un rato a mi casa. Nadie me espera, pero sería bonito. Cosas de una”. Y sin saber exactamente la razón le pediste permiso para subir a buscar las mantas. “Me da vergüenza, no quiero ser irrespetuoso”. La anciana se te quedó mirando, luego apagó la radio y mientras saltaba de la silla dijo que de todas maneras ya nada importaba.

      Al subir encontraste dos mundos. Hacia el frente de la casa, el cuarto de Jacinto Vaca era todo desorden, como si hubiera intentando irse a último minuto y no hubiera sido capaz de decidir qué necesitaba y qué no. El que había sido tu dormitorio también estaba hecho un desastre, pero de una manera distinta. Esta vez era el caos que impone el abandono. Cajas con ropa vieja se acumulaban en un rincón, un árbol navideño plástico se asfixiaba bajo una bicicleta estacionaria oxidada. Te imaginaste que tu cuarto se había transformado en un purgatorio de objetos cotidianos, un lugar de paso donde se decidía el futuro de una lámpara o un adorno, una herramienta o un par de zapatos. Los objetos podían salir del cuarto y volver a ser utilizados por las personas, también podían terminar en una caja a la espera de mejores tiempos, o ser finalmente sentenciados al basurero local, otro de los símbolos de la lenta degradación de esos pueblos. Ahí encontraste las mantas, un poco sucias, con olor a memoria cerrada, pero era lo mejor dadas las circunstancias.

      Saliste al pasillo en dirección a la puerta de Dolores Vaca. Sabías que era inútil llamar, pero de todas maneras lo hiciste. ¡Si alguien te hubiera visto, así plantado como un doliente a la espera de un milagro! Entraste de puntillas y por un rato, sin saber exactamente la razón, te sentaste al borde de la cama con las manos entre las piernas, la actitud de un niño castigado que no entiende todavía ni sus propias culpas ni la furia que le rodea. Conforme te acostumbrabas a la oscuridad, las cosas en el cuarto fueron emergiendo contaminadas a la vez por la realidad y la fantasía. Así son los fantasmas, pensaste, esto es un fantasma, yo lo soy. Te pareció que el cuarto estaba a medio hacer, faltaban cosas esenciales como la mesita de noche y la lámpara con florecillas rojas que iluminó tus veladas con Dolores Vaca. A ella no le gustaba recibirte en su cuarto a oscuras, tampoco con las luces encendidas por completo. Era en ese espacio intermedio, en la penumbra, en el que ella se sentía cómoda. Por eso quizás su cuerpo siempre fue para vos un juego de claroscuros, mientras para mí fue el sitio de la trampa, ese punto específico entre árboles o en un callejón solitario donde las fieras se abalanzan para atrapar a sus víctimas. La tal Dolores Vaca, la puta esa. ¿Cuántos años tenía cuando la conociste? ¿Dieciocho? ¿Y ya su padre el dinamitero y Jacinto la creían solterona? Y te eligieron a vos, ¿no? Eso me dijiste muchos años después, cuando ya la confusión de la juventud se te iba atrofiando en conformidad, como nos pasa a todos nosotros. Pero ya era tarde para justificarse y dar explicaciones, usualmente lo es cuando los seres humanos finalmente podemos hablar de nuestras cosas más secretas e importantes.

      Te pusiste a pensar… ese es el problema de los cuartos abandonados, te obligan a pensar porque cada cosa alrededor tuyo empieza a reclamarte atención. El de Dolores Vaca te golpeaba por los objetos ausentes, aquellos ya envejecidos, algunos pocos que no conocías y que distorsionaban tu estado de ensoñación porque no tenían historia en ese dormitorio y eran un hueco que tu imaginación se sentía obligada a cerrar. Y ahí sentado pensaste en mí y, como después me contaste, en lo que te hubiera dicho en ese momento, como si yo todavía estuviera dolido y tantos años sin vernos no hubieran bastado para que yo dejara de llamar a Dolores Vaca la puta que por un tiempo te enderezó las tuercas y te hizo hombre, ¿no?, de esos que le han besado el trasero a otro, que se han ofrecido desnudos, boca abajo, que se han deleitado lamiendo todo lo que un cuerpo de hombre tiene piel afuera y luego, al encontrarse a alguien como Dolores Vaca, se les olvida lo que son, reniegan de sus deseos y se cuelan en la cama de una mujer y todo es como debe ser según la norma. Te acordaste, ¿no es cierto? Que te fuiste a West Virginia “en busca de vos mismo”, me dijiste luego de años de andar juntos y de tratar de entendernos, aunque la verdad ¿quién puede hablar de entender a los veintitantos? Y todo era por tu música, por el bluegrass, y las voces de los pobres y el deber de los poetas de salir a buscarlos, recoger sus historias, ponerles música, hacer arte. Me dijiste que en aquellas montañas, además, entre los mineros de carbón había una familia inusual, un dinamitero, su hermano y su hija, todos de apellido Vaca, es decir descendientes de familias fundadoras del Suroeste de los Estados Unidos, de los exploradores españoles que se asentaron en la parte alta y boscosa de Nuevo México luego de haber cruzado el desierto sin saber adónde iban ni dónde detenerse. Seguramente puse cara de chiquillo desconcertado y vos, con la paciencia de los soñadores me explicaste: muchos de los blancos más pobres de este país viven en esas montañas; nadie habla abiertamente de ellos, pero aparecen constantemente caricaturizados en la televisión, por ejemplo, o en el cine. Piensa en esos personajes rústicos que andan cargando un rifle y hablan con un acento fortísimo y apenas saben leer y escribir. Viven en el bosque en casas de madera muy fea, cazan su comida, no son amigables, luchan entre sí todo el tiempo y si un tipo de la ciudad tiene la mala suerte de caer en sus garras (así ocurre en películas de cazadores ingenuos, o de amantes de la naturaleza que se van a explorar un río) no va a salir indemne de la aventura: lo van a matar o al menos saldrá violado o psicológicamente perturbado… Pero esos son los mitos, la realidad es otra muy diferente. “¿Y entonces cuál es la realidad?” Te quedaste callado, quizás tratando de unir las piezas que te permitieran retratar en un solo golpe de vista a esas gentes de las que pocos hablaban. Me contaste de mineros que trabajaban en condiciones peligrosas, otra vez de la pobreza, que para vos quería decir falta de educación y de oportunidades, vida en comunidades de casas rodantes, y sobre todo olvido, pues es el olvido lo que distingue a quienes están jodidos: esa gente invisible, congelada en nuestra imaginación, carente de historia. “¿Y vas a irte a un lugar así? ¿No soy yo suficiente para tu felicidad?”

      Me dirías unos minutos más tarde que tantas cosas se te vinieron a la mente en la soledad del cuarto de Dolores Vaca, pero sobre todo te diste cuenta de que la ausencia de esa mujer ahora era más profunda y definitiva. Para vos, ella había empezado a irse desde la muerte del dinamitero. Se había aferrado a vos en busca de explicaciones, olvidándose de tus propias dudas, de tu necesidad de respuestas. ¿Cómo fue a ocurrir algo así? ¿Nunca te dijo nada? ¿Te mostró alguna vez alguna señal de su sufrimiento, de su locura, algo que anunciara su muerte? Y vos abrazabas a Dolores Vaca sin más respuesta que desearle paz. No sabías entonces del código de silencio que carcome a tantos hombres, no sabías siquiera del tuyo propio. Mejor no pensar en ciertas cosas, le repetías a Dolores Vaca, deja ir eso que tienes adentro, aquí estoy yo para consolarte. Pero la mujer se fue metiendo en ese espacio de lo no dicho. Dejó la casa de Jacinto y se acomodó en el trailer del dinamitero muerto, de donde había huido siendo niña por temor a lo que su padre pudiera hacerle. Dejó de verte, ¿no? Y esa nueva ausencia provocó tu propia partida. Le dijiste a Jacinto Vaca que la desgracia del dinamitero había sido demasiado para vos, que no podías hacerte cargo de Dolores, la verdad ni siquiera de vos mismo y que estabas pensando volver a la ciudad. “Todos nos marchamos algún día”, te respondió el viejo, “pero al menos aquí siempre vas a tener un lugar dónde quedarte”. Y entonces así, sin condena, sin reclamo alguno por salir casi huyendo cuando la vida de los Vaca se iba sumiendo en una crisis, tomaste tus cosas y bajaste al pie de la montaña. Nunca te despediste de Dolores, nunca, hasta donde sé, le escribiste una carta, pero siempre aparecía en tu conversación. La usaste para explicar tu decisión de no vivir conmigo nunca más, de seguir andando en busca de alguna ausencia aún por definir. Y yo te dije que sí, está muy bien, al fin y al cabo no tengo forma de retenerte, después de todo el amor se reduce a respetar sin esperar, el corazón no es más que una rémora, andá, dejame solo, no será por mucho tiempo…

      Esa noche, sin embargo, la ausencia de Dolores Vaca era distinta, más definitiva según lo presentiste.

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