La invención y el olvido. Uriel Quesada

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La invención y el olvido - Uriel Quesada Sulayom

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expedientes seleccioné dos: N y W. En sus progresiones (¿los estaría induciendo yo, como decían los críticos de la hipnosis?) ellos estaban entre los llamados. Ambos pacientes, sin conocerse, habían podido identificar el cuarto luminoso y desnudo, y la mujer que los invocaba desde una superficie de un material parecido al cristal. Algo trataban de decirle a la mujer, pero ella no les entendía. De lo que carecían era de un medio efectivo de comunicación, les faltaba un mediador entre el mundo de afuera y la superficie que he decidido llamar la máquina de la memoria.

      Lunes 24 de julio de 1994, 11:43 p.m.

      T vino a hospedarse en casa. Hablamos sobre sus experiencias recientes (básicamente una repetición de lo ya sabido), especulamos otra vez sobre lo que ese mundo de las progresiones, luminoso y en apariencia aséptico, significaba: si un culto religioso, o la forma que en el futuro tomaría la adivinación, esa que necesitaban las personas comunes y corrientes tanto como los muy poderosos, aunque estos últimos quisieran usar la adivinación para validarse, para oír de labios de quien sabía que sus acciones y su destino privilegiado ya estaban escritos en piedra incluso desde antes de nacer. Cuando volvimos al tema de Q no perdimos mucho tiempo. El primer paso sería una progresión colectiva, algo que me había preocupado siempre hacer, pues no me gustaba explorar esos rincones poco claros de la mente y el espíritu humanos sin tener pleno control. Además, inevitablemente me hacía volver a mis dudas sobre los límites entre fantasía y realidad, entre locura y deseo.

      Cuando N y W llegaron a mi casa despedí a la señora que me cuidaba. Ella llevaba muchos años al servicio de la familia, y luego de la muerte de mi esposa había asumido el papel de mujer de la casa. Muy religiosa, me cuestionaba esas prácticas un poco extrañas –demoniacas, me dijo un día– con las que yo curaba a las personas. Traté de explicarle, pero nunca creyó. Su mejor prueba de lo inútil de la hipnosis era que yo nunca había sido capaz de comunicarme con mi esposa. Yo no hablo con los muertos, protesté, sino que ayudo a las personas a recuperar la memoria de sus muchas vidas. “Ay, doctor”, se quejaba, “¿usted realmente cree que la gente quiere volver a esto? ¿A la rutina, la enfermedad, las desgracias?” Intenté razonar: También puede uno volver a la felicidad, al amor, a completar las obras inconclusas. “Usted se gana la vida con el miedo de los demás a morirse del todo. Perdóneme, pero así es”.

      La señora nos había dejado preparada una cena fría. La disfrutamos conversando sobre cada uno de nosotros. Me preguntaron por mis propias experiencias hipnóticas, pero les dije –no era la primera vez– que eso no podía ser revelado. N me comparó con el personaje de una vieja película, Estados alterados. William Hurt hacía el papel del Dr. Jessup, un científico que empezaba a hacer experimentos consigo mismo para tratar de llegar a niveles de consciencia superiores. Sus pruebas se hicieron más complejas a partir del momento en que visitó una región indígena y usó una de sus drogas para mirar al vacío, como le dijo el brujo de la tribu. Como ocurre en todas esas películas, Dr. Jessup perdió el control. No podía abandonar sus obsesiones ni un minuto, y ya no le importaba ni siquiera su propia integridad física. Metido en una cámara de aislamiento regresó a momentos primitivos de la vida en la tierra hasta que se convirtió en energía. T dijo por lo bajo que se alegraba de no haber visto nunca esa película. A N se le humedecieron los ojos. Nos miró a todos con tristeza y dijo: “¿Por qué el conocimiento siempre debe ser castigado?” W se tomó su copa de un solo trago y yo respondí que conocer es transgredir, y las sociedades usualmente se encuentran unos pasos atrás de sus transgresores.

      Creo que N se sintió más aliviado. Yo, por mi parte, no quería admitir que no sentía curiosidad alguna por violentar los límites del conocimiento. Hacer lo que hizo el Dr. Jessup, pensé, hubiera sido convertir el conocimiento en religión, y yo no era creyente, aunque ayudara a las personas a creer. No se los dije, pero no tenía intención de explorar el pasado ni siquiera para recuperar el recuerdo de mi esposa. A estas alturas de mi vida era un viejo solitario que se debía a sus pacientes y a las teorías –razonables o arbitrarias, a fin de cuentas eso era lo de menos– que anotaba en mis cuadernos luego de cada sesión de hipnotismo. Volvía a estos apuntes apenas para seguir adelante con cada tratamiento, luego los guardaba como si en ellos residiera la verdad tras las más terribles pestes. En estos cuadernos estaba el mundo interior de medio Costa Rica, un caos casi tan absoluto como las visiones de futuro de T, W y N, en las que todo alrededor se había convertido en algo extraño y terrorífico, pues no quedaba nada identificable o cotidiano donde buscar consuelo. A ninguno de ellos, ni siquiera a T la sacerdotisa, les había dicho que mis intentos de hacer progresión habían sido un completo fracaso. Como le ocurría a quienes rehusaban enfrentarse a sus traumas, yo no lograba ver ni sentir nada. Por mucho tiempo busqué una posible explicación –como el Dr. Jessup intenté cuanto truco conocía– hasta llegar a una revelación: no me podía ver porque había cruzado el umbral de mi propia existencia. Esta vida de ahora era quizás la última, ¿y cómo podía uno ver el futuro si estaba bien muerto, tan muerto que más allá solamente estaba la nada?

      Decidimos que cada miembro del grupo estaría en un cuarto, al menos así la influencia de uno sobre el otro quedaría reducida al mínimo. Primero fue T. Le di la orden de buscar en su futuro a N y W, y que luego buscara también a Q. Luego ayudé a N a entrar en hipnosis. Finalmente hice lo mismo con W. La casa estaba en absoluto silencio. Al contrario de cuando el paciente cuenta sus sensaciones y lo que atestigua, le ordené a N y W comunicarle a T cualquier mensaje. Si la experiencia era exitosa, ella debería ser capaz de entenderlo y recordarlo. Por mi parte, me dio un tremendo cansancio. Eso no era extraño en sí, dado que sobre mis hombros recaía el peso de la seguridad de los miembros del grupo. Pero las dudas me agotaban. ¿Cómo ayudar cuando uno tiene la certeza de que nos espera la nada? ¿Será entonces cierto que, como afirman ciertas creencias religiosas, no necesariamente vamos, vida tras vida, hacia donde deseamos ir, sino que somos parte del incesante azar, y lo que mañana seremos es completamente inefable? ¿Pero entonces qué sentido tiene arrastrar los pesares de una vida a otra? ¿Por qué el anónimo burócrata de esta realidad debe pagar los excesos del fanático inquisidor de épocas pasadas? Yo nunca he visto ningún proceso de purificación en ello, no hay perdón de por medio, no hay alma que se eleve. No hay alma, solamente nuestra insistencia en seguir viviendo, aunque sea mal. Tal vez la razón sea mi renuncia a volver, quizás estoy convencido de no estar (o no querer estar) en ese futuro donde T, N y W tratan de reunirse.

      Martes 25 de julio de 1994, 3:08 a.m.

      N y W dicen que se vieron. Me corrijo: dicen que saben que se vieron. No hubo más. Cuando se hubieron ido, T agregó otro detalle: en la progresión sus manos estaban llenas de sangre. Tanta, que se desbordaba por la superficie de cristal como si fuera una mancha en el mar.

      Miércoles 26 de julio de 1994, 4:00 p.m.

      T ha decidido quedarse unos días. Quiere conocer a Q, a quien llama el mediador. Para ella, el elemento que faltaba en la escena del cuarto desnudo y muy iluminado era alguien capaz de leer los rostros que aparecían bajo la superficie de cristal. Ellos, los atrapados, le dirían al mediador qué se necesitaba hacer para liberarlos. Así T podría convocar a mucha otra gente de distintas épocas a través de la superficie de cristal y traerlas a su realidad (T no tiene pruebas de que así sea, pero como en los sueños ella lo sabe). Yo no comparto su entusiasmo. Mi intuición me dice que T se ha creído su propio deseo y no es capaz de leer la relativa verdad de sus percepciones.

      Jueves 27 de julio de 1994, 6:59 a.m.

      Q no ha venido a su cita. No llamó para cancelarla, tampoco respondió a mi llamada para saber si estaba en camino.

      Viernes 28 de julio de 1994, 11:32 p.m.

      Cometí el error de compartir con T mi temor de que Q no regrese. Ella me ha dicho (un poco agitada, por cierto) que eso no podía ser. “Mire, doctor, usted simplemente debe enviármelo. Me deja saber el momento de la progresión y yo estaré ahí. Usted sabe que yo misma puedo entrar en trance hipnótico sin su ayuda”.

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