Del amor y sus rostros. Emmanuel Buch
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2. AMOR DIVINO ENCARNADO. Ninguna palabra, ningún razonamiento, ninguna imagen puede reflejar siquiera pálidamente la esencia del amor divino. Es un misterio de amor que todo lo trasciende. Pero podemos trazar ciertos rasgos de ese amor de la mano de otros atributos conocidos de Dios: “Por ejemplo, podemos saber que, al ser Dios autoexistente, su amor no tuvo principio; al ser Él eterno, su amor no podrá tener fin; al ser Él infinito, no tiene límite; al ser Él santo, es la quintaesencia de toda pureza inmaculada; al ser Él inmenso, su amor es un amor incomprensiblemente amplio, sin fondo y sin orillas, ante el cual nos arrodillamos en gozoso silencio, y del cual la elocuencia más elevada se aparta confusa y humillada.”[5]
Podemos también, en parte al menos, conocer y experimentar cómo se manifiesta. El amor de Dios alcanza su expresión máxima en la cruz de Jesucristo (Jn.3,16): amor como pura dádiva inmerecida (gracia). Es el amor del crucificado: escupido, abofeteado, humillado, su dignidad pisoteada entre burlas, expuesto desnudo ante todos. Es el modelo de la “kénosis”, el auto-anonadamiento de Jesús del que leemos en Filipenses 2,5-8. Es amar sacrificialmente (Rom.5,8;8,32-39; 2ªCor.5,18-21; Ef.1,4-5;2,4-7; 1ªJn.4,10). Dios nos amó y ofreció su perdón aún antes de nosotros pedirle perdón; ese perdón se hace efectivo cuando lo pedimos, pero Dios nos lo ha ofrecido en Jesús de antemano. Es un amor excesivo, que desborda cualquier concepto de justicia, todo sentido de equilibrio, de reciprocidad, es pura des-mesura. Es “la pura gratuidad que hace patente el amor puro y absoluto”[6]
Pocos han expresado estas verdades con tanta luminosidad como Juliana de Norwich (1342-1416). “Y aunque [Jesús] hubiera muerto o deseara morir tantas veces, tendría todo eso como nada por amor, pues todo le parece poco en comparación con su amor. (…) El amor que le hizo sufrir supera todos sus sufrimientos, tanto como el cielo supera la tierra. Pues su sufrimiento fue una acción noble, preciosa y honorable, realizada una vez en el tiempo por la operación del amor. Y el amor fue sin principio, es y será sin fin.”[7] De esa convicción enamorada brota a su vez una esperanza de amor incombustible, que le permite concluir su libro con estas palabras: “Y vi con plena certeza, en esto y en todo, que Dios, antes de crearnos, ya nos amaba. Su amor nunca disminuyó y nunca disminuirá. En este amor ha hecho todas sus obras, en este amor ha hecho todas las cosas provechosas para nosotros, y en este amor nuestra vida es eterna. En nuestra creación tuvimos un principio, pero el amor en el que nos creó estaba en él desde toda la eternidad. En este amor está nuestro principio. Y veremos todo esto en Dios ya para siempre. Demos gracias a Dios.”[8]
El prodigio de la encarnación es a la vez el más elevado obstáculo para creer en el evangelio de Jesucristo: “La afirmación cristiana realmente asombrosa es la de que Jesús de Nazaret era Dios hecho hombre (…) El Todopoderoso apareció en la tierra en forma de niño indefenso, incapaz de hacer otra cosa que estará costado en una cuna, mirando sin comprender, haciendo los movimientos y ruidos característicos de un bebé, necesitado de alimento y de toda la atención del caso, y teniendo que aprender a hablar como cualquier otro niño. (…) Cuanto más se piensa en todo esto, tanto más asombroso resulta. La ficción no podría ofrecernos algo tan fantástico como lo es esta doctrina de la encarnación. En esto reside la verdadera piedra de tropiezo del cristianismo. La encarnación constituye en sí misma un misterio insondable, pero le da sentido a todo lo demás en el Nuevo Testamento.”[9] En efecto, la encarnación nos desvela la asombrosa verdad de la gracia divina, del amor de Dios
Un versículo clave del Nuevo Testamento para interpretar la encarnación es 2ªCor.8,9: “Porque ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza, fueseis enriquecidos.” Jesús murió en la cruz llevando todas nuestras culpas, y el Padre le resucitó para dar valor a ese sacrificio (Rom.3,23-25). No hay más razón para semejante prodigio que la desmesura del amor-dádiva que Dios ofrece a todos sin distinción (Rom.5,8). El apóstol Pablo, antes perseguidor de los cristianos, se veía a sí mismo como una prueba evidente de la ilimitada misericordia divina (1ªTim.1,16). Definitivamente: “la cruz es la suprema cristalización del amor”, “la cruz es la cristalización del amor de Dios”, “el movimiento del amor de Cristo se resume en la Cruz. La cruz es el todo de Cristo, el todo del amor”[10].
3. RESPUESTAS ENAMORADAS. El descubrimiento del amor de Dios despierta en el ser humano a una respuesta primera de adoración fascinada, cuyo eco resuena bellamente en cristianos de todos los tiempos : “Que te busque anhelante, que suspire por ti al buscarte; que te encuentre en el amor, y te ame al encontrarte.”[11] “En cuanto tu nombre rozó mi oído, también brilló el misterio de este nombre en mi corazón y en mis sentimientos el amor, que suscita hacia el Señor una devota sumisión; hacia el Salvador (esto significa el nombre de ‘Jesús’), piedad y amor; y, por último, hacia Cristo rey, obediencia y temor.”[12] “Igual que la piedra imán atrae al hierro, el Cristo amable atrae a Él todos los corazones que ha tocado.”[13]
Mi alma se ha empleado,
Y todo mi caudal, en su servicio [al Amado];
Ya no guardo ganado,
Ni ya tengo otro oficio,
Que ya sólo en amar es mi ejercicio.[14]
En segundo y necesario lugar, cuando esa adoración nace auténticamente del “cautiverio de amor”, se abre camino en el ser humano una práctica del mismo amor para con sus semejantes, porque el amor de Dios es expansivo. Frente a toda tentación de angelismo vuelto de espaldas a la vida presente, cabe recordar que: “El amor es una emanación; es como los rayos del sol. El amor actúa no por sentimientos de lástima, sino como las radiaciones del sol, fluye desde dentro como luz y calor”.[15] Aunque abordaremos más detenidamente esta dimensión “prójima” del amor en otro capítulo, no queremos dejar dudas al respecto: los discípulos de Jesús “abrazan como principio para todos los actos de su vida el hacerse pobres -gastando y desgastándose- a fin de enriquecer a los demás hombres”[16] (1ªJn.3,18). Como denuncia un personaje de Miguel Delibes, también nosotros rechazamos un extraño “original cristianismo sin prójimo”.[17] Los discípulos de Jesús: “no son prosélitos de una doctrina, sino imitadores de una vida”[18], no se limitan a proclamar verdades de amor, se saben llamados a encarnarlas. Resisten la tentación permanente de reducir la Palabra viva a mera letra reseca, convertir las verdades bíblicas en “cadáveres proposicionales”[19] sin fruto práctico alguno. Se saben desafiados por la exigencia del amor de Jesús hacia sus semejantes, porque esa práctica supone la auténtica medida de su entendimiento cordial del Evangelio.
[1] Cfr. C.S. Lewis: Los cuatro amores. Madrid: Ediciones Rialp, 2008.
[2] Max Scheler: Ordo amoris. Madrid: Caparrós Editores, 1996. Pg. 51.
[3] Carlos Díaz: Marcelino Legido. Madrid: Fundación Emmanuel Mounier, 2018. Pg. 74,
[4] Max Scheler: Ordo amoris. Op. Cit. Pg. 55.
[5] A.W. Tozer: El conocimiento del Dios santo. Miami: Editorial Vida, 1996. Pg. 106.