El juego es entropía cero y otros cuentos. Mirna Gennaro
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Mirna Gennaro
El juego es entropía cero y otros cuentos / Mirna Gennaro. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2020.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: online
ISBN 978-987-87-0706-8
1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título.
CDD A863
Editorial Autores de Argentina
www.autoresdeargentina.com
Mail: [email protected]
Ilustración de portada: Chantal P. Rosengurt
A mis hijos
Reprogramación imposible
Mi padre me había citado en su oficina. Como siempre, lo tuve que esperar, se encontraba en una reunión y no podía ser interrumpido. Me acomodé en uno de los sillones líquidos, perfectos para una espera cómoda. Por alguna razón me hacían pensar en el líquido amniótico, tal vez por la sensación de tibia ingravidez que se producía al recibir mi peso sin mucha resistencia. Me quedé observando los muebles que resplandecían ante las luces de las naves prontas a despegar. De la segunda terraza del edificio, una imponente estructura que imitaba la forma de un racimo de cristales de roca invertidos, partían los vuelos internos, los que no excedían las fronteras del sistema solar. Algunos de los planos del edificio despedían destellos venusinos por estar recubiertos de superficies espejadas que recibían las distintas radiaciones convirtiéndolas en energía.
Al cabo de unos minutos, se abrió la puerta de la oficina y salió Selva, una de las integrantes del equipo de trabajo de mi padre, envuelta en el traje de material orgánico que usan los pilotos, que, en ella, revelaba unas formas antigravitatorias. Se dirigió hacia mí con la cordialidad de siempre. Se me ocurría que no podía prodigar su sonrisa envolvente con todo el mundo, pero me desconcertaba que luciera en su mano el círculo perfecto de la unión, objeto por demás anacrónico, utilizado sólo por gente que cultivaba un romanticismo desgastado.
De su boca de líneas decididas escuché: “Tu padre saldrá en unos minutos, me dijo que, por favor, lo esperes”. Le agradecí sin poder agregar más. Noté que sus facciones estaban más tensas que de costumbre. El aguamarina de sus ojos me pareció esa vez el color del océano abismal. Se retiró inmediatamente. La reunión había terminado y el resto de los integrantes del equipo se despidió y salió rápidamente siguiendo sus pasos de gravedad cero.
Mi padre salió un minuto después. Me pareció un poco más viejo. Pidió que habláramos afuera. Tomamos el ascensor y no pronunció una sola palabra. Predije con exactitud que el asunto sería serio. Al llegar al exterior del edificio, con un fondo de lejano zumbido producido por las aeronaves, me dijo que estaba deprimido y que por eso había decidido hacerse congelar por diez años. En los años que lo conocía, nunca me había hecho una confesión de tal magnitud. Saqué la cuenta. Cuando lo descongelaran iba a parecer mi hermano. Estuve a punto de responder algo que no logró sortear el obstáculo de mi boca, así que no lo hice. Sentí una enorme pena por él, quise animarlo, pero me contuve, ya que él no me hubiera permitido tal demostración de debilidad, en cambio, comencé a darle vueltas al asunto para tratar de descubrir alguna alternativa que, hasta ese momento, se veía imposible.
La respuesta vino de la mano de la publicación mensual de bioingeniería a la que estoy suscripto. El tema del mes eran las nuevas formas de reprogramar genéticamente a los seres vivos en estado de latencia. Todo lo concerniente a manipulación de embriones era un tema dominado ampliamente desde hacía más de cinco décadas. La novedad de esta investigación residía en la posibilidad de rediseñar la estructura primordial, de manera permanente, en alguien que ya hubiera alcanzado la madurez evolutiva. Cerré los ojos por unos instantes y traté de imaginar la interminable cadena de células sufriendo la vertiginosa metamorfosis. ¡Si hasta habían “copiado” la naturaleza invasiva del cáncer para eso! Me dirigí al laboratorio y me contacté con el responsable de la investigación: el Dr. Lamarque era un prestigioso biólogo y epidemiólogo a cargo del Instituto de Investigaciones Espaciales. En los últimos quince años, se había abocado a la búsqueda de una solución para las enfermedades contraídas a raíz de la introducción de materiales del espacio exterior. Pese a los importantes avances de la ciencia, nuestra civilización se encontraba en la misma situación que los indígenas americanos ante la llegada de los conquistadores europeos. La materia viva proveniente de otros planetas daba lugar a que se propagaran enfermedades desconocidas, ante las cuales, quienes no hubieran sido adaptados en la gestación estaban totalmente indefensos.
La ciudad ardía de instalaciones de urgencia para el tratamiento de cantidades de personas. El remedio no se podía obtener con la misma velocidad con que los males se dispersaban entre la población y muchas veces no era lo suficientemente efectivo como para no dejar secuelas.
Grupos de médicos corrían de un lado a otro en sus vehículos radiales. Los edificios de antiguos colegios, ubicados en zonas que ahora resultaban marginales, servían para atender a los infectados. Los templos del saber habían dado paso a la asistencia de manera definitiva, ya que todos los contactos se habían mediatizado gracias a la tecnología de las comunicaciones. Además, las investigaciones en técnicas educativas habían avanzado a tal punto que era posible establecer un plan de estudios genético. Así, en pos de la optimización de la tarea, se había decidido suprimir las clases numerosas. El resultado era que la educación era individual y a través del computador. Ahora, las cámaras reemplazaban a los ojos y los oídos. El tacto, el gusto y el olfato eran sentidos que se venían atrofiando cada vez más.
Atravesé la ciudad con la mente puesta en Lamarque y las extrañas enfermedades. El piloto automático me eximía hasta de pensar en el camino.
Lamarque me informó sobre los posibles alcances de su novedosa técnica. Hizo uso de todo el tecnicismo que permitía mi conocimiento del tema. No solo era posible introducir las mejoras genéticas relativas a las exo-enfermedades. Aunque no había sido exhaustivamente probado, también era posible regenerar la producción de neurotransmisores, las sustancias químicas del cerebro que regulan los procesos anímicos, entre los cuales se encuentran los estados depresivos.
La idea me rondó la cabeza durante algunos días. Esa sería la manera más adecuada de inducir a mi padre a que se olvidara del asunto de la juventud tardía. Porque, más allá de la depresión, yo había diagnosticado que su objetivo era prolongar su estadía en este mundo. Así me había parecido en razón de algunos cambios en su atuendo y en un renovado interés por mis gustos y actividades, como quien se esfuerza por acortar distancias temiendo una pronta despedida. Lo único que podía imaginar era que, ante los avances prodigiosos que se venían dando en materia científica, lo que en realidad deseaba él era esperar a despertar en el momento en que se descubriera la forma de prolongar indefinidamente la vida. Tal vez, su deseo de perpetuarse tuviera que ver con no admitir el profundo y desesperado miedo que le producía no saber qué le esperaría después de la muerte. Y en los tiempos que corrían, alejados de cualquier idea de Dios, ese era un asunto de creciente frustración para quienes llegaban a creer que todo lo podían.
Por mi parte, debo admitir que la idea de tener que reencontrarme con él diez años después no me resultaba del todo desagradable; pero, si he de ser sincero, sabía que prolongar lo inevitable no solucionaría el problema de fondo. Un par de veces había intentado razonar con él al respecto. Le decía: “Habiendo tantas formas de imaginar el más allá,