El juego es entropía cero y otros cuentos. Mirna Gennaro

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El juego es entropía cero y otros cuentos - Mirna Gennaro

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me dirigí hacia el ventanal.

      Lo encontré en la terraza del edificio, el más alto de la ciudad, asomado peligrosamente, aunque para mi padre las alturas no eran de temer. Desde allí, él observaba los despegues y aterrizajes hacia el exterior, cosa que hacía no por la belleza del espectáculo en sí, algo venida a menos a causa del intenso tráfico, sino porque estaba a cargo de controlar el movimiento de los vuelos. De vez en cuando, me explicó, prefería hacer uso de sus sentidos en reemplazo de la pantalla.

      Inició la conversación hablando de naves averiadas y pilotos reasignados a otras tareas. Luego siguió el tema del aumento de la frecuencia de vuelos. Posteriormente se interesó por algunos casos en los que la tripulación había regresado con síntomas extraños. En ningún momento dejó de mirar la terraza inferior. Yo estaba aturdido por tanto ruido, pensé que nunca hubiera podido trabajar en un lugar así. Extrañé la paz de refugio de mi laboratorio. Finalmente llegó al punto. Yo había estado escuchando con la ansiedad de llegar rápido a un lugar del que se quiere partir urgentemente. De pronto, se volvió hacia mí y preguntó con su verdadero estilo, directo, a los ojos: “¿Por qué piensas que necesito una reprogramación?”. Me maldije por haber confiado a otro la trabajosa y sutil tarea de convencerlo, pero ya era demasiado tarde.

      En un arrebato de locuacidad, traté de explicarle que la criosuspensión no me parecía la mejor manera de resolver las cosas. Al tiempo que mis manos sudaban hielo, desarrollé la teoría de la reprogramación en estado latente con todo el lujo de detalles del que fui capaz. Intenté llegar a él apelando a su instinto de superación, le dije que un hombre como él, acostumbrado a resolver los problemas a fuerza de voluntad, a enfrentar las situaciones más adversas, no podía aspirar a ser dormido, alejado artificialmente de los problemas. Lo que nunca me hubiera imaginado fue que, en realidad, todo mi análisis hubiera estado fallado desde el principio. Lo que yo había visto como una huida de la muerte, como una búsqueda de perduración, era algo totalmente distinto.

      Volviendo a su oficina, mi padre se desplomó sobre el sillón y aflojó el cierre de su traje. Buscó en un cofre empotrado en la pared una botella de Canterbury, la bebida más fuerte que se producía por entonces, y me invitó a beber con él. Tuve delante de mí al hombre que poco me había esforzado antes por notar. Después de la muerte de mi madre, él se había refugiado en el trabajo para hacer menos dura su vida. No había buscado, ni tampoco encontrado otra mujer. Solía verlo en la torre contemplando el vacío con el mismo interés con que observaba las naves, con un brillo extraño en la mirada.

      No voy a decir que no me resultara algo extraño que alguien tan vital como él no intentara cubrir ese aspecto de su vida. Lo había visto flaquear sólo un par de veces: cuando, dos años atrás, había comprado un antiguo cuadro que me hizo recordar al preferido por mi madre y cuando me dijo que se iría solo, por unos días, a descansar a un recreo que habían construido en las nuevas instalaciones lunares. Me ofrecí a acompañarlo, pero, como siempre, seguro de poder resolver él solo los problemas, me había respondido que no era necesario, que me buscara una mejor compañía que él. Había vuelto a usar el círculo perfecto de la unión, eso fue lo que terminó de corroborar mis sospechas acerca de la añoranza que sentía por mi madre.

      La verdad fue puerilmente inesperada para mí. Su pensamiento y sus instintos estaban ahora ligados a una mujer mucho más joven que él. Nada menos que Selva, la piloto del Instituto que tan cortésmente se dirigía hacia mí y cuya atención yo había malinterpretado. La noticia me cayó como una lluvia de hielo. ¿Qué podía esperar yo de esa mujer ahora que sabía de sus sentimientos? Por otro lado, sentí que no era justo que alguien casi de mi edad estuviera reservada a un hombre que podía ser su padre. Traté de reflexionar un instante y tranquilizarme a mí mismo pensando que no podía haber elegido a nadie mejor que él, que nada tiene que ver la edad en estas cuestiones, que tendría que alegrarme por ellos. Sin embargo, no logré evitar el turbio pensamiento, la incomodidad que no podía disimular en el rostro. ¿Por qué, si había algo que se tenía que interponer entre ella y yo, tenía que ser justamente él?

      En medio de mis auto-reproches, escuchaba la voz apasionada de mi padre, hablándome sobre ella: “Ganó mi confianza al dar muestras de amar profundamente su trabajo, sin por ello descuidar su amor por la vida”. “Compartimos largas jornadas de entrenamiento”. “Trabajamos juntos en perfecta armonía”. “Empezamos a encontrarnos al salir de la oficina rumbo al ascensor”. Quise decirle que no continuara, pero no había forma de detener el caudal de palabras que se abría paso entre su emoción y su innegable pudor. Lo que más lamenté fue escuchar que había sido ella quien tomó la iniciativa. Me reveló, como si me mostrara un tesoro, el instante en que, leyendo su pensamiento, ella le dijo que algún día volvería a ser feliz. Y había acertado.

      Sentí envidia de ese amor. Aquilaté el brillo de sus ojos y concluí que la amaba con locura, con desesperación. Traté de razonar dejando a un lado mi decepción. Era claro que en su delirio había perdido toda noción de sensatez, pensé. ¿De qué manera podía interpretar esa confesión y el deseo de sueño simultáneamente? Le dije: “Entonces no hay motivo para que estés deprimido. Si ella te ama, ¿por qué vas a tomar una decisión tan disparatada?”. Supe, entonces, que la vida juega con todos sin descanso y sus juegos son intrincados rompecabezas. A poco de darle un motivo de renovada esperanza, ella había sido elegida para integrar el personal de la nueva base de Urano. “Allí –dijo mi padre, con cierta ironía- se trasladarán las tareas de investigación y desarrollo medicinal del Dr. Lamarque”. Hacía un mes que a ella le habían informado del ascenso y, pese al dolor, no había podido negarse, ya que se había preparado toda su vida para eso. Faltaban pocos días para el viaje. Y la idea de no estar con ella por los próximos diez años le había hecho buscar una solución alternativa.

      Mi intervención había sido muy oportuna. Porque, luego de hablar con el Dr. Lamarque, mi padre llegó a un acuerdo para unirse al equipo. Así fue que él también viajaría, por eso no debía volver a preocuparme.

      Salí del edificio confundido y humillado en mi núcleo intelectual y en contradicción con mis propios sentimientos que, a esa hora, ya no sabía bien cuáles eran. Como hubiera debido imaginar, mi padre seguía siendo el mismo de siempre. Mi pensamiento científicamente obcecado me había jugado una mala pasada. Ahora era yo quien necesitaba una reprogramación. Aunque, según dicen los estudios, cosas como el amor están más allá de la ciencia. Será cuestión de dejar que el tiempo comience a hacer su tarea.

      Viaje circular

      Muchos de nosotros pensamos en un viaje al pasado como una suerte de irrupción en una película que se viene desarrollando, a la que arribamos para ser espectadores de nosotros mismos, y actores al mismo tiempo, capaces de interferir o modificar nuestros propios futuros, incluso abortar nuestro propio nacimiento. Pero, ¿qué tal si no fuese así?

      Esteban Quirós se estaba preparando para ir a la Ópera. Nunca usaba corbata, salvo en contadas ocasiones, como esa. Tenía metido en su película personal que ir a una función sin lucir un atuendo distinguido era como comer un helado sin crema. La primera que recordaba era Aída, con sus soberbios trajes egipcios, sus tocados y cetros de oro.

      —Tenemos que discutir algo muy importante, Sofía –le dijo Esteban.

      —Sí, amor, hace tiempo que solo hablamos de cosas intrascendentes, como viajes en el espacio y en el tiempo…

      —¡Ja, ja, ja! Es cierto; nada menos trascendente que eso, ¿no? Tal vez hayamos exagerado sobre la importancia de ir hacia adelante o hacia atrás, pero no se lo digas a mis compañeros de travesuras –dijo susurrando–; a veces, uno monta su ego sobre castillos de arena y no le gusta que nadie pase corriendo y lo patee.

      —Nunca haría eso, cariño. Ya sabes cuánto estimo a tus amigos, aunque a veces no los entienda. Pero no es defecto de ellos, simplemente se trata

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