Alameda 54. Irene Estrada
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Aquella misma tarde cargó la tienda de campaña, un saco de dormir y lo más indispensable en su viejo Ford y tomó el camino del pantano. Al acercarse le llegó el olor de una barbacoa, un compañero de colegio lo reconoció en el acto y corrió a abrazarlo. Benito decidió pasar allí el verano. Una semana después, mientras contemplaba el amanecer, con las primeras luces del día, vio como un coche plateado asomaba cerca de la orilla. Al anochecer, cuando el agua había bajado unos centímetros más, el sol había dejado de brillar y la ausencia de reflejos permitía ver el fondo cenagoso, pudo acercarse lo suficiente como para descubrir que en el vehículo había un cuerpo hinchado e irreconocible. Los peces debían haberlo mordido porque en algunos lugares se veían los huesos descarnados. Llamó a la Guardia Civil.
—No puede ser, comandante —bramó el comisario—, ese hombre ha muerto a 300 kilómetros de aquí, no es cosa nuestra y estamos de trabajo hasta las cejas. Las malditas estadísticas dicen que somos una de las comunidades con más criminalidad del país, el ministro que tenemos demasiados asesinatos, las cárceles están llenas y tenemos que prevenir. Ya me dirán cómo, si tengo la misma plantilla que hace seis años.
—Apareció muerto aquí pero trabajaba a cien metros de su comisaría. Los indicios apuntan a un accidente, quizá se durmió o patinó en la grava suelta de una curva y cayó al pantano, pero su señoría se pregunta qué se le había perdido por estos caminos, a varios kilómetros de cualquier lugar habitado y de la autopista; quiere una respuesta y creemos que está ahí. No sabemos dónde murió, quizás lo trajeron ya cadáver desde Valencia, parece poco probable que tuviera enemigos aquí. Llevaba un Audi de 100 000 €, seguro que es alguien conocido. En su correo tiene una copia del atestado con toda la información de que disponemos, si en algo más podemos ayudarle estamos a su disposición.
Colgó el teléfono y soltó todos los exabruptos que la femenina voz de la comandante del puesto le había hecho reprimir. «¡Mierda, otro marrón! ¡Como si no tuviéramos bastantes! ¿Qué habrá hecho el capullo ese para ir a parar a un pantano? Menos mal que tiene razón, al menos enseguida sabremos quién es, no circulan muchos coches de ese precio por aquí». Abrió el correo y lo primero que destacó, tras el logo de la Guardia Civil fue, en letras mayúsculas, la identificación del cadáver: Javier Palacios García, domiciliado en Rocafort, Urbanización de Los Encinares, médico de profesión. No había duda.
«¡Coño! —dijo para sí—. ¡Qué vista tiene la comandante! Si no es por ella no sé cómo lo hubiéramos encontrado. ¡Qué suerte hemos tenido! Aún tendré que darle las gracias». Apagó el ordenador y llamó a Sureda, había qué celebrar.
CAPÍTULO 5
«Lo más duro de aprender en la vida es qué puente cruzar y cuál quemar»
DAVID RUSSELL
Nos sentábamos de nuevo ante la mesa de reuniones con un voluminoso expediente. La lista de los que pudieran desear ver muerto a Palacios era interminable. Había denuncias por malas prácticas y estafa en los juzgados presentadas por sus pacientes, una esposa que le había acusado de expolio y maltrato psicológico; deudas, incluido el impago de la pensión a sus hijos; socios que habían salido del negocio dando un portazo y acusaciones ante el colegio de médicos. Sus acreedores habían comenzado a ir al juzgado, la Inspección de Hacienda lo estaba investigando. Su señoría tenía buen olfato.
—¿Por dónde prefiere empezar? —le pregunté al comisario.
—Conozcamos primero al sujeto: estilo de vida, aficiones, amigos.
—Vivía solo, hacía años que se había separado, en la urbanización Los Encinares, a pocos kilómetros de Valencia, una de las más caras y exclusivas de la Comunidad Valenciana. Hay chalets que valen millones.
—Lo sé, lo sé, vayamos al grano.
—El suyo era de más de 400 metros cuadrados construidos y 4000 de parcela. Tenía a un matrimonio de ecuatorianos que cuidaban de la casa y el jardín. Su círculo de amigos estaba formado por gente adinerada y conocida, la mayoría médicos y empresarios amantes de la buena mesa. Jugaba al golf todas las semanas. Escritor aficionado y seguramente malo, se autoeditaba los libros de una manera encubierta. Siempre iba acompañado por mujeres guapas, muy vistosas, era asiduo visitante de los apartamentos Venus. Se había retocado, la autopsia ha podido encontrar varias cicatrices que con toda probabilidad eran de cirugía estética. El cuerpo presentaba varios traumatismos compatibles con el accidente. Y es nuestro, murió aquí, en los pulmones tenía agua de mar.
—Tenemos un fantasma —resumió el comisario
—Un fantasma lleno de deudas hasta las cejas y con relaciones dudosas. ¿Ha pensado en quién le facilitaba las chicas? Por las descripciones que tenemos eran profesionales, cambiaba mucho, tenía que haber una agencia detrás. Espero tener pronto el análisis de las llamadas de su móvil y poder identificarla.
Serrano pertenecía a una familia que durante varias generaciones había servido en los cuerpos de seguridad del Estado. Tenía recuerdos de todos los grandes crímenes sucedidos en el país desde comienzos del siglo XX, a través de los relatos familiares. Había oído contar a su abuelo paterno el atentado que sufrió Alfonso XIII el día de su boda. Cuando la regia carroza regresaba de la iglesia de los Jerónimos al Palacio Real, al llegar a la calle Mayor, un hombre tiró a los novios, desde el balcón de una pensión, un gran ramo de flores que chocó contra los cables del tranvía. Allí rebotó, desviándose de su recorrido, para ir a caer a la parte de la calle que vigilaba el antepasado de Serrano. Una mujer salió de improviso de la acera y corrió intentando recoger el ramo en el aire. El policía salió tras ella tratando de interceptarla, pero un empenachado caballo se interpuso en su camino y cayó en el suelo. Aquel día volvió a nacer, porque las flores ocultaban una bomba que explotó cuando la mujer las atrapó al vuelo, mató a veintitrés personas e hirió a otras cien. Mientras, la Reina aparecía indemne con el traje nupcial cubierto de sangre. Cuando el antepasado de Serrano pudo levantarse del suelo, la mujer había fallecido y él apenas tenía algunos rasguños y hematomas que se había producido al caer con fuerza contra el pavimento.
Su padre participó en la investigación del asesinato de los marqueses de Urquijo y siempre tuvo su propia teoría que nunca ocultó y que nadie quiso escuchar. Serrano podía levantar el teléfono y consultar acerca de casi cualquier caso con un pariente más o menos cercano en la Guardia Civil, en la Policía Nacional, en los Mossos o en la Ertzaintza. Pero sobre todo, tenía el instinto de supervivencia. Su familia había trabajado en un siglo convulso al servicio del Estado, aunque no siempre del país. Los gobernantes se habían sucedido, la monarquía se fue, llegó la república, la Guerra Civil, el franquismo y otra vez la monarquía y la democracia. Adaptarse a los cambios sin perder pie, conservar el empleo y un cierto respeto no había sido fácil. Por eso al escuchar el nombre de La Agencia en su cerebro sonó una alarma.
—¿Una agencia? ¡Joder! ¿Usted sabe lo que dice? Nunca les hemos podido poner la mano encima, tienen los mejores abogados, matones, nadie declara en su contra, esconden contactos en las altas esferas. Sus clientes son jueces, obispos, militares, políticos, artistas, empresarios. Hay que buscar otro camino.
—Su señoría firmó la autorización, usted mismo la pidió. ¿No lo recuerda? No podemos ignorar la respuesta ahora.
—Lucía, tú irás a parar a Ceuta y yo a Melilla, eso si no se enteran de que estamos juntos. En ese caso yo iré a Melilla y tú a la embajada en el Pakistán