Lo que mi voz leía. Javier Naranjo Moreno
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Juan Felipe Restrepo David
Lo que mi voz leía es, si se quiere, un libro singular. Noventa y cinco testimonios acerca de cómo comenzó en la infancia la práctica de la lectura. Y quiénes tenían la responsabilidad en ese, casi siempre, tortuoso camino. Cuesta escribir la palabra “tortuoso”, cuando debería ser “festivo” la palabra empleada. Pero aquí mandan los recuerdos y ellos, correspondientes a noventa y cinco personas que les cuentan por escrito a Javier Naranjo y a Orlanda Agudelo sus primeras experiencias en dicho aprendizaje, son casi siempre inexorables. Sufrieron el duro carácter de sus profesores y guías, además de las adversas condiciones que en algunos casos tuvieron que padecer quienes querían, por encima de todo, aprender a leer. Y quienes hoy son o se aprestan a ser, en la mayoría de los casos, a su vez, profesores y guías de lectura.
Es un bello título el de este libro, que dice a las claras que cada uno de nosotros tiene una voz particular para juntar letras y pronunciar palabras, balbuceantes, que van conformando los pequeños universos que se abren ante nuestros ojos, ya para siempre. Y que, cualquiera sea ese camino, es la voz que conservaremos toda la vida. La voz que, sin duda, nos hace felices. Y trasmisores de felicidad, por lo tanto.
El lector se encontrará con testimonios (“cartas”, les dicen los autores) asombrosos y tal vez repudiables, porque la experiencia lectora va acompañada de castigos y de condiciones que, de nuevo, no se compadecen con lo que tendría que ser el reino de la alegría, de la holgura y de la libertad. Y también se encontrará con páginas de muy dudosa ortografía y con faltas de lenguaje que, como bien dice la introducción, ponen a prueba la persistencia de buenos lectores de quienes abracen estos testimonios. Páginas que, en todo caso, no desdicen en absoluto la validez de las experiencias. Deben ser, eso sí, un llamado de atención para ellos mismos, formadores o futuros formadores de lectores.
Luis Germán Sierra J.
Escribir fue leerme en el afuera
Profesora de Medellín
Por casi doce años me he empeñado en hacer en muchos lugares1 un ejercicio simple: recordar las experiencias en lectura y escritura que han tenido personas de diversas condiciones y culturas. La gran mayoría –casi todos realmente– de los que participaron, están o van a estar vinculados al ejercicio docente.2 En ese propósito me ha acompañado desde hace algunos años, Orlanda, mi esposa.
Los resultados de ese ejercicio son las noventa y cinco cartas (escogidas entre casi mil quinientas) que ahora tiene en sus manos. Aunque es justo decir que en pocos casos no son precisamente cartas (pero así las llamaremos), son testimonios sin un destinatario particular, y en ellos cuentan su relación con las letras, o algunas circunstancias de su vida en la escuela. Transcribimos fielmente sus palabras desde su manejo de la lengua escrita, en la precariedad o riqueza de su dominio, y en los trazos de la fusión entre oralidad y escritura. Estos textos son como dibujos del ánima de cada uno, aún no constreñidos (ni construidos) por las reglas del bien escribir. Feracidad y erial que, admitimos, pueden dificultar la lectura de quien se acerca a este libro. Y esa también es una manera de poner a prueba su propia condición lectora.
En los talleres nos reuníamos para recordar nuestros primeros tratos con las palabras, los libros que las nutrieron (o la ausencia de ellos), los olores, las atmósferas, las expresiones en los rostros, los gestos o las voces de quienes nos invitaron a leer y a escribir, o de quienes lo negaron, que, por cierto, también es otra historia, la de un no, la de no pude, la de no quise, o la de nadie me acompañó.
Las sesiones eran de tres horas en promedio. Al comenzar leíamos el testimonio del escritor boliviano Víctor Montoya en una escuelita del pueblo de Llallagua, Potosí, una región de reconocida tradición minera. Su texto se llama La letra con sangre entra,3 y en él evoca con gran poder su infancia lastimada por esa tortura cotidiana que fue su aprendizaje en la escuela Jaime Mendoza. El estremecimiento que causaba su relato nos tocaba, para llevarnos a la soledad de niño de cada uno, que se pregunta por la alegría o el sufrimiento con los que aprendió sus primeras letras. Compartíamos el extravío, el dolor y el miedo del niño Víctor, golpeado por su profesora y acostumbrado a la “pedagogía del silencio”, para luego buscar adentro, en nuestra risa de infancia, en los largos silencios o en la amorosa conversación con quienes nos mostraron la fuerza de las palabras.
Desde la conmoción de la escucha, les sugeríamos que escribieran una carta a la persona (o personas) que les hizo acercarse o distanciarse de la lectura y la escritura, con todo lo que quisieran evocar de esos primeros momentos. Les decíamos también que no se preocuparan por la ortografía, los acentos, la puntuación; que esas reglas se requerían, porque así convinimos expresarnos por escrito, pero que en ese momento no importaban. Que se abandonaran al flujo de la memoria, imágenes y sensaciones, y las contaran en el papel, tan libremente como llegaran. Después de que escribían recogíamos las hojas y pedíamos su permiso para leer y para dar sus nombres.
Al finalizar el taller, al que llamábamos “¿La letra con sangre entra?”, conversábamos de las impresiones que generaron sus historias de vida, y del modo como nos apropiamos de nuestra lengua y hasta dónde esa conquista estaba marcada por el dolor o el afecto. Así eran en general esas sesiones, todas y cada una cargada de emociones y matices surgidos de ese rememorar, que no es posible transmitir aquí.
La inmersión en ese tiempo encontraba la niñez. Feliz o dolida, temerosa, acompañada o sola. Sea como sea esa tierra a la que se retorna, eran niños y adolescentes otra vez quienes estaban frente a la hoja. Y sus lágrimas, sus risas y sus expresiones cuando leíamos sus testimonios, tuvieron un aire de infancia que, me atrevo a decir, nadie ha perdido del todo. Nadie. Y desde allí nos hablaron, interpelaron, preguntaron por lo que se les dio y cómo se les dio. Confiamos en que estos testimonios lleven a quien los lea a preguntarse: ¿y yo qué?, ¿cómo fue mi trato inicial con las palabras?, ¿qué me marcó? Para que, volviendo a ese niño, pueda sentirse, remirar caminos y acompañar con transparencia y sensibilidad a otros.
Respetamos todos los trazos, su peculiar sintaxis. Era necesario para nuestro propósito la publicación de esos documentos con sus exactas grafías, porque esto, en consonancia con sus historias, evidencia la relación de cada uno con el idioma. Los rasgos, dificultades, aciertos o limitaciones en sus componentes y estructura, son manifestaciones palpables de su adquisición. Y la sensible verdad, el valor que todos esos textos rezuman, no puede desdeñarse privilegiando los modos “correctos” de escribir sobre su capacidad de conmover y generar reflexión. No se pueden resaltar más las normas que