Antología: Escritores africanos contemporáneos. Helon Habila

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Antología: Escritores africanos contemporáneos - Helon  Habila

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diluye, se revelan toda clase de florcitas escondidas de colores extravagantes. Como si, al igual que el jefe, desdeñaran la frugal falta de humor que uno considera necesaria para prosperar en este recipiente de polvo. Atravesamos varios lechos de río secos.

      Nos alejamos tanto del camino principal que ya no tengo idea de dónde estamos. Eso le confiere al terreno que me rodea una repentina inmensidad. El sol es una yema de huevo de corral a punto de derramarse en el cielo. La caída del día se vuelve una batalla. Los pájaros luchan frenéticamente, revoloteando agitados, una estridencia insoportable.

      Paso un rato observando al jefe a través del parabrisas trasero. No paró de hablar desde que salimos. Kariuki se está riendo.

      Está oscuro cuando llegamos al club. Puedo ver un techo de paja y cuatro o cinco autos. No hay nada más alrededor. Estamos, parece, en el medio de la nada.

      “Esta noche va a estar lleno”, dice el jefe. “Fin de mes”.

      Tres horas más tarde, me deslizo por una vasta meseta de semisobriedad que parece no tener fin. El lugar está repleto.

      Más horas después, estoy parado en una fila de gente afuera del club, un coro de brillantina líquida formando un arco en lo alto que luego desciende, se acerca. Sobre nosotros, la nada dócil de la noche enorme nos empuja a movernos.

      Empieza una conocida canción dombolo, y una onda de agitación recorre la multitud. Esta piel de gallina comunal despierta el ritmo en nosotros, y todos salimos a bailar. Un tipo con un yeso en la pierna se apoya en su muleta, desplazándose como un títere. El interior de todos los autos está iluminado; adentro, las parejas hacen lo que hacen. Las ventanas parecen ojos refulgentes de excitación, mirándonos en el centro de la escena.

      Todo el mundo está bailando el dombolo, una danza congolesa en la que tus caderas (y solo tus caderas) se supone que se muevan como un rulemán de mercurio. Para hacerlo bien, meneas la pelvis de lado a lado mientras la parte superior del cuerpo permanece tan relajada como si estuvieras almorzando con Nelson Mandela.

      Durante años luché por hacerlo bien. Simplemente no logro que mis caderas se muevan en círculos como deberían. Hasta esta noche. El alcohol ayuda, creo. Decidí imaginar que siento una picazón terrible en el trasero, y que tengo que rascarme sin usar las manos y sin frotarme contra nada.

      Mi cuerpo encuentra rápido un mapa del ritmo y construyo mis movimientos hacia la fluidez, antes de dejar improvisar a mis miembros. Todos hacen esto, a solas –aunque todos estemos unidos, como una sola criatura, en un único ritmo.

      Cualquier canción dombolo tiene esta sección en la que, habiendo alcanzado un pequeño pico de frenesí de bamboleo de caderas, la música se detiene y uno debe empujar las caderas hacia un lado y hacer una pausa, en anticipación a una explosión de música más rápida y frenética que la anterior. Cuando esto pasa, tienes que estirar los brazos y realizar unas complicadas maniobras de kung-fu. O mantener las caderas bamboleando, y lentamente ir bajando para luego volver a erguirte. Si observas a una mujer bien dotada haciéndolo, vas a entender por qué las mujeres flacas no son muy populares en África oriental.

      Me uno a un grupo de gente que está hablando de política sentada afuera alrededor de un gran fuego, acurrucada para encontrar calor y vida debajo de la hamaca colgante de la noche. Un par de ellos son estudiantes universitarios, hay un doctor que vive en la ciudad de Mwingi.

      Si cada viaje tiene su momento de magia, este es el mío. Todo parece posible. En una oscuridad como esta, cada cosa que decimos se ve libre de consecuencias, la música es abundante, y nuestros cuerpos se hermanan con la luz del fuego. La política da paso a la vida. Por estas pocas horas, es como si todos fuéramos viejos amigos, cómodos con las abolladuras y las fricciones del otro. Hablamos, trayendo las rarezas de nuestra historia a este lugar compartido.

      Los lugares y las personas de los que hablamos se vuelven exóticos y distantes esta noche.

      Warufaga… Burnt Forest… Mtito Andei… Makutano… Mile Saba… Mua Hills… Gilgil… Sultan Hamud… Siakago… Kutus… Maili Kumi… El hechicero de Kangundo que tiene un negocio y a quien le gusta comprar uñas de los pies; la colina, en algún lugar de Ukambani, donde los objetos ruedan hacia arriba; las chicas de trece años que pululan alrededor de bares como este, vendiendo sus cuerpos para mandar dinero a casa o cuidar de sus bebés; el político kamba billonario que recibió una maldición por robar dinero y cuyas bolas se inflaman cada vez que visita a sus electores; el extraño insecto en Turkana que trepa por tu pis tibio cuando orinas, y hace cosas complicadas e impensables en tu uretra.

      Se vierten cosas dolorosas como sudor. Alguien confiesa que ha pasado un tiempo en prisión en Mwea. Habla del alivio de haber salido antes de que todos los resortes de su cuerpo se desgastaran. Oímos sobre el guardia de prisión que se contagió de sida e infectó deliberadamente a muchos de sus compañeros antes de morir.

      Kariuki se revela. Escuchamos cómo prefiere trabajar lejos de su familia porque no puede soportar ver a sus hijos en casa sin poder pagar la cuota de la escuela; cómo, aunque tiene un diploma en Agricultura, ha estado haciendo trabajos ocasionales como conductor desde hace diez años. Escuchamos cuán inservible se ha vuelto su granja de café. Empieza a reírse cuando nos cuenta cómo ha vivido con una mujer en Kibera durante un año, temeroso de contactar a su familia porque no contaba con dinero para darle. La mujer tenía una propiedad; lo alimentó y lo mantuvo en licor mientras vivió allí. Reímos y disfrutamos de nuestras desventuras, porque somos reales en el grupo, y no podemos sucumbir hoy al caos.

      La esposa de Kariuki lo encontró poniendo un anuncio en la radio nacional. Su hijo había muerto. Nos quedamos en silencio por un momento, digiriéndolo. Entonces alguien toma la mano de Kariuki y lo lleva a la pista de baile.

      Hablamos y bailamos y hablamos y bailamos, sin pensar en lo extraños que seremos el uno para el otro cuando salga el sol en el cielo, y los árboles de pronto tengan espinas, y a nuestro alrededor un horizonte vasto de problemas posibles reestablezca nuestras defensas.

      Los bordes del cielo empiezan a deshilacharse, una resplandeciente invasión malva. Veo sombras fuera de la puerta, parejas que se encaminan a los campos. Hay un chico tirado en el pasto, obviamente en agonía, su estómago tan tenso como un tambor. Está sudando mal. Cierro los ojos y percibo los cuernos de la cabra que estuvo comiendo tratando de abrirse paso a través de sus glándulas sudoríparas. Es claro –tan claro. Todo este tiempo, sin escribir ni una palabra, he estado leyendo novelas y observando a la gente, y escribiendo en mi cabeza lo que veo, buscando formas para la realidad convirtiéndolas en historias. Esto es todo lo que estuve haciendo, por siempre, tanto, con tanta satisfacción; nunca usé una lapicera. Tal vez –no estoy simplemente fallando; tal vez tenga algo que puedo intercambiar, aunque solo sea por la aprobación de los que respeto. He estado viviendo a costa de la certeza de los otros; me he vuelto algo así como un parásito.

      * * *

      Llega la música de la autocompasión. Kenny Rogers, A Town Like Alice, Dolly Parton. Trato de lograr que el jefe y Kariuki se vayan, pero están atascados en un abrazo, aullando a la música y nadando en sentimiento.

      Entonces llega una canción que me hace insistir en irnos.

      Alguna vez en los ochenta, un profesor universitario de Kenia grabó un tema que fue un éxito enorme. Se podría describir mejor como una multiplicidad de yodels celebrando los votos matrimoniales.

      Will you take me (hablado, no cantado)

      To be your law –(yodel)– full wedded wife

      To love, to cherish and to (yodel)

      (Entonces

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