Los orígenes. Enrique Semo
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Los primeros seis volúmenes describen la evolución de los sistemas económicos de cada periodo. El primero está dedicado a la historia antigua y el segundo a la época colonial. El tercero cubre el siglo XIX y los siguientes tres el siglo XX, examinando la Revolución mexicana y sus efectos: la industrialización orientada por el proyecto desarrollista y la integración de México al proceso de globalización, dominad o por las ideas del neoliberalismo.
Los siete textos siguientes cubren los temas de la población, el desarrollo regional, el uso de los recursos del subsuelo, la agricultura, la industria, la tecnología, así como los transportes y las comunicación es a lo largo de cinco siglos, cada uno con sus rasgos distintivos.
Este proyecto pudo realizarse gracias al auspicio de la Facultad de Economía de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y al soporte financiero del Programa de Apoyo a Proyectos Institucionales para el Mejoramiento de la Enseñanza (PAPIME). Agradecemos al licenciado Juan Pablo Arroyo Ortiz, entonces director de la Facultad de Economía, su apoyo y participación entusiasta; asimismo dejamos constancia de nuestro reconocimiento al doctor Roberto I. Escalante Semerena, actual director de dicha Facultad, por su interés en la publicación de esta obra. La maestra Teresa Aguirre colaboró en la coordinación técnica. Esta edición no hubiera sido posible sin la iniciativa y la perseverancia de Rogelio Carvajal, editor de Océano, y su eficiente equipo de trabajo. Y no podía faltar nuestra gratitud más sincera al maestro Ignacio Solares Bernal, coordinador de Difusión Cultural, y al maestro Hernán Lara Zavala, titular de la Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial de la UNAM y a sus colaboradores, por su asistencia, siempre amistosa y eficaz, para la presente publicación.
México, 3 de noviembre de 2003
ENRIQUE SEMO
Agradecimientos
ESTA OBRA RECIBIÓ la ayuda de muchas personas. Durante los cerca de cuatro años que trabajé en su redacción, colegas economistas, antropólogos e historiadores discutieron algunos de los problemas que me inquietaban y expresaron su entusiasmo o escepticismo sobre la tarea emprendida. Ambos me fueron de gran utilidad. Los participantes del colectivo que redactaron los diferentes tomos de la Historia Económica de México, conocieron versiones iniciales del trabajo que discutieron en varias reuniones. Friedrich Katz, Eduardo Matos y Enrique Nalda leyeron todo o partes del manuscrito y aportaron minuciosas y sugerentes observaciones que contribuyeron a modificar algunas generalizaciones, corregir errores y rectificar omisiones. Naturalmente, la versión última del libro es responsabilidad única y exclusiva del autor. En el trabajo de recopilación de materiales, corrección y captura del manuscrito fue inapreciable la colaboración de mi ayudante, Mario Pérez Ríos. La Simón Guggenheim Memorial Foundation de Nueva York aportó el financiamiento de la investigación.
Señales en el camino
LO QUE LLAMAMOS HISTORIA antigua de México empieza con la aparición del hombre en nuestro territorio y termina con la llegada de los españoles y la destrucción de las culturas aborígenes. Tiene una duración de 22 500 años. Si se considera nuestra historia como continuado, la Antigüedad representa 98% y los periodos colonial e independiente el 2% restante. Cuando un futuro historiador escriba acerca de México, primero dirá que hubo 20 milenios de historia indígena. Durante ese largo periodo, los hombres que habitaban esas tierras fueron cazadores valientes, agricultores hacendosos, constructores de grandes ciudades y creadores de civilizaciones espléndidas y originales. En 1519 comienza una conquista europea que duró, en la parte central, menos de una década. Siguió luego una catástrofe demográfica que en un siglo aniquiló a la mayor parte de la población autóctona, mientras los españoles comenzaban a poblar la región. Pese a ello —continuará—, todavía en la primera década del siglo XVII había en la región, que entonces llevaba el nombre de Nueva España, unos 50 aborígenes (rebautizados con el nombre de indios) por cada español. Siguieron tres siglos y medio de mestizaje étnico y cultural —concluirá— en medio de una accidentada historia de la cual, hacia mediados del siglo XX, se consolidó una nación todavía bastante heterogénea que se conoce con el nombre de México.
Y, sin embargo, los mexicanos tenemos dificultades para reconciliarnos con la idea de esa continuidad. Llamamos a veces prehispánica a la historia antigua, como si hubiera habido 20 000 años de preparación para algo que sucedió en 1519. O bien, al referirnos a la "herencia indígena" pensamos sólo en el esplendor de las culturas antiguas, tal como las conocieron los españoles al llegar, y dejamos que el resto de su historia se hunda en un pasado ajeno e irrecuperable. La instantánea así obtenida es llamada "México en vísperas de la llegada de los españoles".
México fue integrado al mercado internacional a mediados del siglo XVI, pero en la mayor parte del país su población siguió siendo preponderantemente india durante tres siglos más. Los españoles no fundaron una colonia de poblamiento como los ingleses y holandeses en Norteamérica, quienes marginaron y eventualmente exterminaron a los pueblos indios. Forjaron un dominio sobre una sociedad formada por una amplia base indígena, coronada por una restringida cúpula española. En los siglos siguientes no se produjeron inmigraciones europeas o africanas masivas como en Estados Unidos, Argentina o Brasil. Pero —se dirá— admitiendo incluso que exista una deformación ideológica en nuestra visión de la relación entre historia antigua y moderna, entre lo indio y lo europeo, ¿cuál es el peso real de la Antigüedad en la historia moderna y contemporánea de México?
Comencemos con una suposición que nos coloca en la perspectiva adecuada. Si los españoles hubieran llegado montados sólo en el caballo de la guerra y su superioridad hubiera sido exclusivamente técnica y económica, México sería hoy, como dijo J. Klor de Alva (Thomas, 1992: 46), similar a la India o China. Después del contacto, millones de aborígenes hubieran continuado evolucionando, como lo habían hecho en el pasado, sin romper con sus tradiciones lingüísticas, religiosas y culturales. Como sucedió en China o en la India, habrían absorbido o aislado la limitada emigración del Viejo Continente y en algún momento se habrían sacudido la tutela colonial. Igual tendríamos, como los tenemos hoy, banqueros, tecnócratas, físicos, obreros metalúrgicos y "mil usos" mexicanos, sólo que hablarían náhuatl y otros idiomas indios a la vez que español y su manera de ser sería aun menos "occidental" de lo que es hoy. El continente americano y el mundo serían diferentes. Pero no fue así. Cortés y sus hombres llegaron cabalgando no en uno sino en los cuatro caballos del Apocalipsis, incluyendo el de la plaga. Y uno de los elementos que separaba a los habitantes de América de los europeos tuvo consecuencias fatales: la diferencia en el sistema inmunológico. Los aborígenes habían estado aislados durante milenios, mientras que los europeos adquirieron inmunidad a enfermedades infecciosas como el sarampión y la viruela que trajeron a México. El contagio, agravado por la explotación, la guerra y el hambre, ayudó a exterminar 80% de la población indígena. Los efectos de la plaga en América fueron mucho peores que los de la peste negra en Europa, siglo y medio antes, y destruyó toda posibilidad de conservación mayoritaria de las grandes poblaciones antiguas. Los aborígenes tampoco lograron salvar los aspectos más avanzados de su cultura, ligados en buena parte a sus elites, y como consecuencia cambió también la actitud de los españoles. La admiración y el respeto mostrados por Cortés y sus acompañantes ante la grandeza y originalidad de los logros indígenas se convirtieron en lástima o desprecio hacia una cultura que cedía en todo, aparentemente sin combatir. Descendiente de un pueblo que luchó durante siete siglos contra los moros por su independencia, la siguiente generación de emigrantes españoles sólo vio miseria y sumisión allí donde los conquistadores habían visto grandeza y dignidad (Keen, 1972: caps. 3-5).
Pero de ello no puede deducirse que