La imaginación. Pablo Chiuminatto
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A partir de este ejemplo cinematográfico, es posible decir que la vida napolitana en el filme representa al pensamiento desenfocado, amplio y disperso, y que —en contraste— la vida inglesa encarna al pensamiento enfocado, preciso e inextenso. Si jugamos con la idea de Rossellini de relevar la cultura del dolce far niente, es con el fin de esclarecer el estado mental que subyace a un tipo de pensamiento errante que reserva tantas y tan importantes incógnitas para el ser humano, como lo es la capacidad de saber, aprender y enseñar. Con una diferencia, y es que de este “no hacer” se ha escrito poco y tiene menos prestigio que el concepto de hacer, de pensar y de negociar.
Y entonces, ¿qué relación guarda el dolce far niente con la imaginación? Bien, según lo ha demostrado la ciencia, en aquellos momentos en los que las luces del cerebro parecen estar apagadas, en realidad, hay una silenciosa maquinaria en marcha, produciendo ideas e imágenes que son el resultado de los recuerdos almacenados en la memoria y de los escenarios imaginados a partir de dichos recuerdos (Fig. 3).2 Este estado de ociosidad, en términos fisiológicos, es conocido por los especialistas como default network (red predeterminada),3 nombre que le dan los científicos a una serie de áreas cerebrales que se “iluminan”4 al estar las personas en absoluta quietud, sin demandas atencionales.5 Gregory Hickok, en su libro The Myth of Mirror Neurons, caracteriza a este sistema como un tipo de pensamiento que procesa información relevante respecto a la propia experiencia, y resalta que es precisamente este sistema el que se ve afectado en la enfermedad de Alzheimer, pues la degeneración neuronal causa una inhabilidad para recordar y pensar en experiencias pasadas, en eventos, nombres, lugares y palabras. Es decir, en “todo aquello que da significado a la vida”6 y que, finalmente, determina la homeostasis mental del ser humano.
Figura 3. Default network: durante estados de inactividad se activan las mismas áreas cerebrales al imaginar el futuro, al imaginar lo que otros piensan o sienten, y al recordar el pasado (imagen tomada del estudio realizado por Buckner y Carroll).
Así de concreto es el ocio, y así de activa e ininterrumpida es la vida que yace tras aquella fachada de pasividad e inacción. Para las humanidades, la filosofía y las artes, siempre ha existido el ocio y el ensueño como componente fundamental de la vida imaginativa. Ahora bien, son otras las áreas del saber las que tendrían que tomar conciencia de la importancia y el rol que esto juega en la experiencia y en aquello que hoy se hace llamar “nuevo conocimiento” y que, para los que conocen el texto del Antiguo Testamento, Eclesiastés, no es más —quizás— que un giro hacia la ignorancia, por no decir arrogancia. No hay nuevo conocimiento, quizás nuevos planteamientos y perspectivas a partir de lo conocido, pero nuevo-nuevo, nunca. Porque no podríamos dar cuenta qué es nuevo si no resultara de la transformación de lo ya conocido. “Nada nuevo hay bajo el Sol” Ecl. 1-9.
El reciclaje de los recuerdos para la imaginación de escenarios futuros e hipotéticos parece caracterizar el modo en que las personas se relacionan con el medio, con los otros y consigo mismos. La imaginación juega un juego en el que se erigen un sinfín de ficciones, esto es, especulaciones cotidianas basadas en experiencias pasadas o ajenas —algo que nos sucedió ayer o en la adolescencia, o algo que escuchamos salir de boca de nuestros padres o de algún extraño al pasar. Algunas de estas especulaciones apuntan hacia el futuro incierto: ¿Qué pasaría si en los próximos tres meses un meteorito se estrella contra el planeta que nos alberga? ¿Qué sería de nuestra relación si le revelo toda la verdad? Otras apuntan hacia pasados alternativos: ¿Y si los dinosaurios no se hubiesen extinguido? ¿Y si hubiese abordado aquel avión que cayó en las montañas? Estas formas del ocio, expresadas en la heurística diletante de lo posible, muchas veces tienden a trascender la mera especulación para convertirse en verdaderos experimentos artísticos o científicos. Así, las experiencias pasadas condicionan las expectativas de lo que aún no ha sucedido, y existe en ello una libertad expansiva que da licencia para combinar lo posible con lo probable, lo monstruoso con lo divino, lo orgánico con lo tecnológico.
Un buen ejemplo de esta vida interna movediza tan característica del ser humano, lo encontramos en el protagonista de la novela Oblomov (1859). Un hombre cuya vida se despliega en un lugar sumamente estrecho, esto es, entre la cama y la silla de su habitación. En sencillos términos espaciales, la rutina del protagonista consiste en levantarse de su cama, caminar hasta su silla, sentarse, levantarse nuevamente, caminar hasta su cama y acostarse a dormir. Sin embargo, la vida interior del personaje de la novela de Iván Goncharov se despliega dentro de un espacio mucho más amplio, si no infinito:
Era un hombre de aproximadamente treinta y dos o treinta y tres años, de estatura promedio y de agradable aspecto, con ojos de color gris oscuro, pero con absoluta ausencia de cualquier idea definida, o concentración, en sus rasgos. Los pensamientos paseaban libremente por todo su rostro, revoloteaban en sus ojos, reposaban en sus labios entreabiertos, se ocultaban en los surcos de su frente, para luego desaparecer completamente –y era en aquellos momentos que una expresión de serena indiferencia se expandía por su rostro. Esta indiferencia pasaba de su rostro hacia los contornos de su cuerpo e incluso hacia el interior de los pliegues de su bata.7
El valor literario de la narración, llena de implicancias melancólicas, presenta a un personaje cuya vida parece marchita. Sin embargo, en un plano distinto y distanciado, Goncharov ilustra la vitalidad implícita de aquel que no hace nada y que se niega al movimiento corporal. El autor advierte que la libertad del pensamiento surge, irónicamente, cuando triunfan el aburrimiento y el desapego. Luego, tanto Goncharov como Rossellini —ambos pertenecientes a distintas épocas y lugares, así como a distintas esferas del arte— captan y realzan, mediante su oficio, un mismo fenómeno: el ocio, ese [dulce] hacer nada y, a través de sus personajes, dan vida a este concepto que reiteradamente surge en las narraciones, en algunas para ensalzarlo y en otras para criticarlo. Recordemos que Cervantes al inicio del Quijote de la Mancha se dirige a su lector tratándolo de “desocupado”. Por su parte, varios siglos después, Robert Louis Stevenson lleva esta noción al extremo, al declarar que los ociosos son seres de una gran riqueza mental, pues sus pensamientos saltan libremente y bullen en un mar de diversas ocurrencias. En su ensayo titulado Apología de los ociosos (1876), señala que los hombres que realizan trabajos mecánicos y demandantes no saben ejercitar sus facultades mentales:
Como si el alma del ser humano no fuese, en un principio, lo suficientemente pequeña, ellos han empequeñecido y estrechado las suyas a causa de una vida de puro trabajo y nada de juego; hasta que aquí yacen a los cuarenta, con una atención apática, una mente vacante de todo material regocijante, y sin un solo pensamiento que pueda frotarse contra otro.8
Si es que imaginamos la imaginación como Stevenson y como todos aquellos otros intelectuales que le siguen y le preceden, podríamos decir que la bulla mental es inversamente proporcional a la bulla del mundo externo, y que es en el dulce alboroto de la quietud donde realmente comienzan a hilarse las ficciones personales, artísticas y científicas.
Luego, si en el cerebro se enciende una red brillante y dinámica durante los momentos de ociosidad, esto indica que la mente corre, incesante, incluso cuando el cuerpo duerme o se encuentra inconsciente. Está preparando, mediante un proceso imaginativo, los cimientos fantásticos que irán erigiendo el monumento de la identidad —como si la identidad, por lo demás, se tratara de un filme o una novela inconclusa que hay que hilar y editar constantemente. Esto sugiere que la conciencia es un mecanismo de aprendizaje acumulativo, narrativo e histórico, y no una visión instantánea de un presente sin trazos ni recuerdos. El solo hecho de que exista para algunos seres humanos una linealidad temporal en la cual es posible adherir hitos personales, sociales y universales, habla de una capacidad innata para ordenar los eventos del mundo en una pauta coherente iluminada por narraciones mínimas y astronómicas que intentan definir el lugar que ocupamos en el universo.