El jardín de la codicia. José Manuel Aspas
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El informe explicaba que el restaurante se encontraba bajo una discreta vigilancia estática mediante un agente apostado dentro de un piso frente al local. Se había observado que dicho restaurante, en ocasiones era frecuentado por elementos importantes de la organización de Simeón Serra. En principio estaba prevista la vigilancia para unos días y pretendía estudiar qué tipo de clientela lo visitaba. Los resultados de la investigación del propietario no aportó ningún dato destacable. En la mañana del tercer día, el agente de servicio observó que un vehículo con las lunas traseras oscurecidas paró frente a la puerta, descendió un hombre y realizó un rastreo visual de la zona. Indudablemente era el escolta de una persona que se encontraba dentro del coche. El policía que había reconocido inmediatamente su actitud se puso en alerta. Efectivamente, a la señal del escolta descendieron tres individuos y rápidamente entraron en el establecimiento. Reconoció a Simeón Serra y a uno de sus lugartenientes. Realizó treinta y dos fotos y llamó a su superior. Era un detective con suficiente experiencia para evaluar la situación y advirtió de inmediato que podía tratarse de una reunión importante.
Su llamada de alerta movilizó dos equipos de refuerzo, especializados en servicios de vigilancia y seguimiento.
Siete minutos después, paró un taxi y descendió un individuo trajeado. Se dirigió sin titubeos al local y entró rápidamente. Consiguió tomar quince instantáneas, de las que al menos en cuatro estaba de frente, justo cuando cerró la puerta del taxi. De forma disimulada y rápida el individuo recorrió la zona con la mirada. Sobre todo se fijó en otro taxi que paró de forma casual unos metros por delante del suyo. El vigilante, apostado en el edificio de enfrente, no tenía ninguna duda. Iba a reunirse con Serra. Lo comunicó a su superior que estaba de camino. También le informó que desconocía de quién se trataba.
Tras montarse el operativo en las inmediaciones permanecieron a la espera. Una hora después salió Simeón Serra con su séquito. El oficial al mando ordenó que nadie se moviera de sus posiciones, pues sabía que el objetivo importante y prioritario en estos momentos era averiguar la identidad del hombre que se había reunido con Serra. Diez minutos después paró frente al local otro taxi. Salió el individuo del traje y se subió al coche. Todo el dispositivo se puso en marcha. El taxi paró frente a una parada del metro, el viajero bajó apresuradamente y entró en la estación. Durante una hora realizó movimientos encaminados a detectar si le estaban siguiendo. El oficial al mando especificó en su informe de forma clara que las medidas de contra vigilancia adoptadas por el hombre eran de manual. Las realizaba de forma mecánica y burda. Le habían enseñado a realizarlas, pero no tenía experiencia en trabajo de calle, le faltaba naturalidad y espontaneidad. No se trataba de un profesional. De habérsele realizado un seguimiento por un hombre o dos, tal vez hubiera complicado un poco las cosas, pero lo seguían dos buenos equipos. No tenía ninguna posibilidad de descubrirlos y menos de despistarlos.
Lo siguieron hasta un edificio con portero que acababa de fregar los escalones. A los diez minutos, una señora accedió al portal, le hizo una pregunta sin importancia y el portero le respondió de forma servicial. La señora, que en realidad una inspectora, cuando percibió que tras la fachada del hombre no había más que un simple portero amable, se identificó. Le dijo que tenía que hacerle unas preguntas de forma muy discreta. El hombre, con un temor más que aparente, le indicó que pasara a la portería en la parte trasera del ascensor. Se trataba de una pequeña habitación con un cuarto de baño, sin ningún tipo de ventilación. Una vez dentro la mujer llamó a su oficial. Al momento apareció un hombre y tras identificarse, le rogaron máxima discreción sobre lo que estaba ocurriendo por tratarse de un asunto de seguridad nacional. El comportamiento de los agentes era tan riguroso y severo que el portero sudaba copiosamente. Estaba tan asustado que ambos inspectores intuyeron que el pobre hombre pensaba que iban a por él.
Cuando le preguntaron por el hombre de traje que había entrado hacía unos minutos, el suspiro del portero fue evidente y ellos no pretendieron indagar en su secreto.
Les informó que se trataba del inquilino de la vivienda número doce, en el cuarto piso. Les dijo que era una persona amable y muy discreta, pero que no se relacionaba con ningún vecino. Era común que viniese acompañado de jóvenes muy atractivas que pasaban allí la noche, pero vivía sólo. Sabía que se llamaba Hugo pero en su buzón no indicaba ningún nombre, nunca recibía correspondencia personal. Únicamente en ocasiones muy esporádicas recibía alguna carta de una mujer con remite de Valencia. Cuando le preguntaron a qué nombre iban dirigidas esas esporádicas cartas, recordó que venían a nombre de Hugo Herrera Muñoz. «No hay mejor forma de enterarse de las cosas que hablar con un portero de verdad», comentaron los inspectores al salir.
Al portero se le exigió absoluto silencio sobre esta visita. Era de vital importancia que no comentase nada o las consecuencias serían dramáticas. Trago saliva y prometió, por el recuerdo de sus padres, que no diría nada. Los inspectores, por esta vez, le creyeron. El resto fue fácil. Se certificó su identidad a través de varios canales.
—Bien, ya sabemos el motivo por el que está en mis listados. Sabemos que mantuvo una entrevista con el propio Simeón Serra y su mano derecha, pero desconocemos qué vínculo les une, de qué trataron en esa reunión y cómo se gana la vida el pájaro este. Pero una cosa te aseguro. Si se reunió personalmente con el jefe, es un pez gordo. —Se levantó y se acercó a los paneles de corcho de una de las paredes—. Ahora permíteme que te explique quién es Simeón Serra. Se trata del responsable de la mayor organización de delincuencia organizada de Cataluña, con amplias ramificaciones en toda España y el sur de Francia. La otra organización parecida, pero de menor importancia que opera desde aquí, es la de Diego Salcedo. Ambos manejan prostitución, droga y armas. Tienen delimitadas perfectamente sus zonas y llevan años sin ningún conflicto entre ellos. Inclusive, se transmiten información. Si alguien quiere trabajar con una cierta autonomía, ya sea nacional o extranjera, les tiene que pagar un dinero en concepto de alquiler de territorio. Si no es así, y alguno quiere pasarse de listo, se ayudan mutuamente para dejar las cosas claras. Pueden llegar a utilizar una violencia extrema. Como características diferenciadoras, Salcedo trabaja en zonas rurales, maneja el negocio de antigüedades robadas. Serra en cambio dispone de información. Sabemos que en ocasiones ha recibido chivatazos desde dentro de la policía y de magistratura. Ese entramado no se crea en dos días, requiere de paciencia y mucho dinero. Serra ha ido mimando con el tiempo esa parcela y en este momento posee una red de información más que destacable. Se mueve poco fuera de su residencia y su despacho, es un individuo muy prudente y astuto. El hecho de haberle pescado de forma casual fuera de su terreno en una entrevista indica la importancia que debe tener ese tal Hugo.
—Tengo que hablar con mi superior. Esta información no absuelve a Alberto Poncel, pero da cierta credibilidad a la teoría que mantiene el padre. —A Vicente le salía humo por las orejas, estaba asimilando toda la información y analizando las consecuencias. Había localizado una persona con motivos para vengarse y además, con importantes recursos para llevar a cabo esa enmarañada venganza. Al igual que existían todas esas pruebas incriminatorias contra Alberto, ahora aparecía el Hugo de los cojones complicando las cosas.
—Antes de que explotes —adivinó Borja—, ¿qué te parece si nos vamos a comer?
—Claro —contestó Vicente sacando el móvil—. Llamo a Agustín y os invito.
—Yo soy de buen comer, te lo advierto —y soltó una