El jardín de la codicia. José Manuel Aspas
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El Comisario y Arturo permanecían en silencio.
—Por otro lado, Jaime Poncel, dentro de su teoría conspiratoria, nos suministra un listado de personas con un móvil contra él: la venganza. Y descubrimos que el hijo de una de las personas de esa lista tiene algún tipo de relación con el máximo responsable de una de las mayores organizaciones de prostitución que por cierto, tiene su sede en Barcelona —continuó Vicente sin dejar meter baza al fiscal—. Desconocemos qué función concreta realiza esta persona dentro de la organización, pero la valoración que me han dado los expertos en investigar a esa red es que la relación tiene relevancia. Así que yo les pregunto dos cosas. —Y se encaró directamente al fiscal—. ¿Y si este hombre es el chulo de Mónica? Esa conexión no podemos dejarla pasar sin más. No puede tratarse simplemente de una coincidencia. Y la segunda, ¿y si este joven, Hugo Herrera Muñoz, pretende vengarse de Poncel padre a través de sus hijos?; Se mueve en un mundo donde puede contar con los recursos necesarios para organizar una trama de estas proporciones, que indudablemente no es fácil. Además, Hugo Herrera no posee ningún tipo de antecedentes policiales. Se le ha relacionado con esa red criminal porque su nombre consta en un fichero personal y totalmente confidencial que posee el inspector Borja Sardañes. Jaime Poncel no conocía la conexión entre Hugo y la organización dedicada a la prostitución.
Vicente tomó aire. El fiscal, frustrado, permanecía en silencio.
—Creo que es totalmente necesario realizar estas averiguaciones. Son absolutamente necesarias si queremos tener repuestas.
El fiscal continuó en silencio. Su actitud le permitía permanecer al margen de la decisión que se tomase, pero su mirada pronosticaba que si Vicente se equivocaba, si no encontraba ninguna relación entre Hugo y la joven asesinada, tendría problemas. «De eso me encargaré yo», pensó el fiscal.
—¿Qué propones? —preguntó el Comisario. Él también había sido en su día un buen rastreador. Sabía qué siente en las tripas un policía cuando descubre un hilo del que tirar.
—Arturo, desde aquí, reúna toda la información sobre ese tipo. Yo me trasladaré a Barcelona, veremos que sacamos de este lio.
—De acuerdo.
—Otra cuestión —insistió el fiscal, que se resistía a no dejar el asunto zanjado—. Sabemos que la defensa, más concretamente el padre del detenido, ha contratado a un investigador privado. Imagino que sabe de quién se trata. Espero que tenga en cuenta, lo que se juega usted si coopera con él —dirigiéndose a Vicente.
Indiscutiblemente el fiscal se había molestado por no poder evitar que la investigación se paralizase. Claramente amenazaba a Vicente. Tenía tan claro que el caso estaba resuelto que temía que pudiesen surgir dudas de su culpabilidad y la defensa se aprovechase. Era tal la crispación que se reflejaba en su rostro que les pareció un poco incomprensible a todos. Dos horas más tarde, al ver las noticias, todos los presentes lo entenderían. El fiscal había realizado unas declaraciones previas a la reunión afirmando que la acusación contaba con pruebas que demostraban la culpabilidad del detenido sin ninguna duda.
La reunión se daba por terminada. El Comisario, junto con los dos inspectores se trasladaron a los juzgados. Durante dos horas estuvieron exponiéndole al juez encargado del caso la nueva línea de investigación y todo lo que de momento se había averiguado. Vicente defendió, como lo hizo en la reunión anterior, la necesidad de esclarecer los indicios que habían aparecido. El juez escuchó con atención, tomaba notas en silencio, excepto en alguna ocasión que requería la aclaración de algún dato. Al finalizar:
—El padre del detenido es consciente que en su afán de aclararnos los motivos por los cuales alguien podría sentir un profundo rencor y odio hacia él podría estar inculpándose de haber cometido un delito —atestiguó el juez—. Lo más probable es que de existir, el delito haya prescrito.
—Lo sé —contestó Vicente.
—¿Qué comenta sobre esto el señor fiscal?
—Como todos los aquí presentes, su mayor interés es descubrir la verdad. —Esta vez fue su superior quién le contestó aparentando en sus palabras la máxima veracidad.
—He estudiado detenidamente todas las pruebas presentadas contra el señor Alberto Poncel. Realmente son muy consistentes. Pensar que todas las pruebas encontradas han podido ser creadas, manipuladas para incriminar al acusado me parece algo rocambolesco. Pero estoy de acuerdo con ustedes. Si surge una mínima duda, es nuestra obligación investigarla y esclarecerla. Si luego no conduce a nada, se descarta. Y conociendo al señor fiscal, dudo que no esté a punto de sufrir un colapso. Díganme inspectores, ¿qué necesitan?
—Déjenos unos días para preparar el terreno y luego nos pondremos en contacto con usted —planificó Vicente—. Es vital que conozcamos la implicación de Hugo Herrera en este caso. De momento no queremos que sepa que está siendo investigado. Posiblemente, lo primero será la autorización judicial para escuchas telefónicas.
—No soy partidario de dar cheques en blanco. Por lo tanto, quiero saber qué autorizo. Pónganse en contacto conmigo e intentaré facilitar y agilizarles al máximo su trabajo. —Y el juez se puso en pie, dando por terminada la reunión—. Ahora, si me permiten, tengo un juicio esperando. Espero a través de su superior noticias de ustedes. Buena suerte.
Una vez de vuelta en comisaría. Los tres se reunieron en el despacho.
—Arturo, desde Valencia, investigará todos los datos que pueda recabar sobre Hugo Herrera Sánchez. Yo me trasladaré a Barcelona. Intentaré, con la colaboración de Agustín Talens Cogollos y Borja Sardañes, averiguar quién es Hugo Herrera y cuál es la relación, si existe, con nuestro caso.
—¿Cuándo te marcharas? —preguntó Arturo.
—Mañana temprano —contestó Vicente.
Estuvieron juntos, concretando como coordinar entre ellos la investigación por espacio de una hora. Después se despidieron. Vicente quería pasar la tarde tranquilamente con su familia.
En ocasiones Vicente, por motivos de trabajo, se desplazaba a otras ciudades. Podía pasar un par de días, pero ningún caso le había llevado tanto tiempo como en esta ocasión. Tampoco era habitual que Vicente comentase con su mujer cosas relativas a su trabajo. En esta ocasión necesitaba desahogarse y la primera sorprendida fue su mujer. Llevaban muchos años juntos, lo conocía, sabía que su silencio en todo lo concerniente a su trabajo era una barrera de contención para mantener la maldad fuera de su hogar. Marisol adoraba a su marido como ninguna persona puede adorar a otra. Ella le escuchaba en sueños hablar de crímenes horrorosos. Por ese motivo, valoraba esos momentos cuando llegaba a casa después del trabajo y se dedicaba en cuerpo y alma a jugar con sus hijas, a hacerlas reír. Era cerrar una puerta y entrar en otra vida. Por eso jamás le preguntaba nada relacionado con su trabajo.
Esa tarde fue distinta. Vicente le contó a Marisol, a grandes rasgos la complejidad de este caso, y ninguno de los dos supo el verdadero motivo por el cual lo contó.
Llegó temprano al aeropuerto de Barcelona. La noche anterior había hablado por teléfono con Agustín. Este insistió en que le recogería en el aeropuerto a pesar de que Vicente le comentó que tomaría un taxi. Para su sorpresa, junto a Agustín se encontraba esperando Borja Sardañes.
—¿No podíais dormir? —les preguntó Vicente contento por el recibimiento.
—Te